Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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Las luces traseras del tren desaparecen al tomar una curva y con ellas los últimos ecos de su fragor cuando lo engulle el túnel. Después, todo es silencio y cautela. Jon comprueba su alrededor. La vida de aquel metro parece concentrarse en sus vagones. Fuera de ellos, no hay más de tres o cuatro personas, sin pinta de necesitar los servicios de un sicario, que aguardan diseminadas en la enorme estación chapada en un frío gris metalizado. Deambula unos minutos, alternando sus pasos con breves sentadas en uno de los bancos. Su desconfianza aumenta a cada segundo. Se siente imbécil. No sabe nada de su contratante; no conoce ningún dato o señal que le permita distinguirlo de cualquiera que le dirija una mirada de más de un segundo de duración. Claro que, por otra parte, el cliente tampoco debería de saber nada acerca de él. Pero esa es la parte de la teoría que tiene más probabilidades de fallar. Vuelve a sentarse y sigue esperando. Al cabo de un rato decide tomar las escaleras mecánicas y sube al vestíbulo, pero al asomarse a él confirma que allí tampoco hay nadie que repare en su presencia. Sale a la calle y luego vuelve a entrar, dispuesto a bajar otra vez las escaleras, cuando de pronto le asalta de nuevo la alarmante sensación de que es el objeto de la mirada de alguien cuya forma y posición no es capaz de discernir. Retira el pie del escalón automático que se desliza hacia abajo y se gira hacia la cristalera que da al exterior, intentando aparentar una calma maltratada por las sacudidas de su apresurado corazón. Fuera ya ha anochecido y tras las farolas se recorta la negra silueta de un gran edificio de cristal en cuyo frontal puede leerse Europa . Pese a seguir siendo incapaz de detectar a alguien que pueda ser de interés, no le es desconocido ese presentimiento. A veces falla, como en momentos así, cuando la sospecha moldea amenazas que en realidad no existen. Después llegará la explicación lógica: puede que al cliente le haya faltado valor para enseñar la patita y se haya arrepentido. Suele ocurrir. Dar el paso de encararse con un desconocido y decirle «quiero que acabes con este» convierte en tangibles la ira, los celos y las envidias que nos rondan secretamente en lo más podrido de nuestra intimidad. Y no todo el mundo es capaz de asumirlo.

Frustrada la cita, vuelve a dirigirse hacia las escaleras mecánicas y exhala un largo suspiro mientras desciende al andén. Por un lado, siente el alivio de no haber sido objeto de una trampa. Por el otro, está enojado. Si el cliente no aparece, no hay encargo; y sin este no habrá un dinero que le habría permitido vivir con holgura los próximos meses. En cualquier caso, reflexiona, ahora dispone de ese as en la manga para echárselo en cara a Elvis si la ocasión lo requiere. Haberle hecho venir desde tan lejos para darse un garbeo inútil por una ciudad en la que, por algún motivo que se escapa a su entendimiento, no se encuentra cómodo. Hay algo en Valencia que no le gusta. Al menos, se consuela, dado que el grifo de la pasta parece haberse cerrado, espera que el gordo le compense generosamente por tocar esa noche en el club. En ese pensamiento anda absorto cuando el tren de la línea 5 entra de nuevo en la estación. Se abren las puertas y al subir mira hacia el enorme reloj que cuelga de la pared. Mierda, piensa. Llega tarde a la actuación.

* * *

Se llamaba Jaime y se reía demasiado para mi gusto. Era un tipo fornido, con una barriga prominente, el pelo castaño y los ojos claros. Nadie sabía más de explosivos que él.

Lo conocí la primera vez que estuve en Francia. Por aquel entonces se hacía llamar Wilson. Varios años después, sentados a la orilla de una pradera venezolana, alrededor de una mesa casi tan podrida como las viejas sillas que nos sostenían, acababa de decirme que ahora su nombre de guerra era Gualdrapa. Así le habían apodado los guerrilleros de las FARC, pero nunca tuve interés en averiguar el porqué del mote.

