Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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—Sigo sin verlo claro —admití—. Hasta donde yo sé, las FARC llevan décadas inmersas en un conflicto armado y sus guerrilleros se cuentan por decenas de miles. ¿De veras crees tan necesaria nuestra presencia aquí?

—Ni a la boda ni al bautizo se acude sin ser invitado, compadre.

De nuevo colgó de la boca de Jaime esa puerca sonrisa, característica de los cobardes que pretenden congraciarse con aquellos a quienes temen o de los que no se fían. Fue lo último que vi antes de girar la cabeza y descubrir a mi espalda a dos personas cuyos pasos aproximándose había amortiguado el ruido del avión.

—¿Durmió usted bien?

A la luz del día, Omar no presentaba un aspecto tan lozano como me lo había parecido en la penumbra. Todo era idéntico en él, pero ahora podía ver en el fondo de sus ojos negros la áspera madurez que la guerra confiere. Le acompañaba una mujer joven, con el pelo castaño recogido en un moño. Rondaría los veintitantos años. Supuse instintivamente que las líneas de su rostro, tan duras como bellas, serían una delicada prolongación de las de su cuerpo, oculto bajo un amplio y gastado uniforme de camuflaje. Al igual que el comandante de guerrilla, llevaba un fusil AK-47 colgado del hombro y una funda de pistola al cinto cuyo contenido no pude ver.

—No —respondí—. Será cuestión de acostumbrarme.

Omar rechazó con un gesto el ademán que hizo Jaime de ponerse en pie. Caminó alrededor de la mesa hasta situarse junto a él y frente a mí.

—A ustedes, los urbanitas, hasta el canto de un grillo les incomoda —sonrió—. Pero, pues, yo le digo que cualquier cosa que usted necesite para darse gusto no tiene más que pedírmela, ¿ajá?

—Me temo que poco puede hacer para ayudarme a sobrellevar las noches. Pero le agradecería que me explicara en qué van a consistir los días aquí.

Me miró de un modo extraño. Al cabo volvió a sonreír. Jaime le imitó, servil, dirigiéndome una mirada que me suplicaba sumarme al gesto. Pero mi boca no se alteró.

—Por supuesto —respondió Omar, tomando una de las sillas por el respaldo. Antes de sentarse miró a la mujer, quien, acto seguido y sin decir palabra, se marchó caminando hacia el lateral de la casa—. Usted no tiene por qué preocuparse de nada. Como quien dice, pues, está todo hecho. Me pareció que el camarada Gualdrapa le estaba explicando lo provechosa que puede resultar esta experiencia para todos nosotros, ¿no?

Me llamaba la atención su acento, como el del resto de sus compatriotas. Al hablar alargaban las palabras, dejándolas resbalar de un modo sinuoso para finalizarlas con la brusquedad del chasquido de un látigo. Inclinó la cabeza ante mi gesto de cortés asentimiento, como si pretendiera mirarme por encima de unas gafas que no llevaba.

—También me pareció que albergaba ciertas dudas acerca de su presencia aquí.

—Mis dudas nunca tendrán la misma consistencia que las órdenes que recibo y cumplo. De eso tampoco tiene que preocuparse.

Los ojos de Omar volaron hacia la guerrillera, que regresaba en ese momento con una bandeja sobre la que descansaban un par de botellas y algunos vasos.

—A discreción —dijo, indicándole que se sentara, a lo que la mujer obedeció. Luego, Omar colocó las dos botellas encima de la mesa y comenzó a repartir los vasos—. Le presento a la reemplazante de escuadra Marcela, mi mano derecha en este campamento. Marcela está a punto de alcanzar el grado de comandante de escuadra, algo así como un cabo primero en el ejército de ustedes.

—Querrá decir en el ejército español —le corregí.

Omar detuvo en el aire la mano que sujetaba el vaso destinado a mí, con sus cejas enarcadas y la boca torcida entre la sonrisa y el desconcierto.

—Claro que sí —rio con fuerza—. En el ejército español. Habrá de disculparme, compadre —añadió, guiñándome un ojo y cogiendo la botella que contenía el líquido más oscuro—. No se ofenda.

Se sirvió un generoso chorro en su vaso. A continuación, tomó la otra y agregó dos dedos de su contenido transparente.

