Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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—Perfecto. Te aseguro que funcionan. No obstante, si quieres comprobarlo, puedo indicarte un descampado a las afueras de la ciudad. Está bastante apartado y desierto. Los únicos que lo frecuentan son los perros —añade haciéndole un guiño con una media sonrisa. Jon reprime un gesto de disgusto y traga saliva, asqueado más por el pertinaz recuerdo de su pretérita crueldad que por la visión del ojillo disminuido y enrojecido cerrándose patéticamente.

—Ya no mato perros —corta, seco. Elvis levanta las cejas y las manos al mismo tiempo. Lo que tú digas, parece conceder. Después echa un vistazo a su reloj de oro y vuelve a inclinarse hacia delante, cruzando los brazos sobre la mesa.

—Como te he dicho, no puedo ofrecerte más datos sobre el encargo. Por otro lado, tampoco sé cuánto tiempo te llevará cumplirlo. Varios días, supongo. Entretanto, necesitaré un pianista durante algunas noches. ¿Te interesa?

Sin responder, Jon se pone en pie con aspereza. Vuelve a colocar la silla en su lugar y camina hacia la puerta. A su espalda resuena la voz de Elvis.

—Olvidas las llaves.

Todavía mantienen un despectivo tinte de soberbia cuando esas palabras alcanzan sus oídos. Al volverse se topa con la cara redonda y sonriente del gordo, oculta a medias por el llavero de plástico rojo que agita en el aire.

—Aquí tienes la dirección —dice, entregándole un papelito doblado—. Está en pleno centro, en un callejón discreto. No tiene lujos, pero tampoco vecinos. Nadie te molestará allí.

Jon cierra la mano y la lleva hasta su bolsillo. Pero cuando está a punto de abrirla para dejar caer las llaves interrumpe el gesto y mira a Elvis de un modo peculiar.

—Estamos entre amigos, no te preocupes ahora por el alquiler —adivina el otro—. Ya arreglaremos cuentas cuando hayas terminado el trabajo.

Se ha cerrado la portezuela negra, pero la obstinada luz que escapa por el agujero de bala le recuerda que lo ocurrido tras ella, lejos de ser un mal sueño, es una realidad que le abraza, asfixiándolo sin remedio. Ni sus gestos, ni sus palabras, ni su compromiso; lo único que puede permitirse deshacer a esas alturas es el torpe itinerario que recorre en la penumbra del club, de vuelta a la salida. Mientras camina, considera la posibilidad de dejar las llaves sobre la barra. Tal vez lo mejor sea alojarse en un hotel discreto, donde no hagan preguntas. Pero las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos y ahora nadie se libra de que le pidan el carné para rellenar la ficha. Puestos a elegir, es un rastro que prefiere no dejar. Fiarse de Elvis y residir en el piso parece, pues, la mejor opción. Recuerda el calendario de la chica desnuda. Ha tenido suerte. Están a primeros de marzo. No le será difícil pasar desapercibido entre los cientos de miles de forasteros que acudirán a Valencia para celebrar su fiesta más grande: las Fallas. Y, entre todos ellos, él aspirará a ser solo una sombra en la ciudad por el día y a diluirse entre las notas perdidas de un piano durante la noche.

En la calle hay mesas plantadas en las aceras, repletas de viandas; lo que los lugareños llaman cena de sobaquillo. Sonreiría por tan curioso nombre de no ser porque el aroma de las tortillas y los embutidos le recuerda que no ha cenado. Deja atrás el jolgorio de quienes, durante las jornadas festivas, se olvidarán de la prisa y las penas, y callejea perdido. Tras un alto para comprar un bocadillo, al cabo de varios minutos consigue dar con las señas del arrugado papel. El edificio luce una fachada marrón y cochambrosa. Desde cualquiera de sus ventanas pueden divisarse los dos extremos del callejón infecto en el que se ubica. Al menos Elvis tenía razón: será difícil que alguien pueda molestarle allí.

