Esta mirada retrospectiva tiene una doble finalidad: subrayar, por un lado, su idea base por una cruzada por el pensar, vivir y amar orgánicos o la perfecta restauración del organismo natural y sobrenatural de las vinculaciones y, por otro, identificar los retos que esa idea nos llama a asumir, lo que nos exige examinar la Misión del 31 de mayo como una respuesta válida para estos tiempos para así avanzar sinuosamente hacia la otra orilla. Creemos que es hora de enmendar rumbo y darle la importancia que se merece a este documento.
El Padre Fundador, al afirmar que lo más grave de las amenazas de hoy para el hombre y para el mundo es el colectivismo, nos está señalando que el mundo, considerado como un todo, padece de una crisis de gran calado. Están emergiendo propuestas alternativas, nuevos paradigmas de comprensión de la vida humana y de la organización social, política y económica. Más allá de este debate intelectual, la impresión que tiene el ciudadano común se puede expresar en dos palabras: todo cruje. Los sistemas social, económico y político que parecían sólidos e inquebrantables hasta hace no mucho, la crisis ha puesto de manifiesto que son frágiles, vulnerables, extraordinariamente líquidos. Vivimos una época caracterizada por la incertidumbre, por el miedo y por la inseguridad como destino colectivo. Debemos preguntarnos: ¿Qué puede aportar el mensaje del P. José Kentenich en esta coyuntura? ¿Tiene credibilidad? ¿Puede aportar una luz de esperanza, alguna salida? La denominada Misión del 31 de mayo, como carisma y aporte del Padre Fundador a la Iglesia Católica y a la sociedad en general, permite poder confrontarnos con lucidez ante las problemáticas que hoy nos inquietan: ideología de género y diferencia sexual, cuidado del medio ambiente y ecología integral, sobre exposición tecnológica y cultivo de la interioridad, clericalismo y secularización, desigualdad y pobreza, por nombrar las más relevantes. Lo señalado no significa desistir de las categorías que utilizó el P. J. Kentenich para describir las patologías de su época, ni mucho menos invalidar su cruzada del pensar, amar y vivir orgánico. Sigue vigente lo que le preocupó, cómo los embrujos del mecanicismo amenazaban disolver la vitalidad de la cultura, incluido el mismo cristianismo, convirtiéndolo en una serie de ideas abstractas, ritos mecánicos y estructuras vacías. Hoy se destruyen nuestros valores e instituciones con la “cultura de la muerte” (Juan Pablo II), la “dictadura del relativismo” (Benedicto XVI) y la “cultura del descarte” (Francisco).
El cristianismo es una religión revelada, pero también una sabiduría encarnada cuyo fin es transformar la realidad social, dignificar la vida humana, liberar a los seres humanos de las estructuras del pecado, de ahí que no puede caer en el juego del blanco o el negro. En el mundo se plantean hoy los problemas y sus soluciones solo en base a disyuntivas contrapuestas: capitalismo o socialismo, persona o sociedad, individuo o colectivo, y si nosotros nos dejamos llevar por ellas nos metemos en un callejón sin salida, porque quedamos obligados a decidirnos por una o por otra. Por lo mismo, el P. José Kentenich señalaba que tenemos que tomar conciencia del ambiente en que estamos viviendo, que está dominado por una mentalidad colectivista (mentalidad mecanicista) que impide ver la unidad entre la creatura y Dios, entre fe y vida, entre naturaleza y gracia; que no separa realidades, sino que toma lo mejor de cada una de ellas. Para él era importante encarnarse, que no es otra cosa que hacerse presente en la historia para transformarla.
