El P. José Kentenich nos invita a reflexionar sobre la necesidad de articular un nuevo modelo social y económico, más allá de la disyuntiva capitalismo-socialismo, a la luz del principio de la gratuidad, de la entrega al prójimo, pues a su juicio, solo desde ahí es posible el desarrollo integral del hombre y su plenitud. No es sostenible una sociedad que se oriente a buscar, únicamente, el máximo beneficio y al mínimo costo. La crisis que sufrimos no es ajena a la crisis de valores ni independiente del olvido de ciertos principios básicos. La avaricia, la arrogancia, la falta de una racionalidad distributiva, la falta de honradez y de transparencia son, entre otras, causas estructurales de la crisis que estamos sufriendo. Debemos repensar una economía a escala humana, el necesario hiato entre la lógica del mercado y los principios éticos y los derechos humanos. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. Siguiendo el pensamiento del Padre Fundador, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta encrucijada de manera confiada más que resignada, como decía Benedicto XVI.
El anhelo de un mundo justo, más equitativo y pacífico, el deseo de belleza, de bondad, de verdad, de unidad, y la necesidad de escapar de una vida vacía y absurda, forman parte de las aspiraciones más sentidas de casi todos los seres humanos. Ello exige de quienes tenemos más capacidades, más dones, buscar soluciones. La diversidad (natural, social, humana) no es un lastre a superar ni a nivelar violentamente. No es debilidad, sino fortaleza. Es una riqueza para potenciar y articular. No tratemos de negar las discrepancias y las visiones diferentes que tengamos. No busquemos consensos fáciles ni tramposos. La diversidad es un aprendizaje, un proceso educativo y enriquecedor para quienes transiten por ella. Pensemos qué nos une e identifica, qué podemos aprender de unos y de otros, qué retos comunes enfrentamos y qué compromisos podemos articular para que todos mejoremos. Por eso, para empezar un cambio auténtico, es necesario indeleblemente dar ciertos pasos que nos hagan manejar correctamente nuestra propia historia. Empezar por conocer, seguir por entender, continuar por aceptar, y finalmente tener el coraje y la valentía de asumir los propios errores.
Estamos llamados a dialogar, a escuchar a los hermanos de comunidad y a prestar atención a todos los seres humanos, indistintamente de lo que piensen. No hay diálogo simplemente porque “se habla”. El diálogo se da allí donde la palabra va acompañada de escucha y donde, en la escucha, tiene lugar el encuentro, y en este, la comprensión. Significa ver al otro en la totalidad de su identidad y de su personalidad individual y social, con todas sus conexiones y realidades. Consiste en el esfuerzo de conocer al otro tal y como él se comprende y se valora, y no a través del filtro de prejuicios y deformaciones. No significa sacrificar nuestras creencias, valores e ideas. El conocimiento del otro consiste en enriquecerse con el patrimonio que él trae, que de ninguna manera significa una renuncia al propio patrimonio. El diálogo impone un deber nada fácil, exige que nos conozcamos bien a nosotros mismos, tengamos ideas claras y precisas. Dialogar es abrirse a la alteridad del tú que nos sale al encuentro, es desear aprender de la experiencia del otro. Por ello, el diálogo verdadero siempre deja huella. De ahí la riqueza de este aporte que permitirá ensanchar el conocimiento, validar o confrontar ideas y/o reforzar conceptos.
Es decisivo el papel de los laicos, de los católicos a pie, de los fieles. Si la Iglesia tiene algo que decir en esta crisis es porque tiene a los laicos, que son miembros de la Iglesia en pleno derecho, pero también ciudadanos del mundo. Esta presencia en la vida pública plantea muchos retos. Debe ser una presencia inspiradora que se haga, especialmente, visible en los lugares en donde más se necesite el consuelo y la esperanza. Dicho al modo del evangelio: el laico está llamado a ser sal y luz en el mundo. El mero testimonio de los laicos en la sociedad civil es ya una expresión visible de que es posible, viable, legítimo y razonable vivir la fe en el mundo. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto, como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la donación a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social, político y empresarial, son ocasiones providenciales para hacer la diferencia. Debemos desarrollar una espiritualidad orgánica en el seno de la familia, de la profesión, de la ciudad, en el mundo acelerado en el que vivimos y en sus espacios masificados. La voluntad de construir puentes y de edificar ámbitos de intersección es básica e ineludible.
¿Cuál es el fin último del libro? El Padre Fundador nos llama a regalar nuevamente un hogar, un intenso hogar, al hombre moderno carente de hogar, que lo necesita y que no es otra cosa que un país donde todos puedan caber, donde todos tengan algo que decir.
Nicolás Kipreos Allmallotis
Nota de la Redacción
Las charlas que publicamos a continuación fueron dadas a conocer en la “Jornada de mayo” del año 1971 en Concepción, VIII Región de Chile. Su divulgación obedece al interés que el tema despierta en nosotros y que por su actualidad merece una reflexión personal más acabada, ya que trata sobre la gran tarea que el P. Kentenich nos confió: la de vencer el mal del colectivismo a fin de llevar a la Iglesia hacia los nuevos tiempos.
Como Redacción hemos optado por hacer algunas modificaciones a la transcripción original de las charlas realizada por el Instituto de las Hermanas de María en 1974 y posteriormente en 1983. Con el fin de facilitar la comprensión de las ideas expuestas, hay algunos párrafos de especificidad histórica o contextual que fueron omitidos o actualizados a la realidad imperante casi medio siglo después del momento de las ponencias.
Lo que estas charlas exponen se refiere a la misión que el P. Kentenich proclamara desde Bellavista para toda la Familia: la Misión del 31 de mayo. Indudablemente tienen un carácter eminentemente esquemático y simplificado, ya que es imposible verter en pocas pláticas todo el pensamiento del Padre Fundador al respecto, que por su amplitud, riqueza y complejidad necesitaría de muchísimo más tiempo y espacio. Sin embargo, nos parece que lo aquí expuesto será de gran ayuda para una mejor clarificación del tema, constituirá una buena pauta para un estudio personal y comunitario, nos llevará a tomar mayor consciencia de nuestra misión y a esforzarnos más eficazmente en la encarnación de la tarea del P. Kentenich.
Editorial Nueva Patris
I.
Planteamiento schoenstattiano del problema
1. El marco histórico de nuestra reflexión
El Padre Fundador cree que estamos viviendo tiempos de gracias. Siempre ha sostenido que tiempos agitados, política o socialmente, son tiempos de gracias y, de hecho, los dos momentos cumbre que la Familia de Schoenstatt ha vivido en Alemania, han sido los dos tiempos de guerra: la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Ahí alcanzó su cumbre en heroísmo y entrega. Repetidas veces el P. Kentenich dijo que Schoenstatt es un “hijo de la guerra”, así como afirmó que Schoenstatt nació y creció en medio de revoluciones.
Lo que en el fondo el Padre Fundador ve como saludable, es la inseguridad que traen tanto la guerra como las revoluciones. En esta situación de inseguridad él siente que la gente está más abierta a Dios, porque percibe que le están socavando la base que creían firme y ve que necesita algo más sólido. En las dos guerras mundiales, la Familia de Schoenstatt experimentó esto en forma muy fuerte y ello le significó un mayor impulso para anclarse en Dios y buscar lo que Él quería. Pero tiempos de guerra y de revolución son tiempos que traen no solo una saludable inseguridad sino, también, un saludable deseo de entrega generosa y anhelo de heroísmo.
Читать дальше