Era muy temprano y el cielo rojizo del amanecer me revelaba un paisaje distinto del que el recelo había dibujado en mi imaginación la noche anterior. A la granja donde nos encontrábamos la llamaban Villa Inés, me explicó. Las FARC se la habían expropiado a su dueño, un terrateniente de origen colombiano, exigiéndole quinientos millones de pesos por recuperarla. El tipo pagó, pero a pesar de ello siguieron incordiándole hasta que, rendido, agarró su ruina y su desolación y se largó del país. Aquel lugar era la coartada perfecta para adiestrarse en la lucha armada. Conservaban la maquinaria agrícola, las herramientas y hasta los abrevaderos. En sus corrales guardaban cerdos y vacas, a los que vi cuidar con la dedicación justa para mantenerlos vivos y reproducirlos. Luego iban cayendo sacrificados, cuando a los guerrilleros les rugía el estómago. La actividad de la granja no era más que la tapadera para las prácticas de tiro y explosivos que llevaban a cabo en una pista forestal situada frente a nosotros, a varios cientos de metros, más allá del verde muro infranqueable de árboles que protegían de miradas y oídos inoportunos la formidable hacienda que nos acogía.

—Esta gente se quedó anclada en los combates de liberales y comunistas contra el ejército colombiano —me confesó Jaime con aire de divertida superioridad—. Me recuerdan a los soldados japoneses que creían seguir estando en guerra muchos años después de que hubiera terminado. Como una tribu refugiada en la selva mientras fuera el mundo sigue girando. Por eso tú y yo estamos aquí, pianista.

—No me llames así.

Cierto que en el entorno de ETA no abundaban los tipos con inclinaciones artísticas. Pero lo que en Euskadi era una peculiaridad que los de mi organización conocían, temía que en Sudamérica pudiera interpretarse como un signo de debilidad.

—No te preocupes por eso, hombre. Tu secreto está a salvo conmigo. —Compuso una mueca guasona—. En fin, a lo que iba: son los mejores en lo suyo. Se manejan bien. Dominan técnicas de guerrilla, de orientación y de supervivencia. Pero necesitan, digamos... —echó un prudente vistazo a su alrededor— una puesta a punto.

—Explícate.

—No se trata solo de mejorar sus habilidades en combate, sino de dar un paso más allá. Todavía emplean la pólvora y la mecha lenta para montar artefactos. Una trampa de ese tamaño, enterrada en medio de un sendero, puede ser eficaz para una emboscada en la jungla, pero de nada sirve si pretendes volar por los aires un edificio en pleno centro de Bogotá.

Un lejano zumbido le interrumpió. Miró al cielo sin atisbo de preocupación. Filamentos de nubes negras transitaban por el firmamento anaranjado como un drástico zarpazo. Al cabo de varios segundos, el mecánico rumor se extinguió. Jaime sonreía.

—Si esto fuera Colombia, habrías asistido a una verdadera alarma general. Ya estarían correteando por aquí fusiles en mano, tomando posiciones y gritando que nos pusiéramos a cubierto en las trincheras —me explicó—. En el país vecino, cualquier pájaro a motor es sinónimo de muerte para ellos. Pero esto es Venezuela, amigo. Aquí no tienen nada que temer, de momento.

Parpadeé, irritados mis ojos por los rayos del sol que comenzaba a elevarse en el horizonte.

—Por otra parte —continuó—, algunas de sus armas llevan demasiados años sufriendo los rigores de la selva. Están anticuadas, muchas de ellas rotas. Tu tarea será formarles en el uso de otras más modernas. En cuanto a mí, les enseñaré a manejar cierta clase de explosivos.

—¿Como cuáles?

—C-4, por ejemplo.

—Estás loco. El C-4 no crece en los árboles de la selva colombiana.

—Pero sí en la de Venezuela. Se emplea con frecuencia en la explotación de yacimientos petrolíferos. No es complicado que cierta cantidad de dinero se esfume en la palma de la mano adecuada y que en su lugar aparezca buen material. —Ahogó una de esas risitas que yo odiaba—. Como te he dicho, son expertos en lo suyo, pero necesitan modernizarse.

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