El P. J. Kentenich por la Misión del 31 de mayo nos ha legado reflexiones muy actuales al cambio de época que estamos viviendo. Cuando uno lee detenidamente este libro, se percata de que no se limita al terreno del diagnóstico, difícil por sí mismo, sino que, además, plantea propuestas, nuevos horizontes para enriquecer nuestros vínculos sociales desde donde todo parte y se gesta porque estamos en un momento de la historia para expresar lo que verdaderamente creemos, las convicciones que llevamos en nuestro interior, un momento oportuno para evaluar la calidad y la hondura de las mismas y nuestra capacidad real de donación y de sacrificio por los demás. A eso nos llama el P. Kentenich, a hacer vida nuestras creencias y valores. No puede sernos ajeno el sufrimiento del otro. Esto nos debe mover a pensar la importancia y el valor de las causas segundas, como camino para llegar a otros por Dios y entregarnos resueltamente. En ello nos jugamos la humanidad, nuestra condición de seres humanos. Si un ciudadano “tira la toalla” porque cree que no hay nada más que hacer, no solo ha fracasado él, hemos fracasado todos. De nada nos vale encerrarnos dentro de una cápsula insonora y vivir ajenos a lo que ocurre en nuestro país, ignorando el destino de vecinos y conciudadanos, cultivando el propio jardín, como sugería Voltaire, blindándonos dentro de una burbuja, aparentemente ajena al fluir de los días y de los problemas. Sería una salida falsa. Las burbujas son inestables y efímeras. Vivimos interconectados, somos interdependientes. Lo que ocurre a unos afecta a otros. Aunque uno se esfuerce por preservar el microclima dentro de la burbuja, esta no es ajena a la presión exterior ni a las partículas tóxicas que fluyen en la atmósfera social. Estamos en el mundo y no vivimos solos. El alma como nos lo daba a entender el padre Kentenich no es ajena a los latidos de la historia, al grito de la tierra, para decirlo con la bella expresión de Leonardo Boff.
El Padre Fundador afirmó que en nuestro tiempo se ha impuesto una mentalidad que tiende a analizar y separar lo que en la realidad está interrelacionado. No logra ver las partes en el todo. Por eso separa y analiza de modo inorgánico, sin lograr conjugar la relación entre individuo y comunidad, sin visualizar la unión viva y fecunda de Dios y el hombre, que lleva a que las personas no sean tratadas como un fin en sí mismo. El “hombre orgánico” –a diferencia del “mecanicista”– capta la relación entre lo natural y lo sobrenatural de una forma armónica. Por eso puede ver y amar a Dios en y a través de otros porque son huellas y expresión de Dios mismo. El P. Kentenich adelantó en forma excepcional esta realidad, pero su mayor genialidad consistió en bajarla a la práctica, a la vida diaria y vivirla personalmente. Todos sus esfuerzos estuvieron dirigidos a que la verdad se refleje plenamente en la vida, la plasme y la eleve íntegramente.
Pero ¿qué nos trae realmente el Padre Fundador? ESPERANZA. En un mundo caracterizado por el desencanto y por el escepticismo, donde el futuro se contempla como algo oscuro y problemático, arrimarse a la esperanza es un poderoso antídoto a la derrota, al desencanto y al pesimismo que inundan en el imaginario colectivo. Tener esperanza es la confianza en el ser humano y en su futuro, pero no con una fe ciega e irracional, que desconoce la dificultad, sino todo lo contrario, una fe que asume los obstáculos, los contempla a rostro descubierto, que no se deja amedrentar por ellos y cree que es posible salir adelante. La posición del P. Kentenich se diferencia de la de muchos porque tuvo la valentía, basada en la esperanza de saberse querido por Dios, para tomar en serio el misterio pascual como ley de la historia. Hay algunos que se quedan en constatar lo negativo, en el pesimismo, y que no visualizan lo que conlleva la fe, donación y entrega, jugársela por Dios presente en cada acontecimiento y circunstancia de la vida del hombre, y por eso la fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver lo que otros no ven o no se atreven a ver o exponer. La fe es, pues, una forma de situarse firmemente ante toda la realidad y asumirla con los ojos de Dios, porque si creemos de verdad en Dios, tenemos que creer que Él no permite la cruz sino por la resurrección.
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