—El amigo Gualdrapa no es capaz de empezar su jornada sin un sol y sombra —voceó con guasa, mirándolo—, y el muy maldito nos ha contagiado esa bendita costumbre de tomar bien temprano.

Compuso de nuevo Jaime esa risa congraciadora mientras se servía. Yo no tenía ganas de beber, pero cuando quise darme cuenta mi vaso ya estaba lleno. Dejaron la botella de anís junto a la de coñac, casi rozándose, y acabamos brindando los cuatro, alzando los vasos hacia el cielo tornasolado.

—Como le dije anoche, la confianza lo es todo —continuó—. Créame que el principal interesado en que usted se sienta cómodo soy yo.

Volvió a oírse un rumor, pero esta vez más bronco. Mis ojos buscaron en la dirección de la que procedía y distinguí a lo lejos un pequeño todoterreno militar que se acercaba en línea recta hacia nosotros por el único camino embarrado que interrumpía el incesante verde de la llanura. Poco antes de llegar a nuestra altura se detuvo y de él bajaron tres tipos de mediana edad, también uniformados. Portaban fusiles y una caja de madera de gran tamaño. Sin dirigirnos la mirada cargaron con ella y echaron a andar hacia la parte trasera de la granja; el vehículo quedó estacionado al final de la senda.

—El único coche que nos queda —se excusó Omar, señalándolo—. Perdimos el resto. Los últimos enfrentamientos con el ejército nos han diezmado. Pues..., de pronto aquí me tiene: un comandante de guerrilla sin guerrilla, en este rinconcito del mundo, dedicado a vigilar que el alumnado se aplique en recibir sus valiosas enseñanzas.

Volvió a rellenar los vasos, el cabrón, haciéndonos brindar de nuevo. Segundo lingotazo de la mañana. El combustible me rascó la garganta al pasar y cuando volví a dejarlo sobre la mesa me pareció que los pájaros trinaban con más fuerza.

—El nuestro es un viejo conflicto —dijo—, pero el progreso nos alcanza a todos. En ambas direcciones. Ustedes necesitan financiación para solventar los últimos golpes que el Estado español ha propinado a su organización y nosotros evolucionar hacia nuevas formas de combate; adaptar nuestras técnicas para ejecutar acciones más eficaces.

—¿Solo eso? —pregunté sin intención de disimular el tono sarcástico.

—Por supuesto que no. —Me miró con aire cómplice—. Bien sabe que en estos casos las ecuaciones no son tan simples...

Había cogido la botella de anís y se disponía a rellenarme el vaso, pero mi mano extendida sobre él le detuvo. Se encogió de hombros, frunció los labios y bebió directamente del gollete.

—Desde que el presidente Uribe llegó al poder, las cosas se han torcido bastante. Las FARC hemos dejado de ser parte legítima en un conflicto armado para ser consideradas como un simple elemento terrorista. Su Plan Patriota ha provocado un importante número de bajas en nuestras filas. Bombardeos indiscriminados en Meta, en Caquetá, en el Putumayo... Cayeron muchos compañeros; también destacados jefes. Pero lo que nos sangró de verdad —alzó la cabeza y el negro de sus ojos cobró una pavorosa intensidad, como dos balazos contra el abrumador verde esmeralda de la arboleda a su espalda— fueron las víctimas inocentes. Gentes del pueblo, pobres campesinos a quienes las fuerzas armadas tomaron por guerrilleros. Se contaron por cientos, ¿sabe? Muchos tuvieron que huir dejando atrás su pasado, sus cultivos... y sus muertos.

Mientras hablaba, sus ojos se habían movido despacio desde los míos hasta Marcela, a quien sorprendí subiéndose las solapas del uniforme, tratando de ocultar la tremenda quemadura en su cuello que yo no había visto hasta ese momento.

—Ella podría hablarle sobre esos crímenes con más precisión que yo. Contarle sobre heridas que arden más que cualquier cicatriz, ¿sí ve? —dijo con voz sosegada, sin dejar de mirar a su ayudante, que mantenía sus pupilas clavadas en el vacío—. Esta lucha ya no es una cuestión personal o de unos cuantos. Ni siquiera la de muchos. Es la lucha de un pueblo contra la opresión, la injusticia y el ansia de exterminar a quienes desean ser libres.

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