Introduce la llave en la cerradura oxidada y, para su sorpresa, gira de forma limpia. La puerta con el cristal astillado cede bajo la presión de su mano. El portal casi no tiene rellano; apenas un metro cuadrado de losas pardas que mueren en el primer peldaño de una escalera que tuerce a la derecha. Un polvoriento silencio gobierna aquella suerte de zaguán minúsculo que Jon cruza para ascender hasta el segundo piso. Solo hay una puerta por planta. Cuando se encuentra ante la marcada con un 2 —coincide con el número pintado en el llavero de plástico rojo— prueba con la segunda llave, pero esta vez le cuesta más que la cerradura ceda. Cuando lo hace, el chasquido metálico suena como un estruendo en sus oídos, poniéndole instintivamente en guardia. El miedo no entiende de calendarios y, a pesar de los años y la experiencia, la confianza puede resultar fatal. De cualquier manera, se lamenta, ya es tarde para realizar una contravigilancia o esperar un tiempo prudencial en los alrededores; cautelas que la fatiga y la prisa le han hecho obviar y que ahora podrían constituir su final solo con que Elvis hubiera decidido vender su pellejo al mejor postor. Puede que el gordo no anduviera desencaminado al mirarle así: quizá ya no sea el de antes.

Empuja suavemente la puerta. Por precaución, se mantiene oculto tras el tabique, junto al marco, de modo que a duras penas puede ver el diminuto vestíbulo que da comienzo a un pasillo con más mugre aún que el portal. Asoma la cabeza despacio y mira al interior. El tufo a humedad, que evidencia que nadie ha entrado allí desde hace mucho, no logra tranquilizarle tanto como el contacto de su mano con la culata de la pistola. Cae en la cuenta de que no ha comprobado ni la munición ni el estado del arma. Al menos la irritación que empieza a sentir contra sí mismo disminuye la intensidad de su desasosiego.

Avanza despacio, sin cerrar la puerta, asegurándose una vía de escape en caso de necesidad. Nota sus propios latidos, tan fuertes que le hacen daño en los oídos. El corredor termina en dos puertas: la de la izquierda está abierta; la de enfrente, cerrada. El polvo del suelo chirría bajo la presión de las suelas de sus zapatos. Alcanza la de la izquierda e inclina la cabeza para divisar un descansillo que separa el cuarto de baño de la única habitación de la casa. Nadie. Vuelve al pasillo principal. La puerta cerrada es de madera vieja, rematada por un gran cristal traslúcido y ámbar. Al abrirla, las bisagras emiten un lastimero gruñido. El resplandor del pasillo revela los escasos muebles de aquel saloncito con cocina americana, proyectando tras ellos raquíticas sombras que languidecen como si rehuyeran su presencia. Una mesa cuadrada, dos sillas, un sofá y una ventana cerrada, igual que la persiana. Aguarda unos instantes en medio de las sombras, sin moverse. Con la sensación de estar invadiendo el que fuera el hogar de alguien en el pasado. Uno de esos lugares que deben dejarse en el recuerdo y no regresar a ellos jamás, pues nunca se parecerán a lo que fueron. Se mantiene así unos minutos hasta aceptar que, de cualquier manera, aquella será su morada durante un tiempo que espera resulte breve.

Deja caer su mochila en el sofá. La abre y expone su contenido sobre la mesa: dos mudas, un viejo traje, dos camisas desgastadas, otro pantalón y un par de zapatos que una vez fueron elegantes. A ello hay que añadir un ordenador portátil y la bolsa con la frugal cena. Se acerca hasta la ventana y abre la persiana sin encender la luz. Comprueba que no encaja bien. Está rota. El brillo cetrino de la noche se refleja en el papel de aluminio que deja al descubierto el principio de un bocadillo. Voces alegres ascienden desde las entrañas de los callejones, y al ir a comerlo se acuerda de algo que deja en el aire el mordisco. Saca la pistola y el silenciador y los coloca en la mesa, apartados del resto de cosas. Se queda contemplando sus formas recortadas bajo la débil luz y rememora las palabras de Elvis en el Maldivo: dos clases de hijos de puta. Y en esas dos siluetas negras reposa su esperanza de que en pocas horas ganará mucho dinero por volver a serlo.

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