Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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LA MELODÍA

DE LAS BALAS

Rubén Sánchez Fernández

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LA MELODÍA DE LAS BALAS

© Rubén Sánchez Fernández

© Corrección estilo: M.ª Carmen G. Gallot, (Estilográficas Corrección)

© Corrección ortotipográfíca: Álvaro Martín Valcárcel

© de esta edición: Olé Libros, 2020

ISBN: 978-84-18208-83-6

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

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A Xena, que nos miró por última vez

Le basta un certero golpe para derribarlo. El otro intenta recuperar el equilibrio, pero se lo impide manteniéndolo contra el suelo mientras nota su respiración agitada bajo la mano con la que presiona su pecho. La hora que marca el reloj digital de su muñeca le preocupa. No le queda mucho tiempo para acabar el trabajo. Eleva los ojos, cruzándolos con los de quien yace indefenso; tan pequeños y negros que resultarían inescrutables de no ser por el pánico que traslucen. Siempre ocurre igual. Ha visto demasiadas veces a sus víctimas cometer el error de dispersar sus esfuerzos tratando de escapar hasta acabar concentrándolos en una sola mirada, buscando una piedad que para entonces ya es imposible.

No emite un solo ruido. Solo boquea. El pico, entreabierto al ritmo de sus jadeos, rezuma fatiga, o tal vez ansiedad por lo que va a ser de él. Pero el hombre que tiene encima no disfruta matando. Solo se trata de negocios. Y el mundo no va a ser mejor, ni distinto, por aplastar a ese pájaro. Afloja la presión de su mano y el animal, tras un segundo de vacilación, sale volando en dirección contraria al resquicio de la ventana por la que acaba de entrar, desorientado. Desaparece entre los cuerpos despellejados de corderos y vacas que penden colgados de gruesos ganchos, y al poco su aleteo deja de oírse. Hay quien piensa que escapa de su destino cuando en realidad está corriendo hacia él. En este caso hacia una estéril prórroga: el frío de la cámara frigorífica hará el resto.

Ojalá fuera tan fácil respecto al otro; se gira, recordando que no está solo en la estancia. Mira al tipo semiinconsciente que está en la silla con las manos y las piernas atadas. En otros tiempos, a esas alturas del proceso habría llamado al contratante para anunciarle que la víctima ya no era capaz de hablar. Y al otro lado del teléfono alguien habría sonreído, deleitándose en su afán de venganza; o quizá se habría mostrado inquieto al entender que ya no había marcha atrás. Pero esta vez no tiene a quién llamar. Como el agua en una habitación que se inunda, así contempla resignado aumentar el nivel de la soledad que él mismo se ha buscado. Sabe nadar, confía en no ahogarse, aunque hay algo que le dice que se está volviendo turbia, tiñéndose de un color demasiado parecido a la desconfianza.

Hace una hora, el hombre de la silla gritaba y se resistía. Por último, empezó a gemir, como si pretendiera negociar a base de lamentos, los cuales parecía manejar mejor que el idioma. Ahora permanece en silencio. El lenguaje posee demasiadas barreras, pero el dolor iguala a todas las personas.

Se acerca a él, cauto, desde la diagonal. Aun atado como está, no se fía. Si le quedaran fuerzas, un ataque desesperado en la parte frontal, un golpe en los genitales, en la cabeza o en la cara podría resultar fatal. Confirma su inconsciencia y desliza la mano por el antebrazo derecho del tipo hasta posar dos dedos sobre su muñeca. Ya no tiene pulso distal. La baja temperatura y la extrema palidez de su piel le confirman que los torniquetes de cuerda fina que le colocó casi a la altura de las axilas funcionan. La insensibilidad por la brusca ausencia de flujo sanguíneo provocaría que, aun levantándose, no pudiera usar los brazos. Eso asegurará el resultado.

Mira a su alrededor. Le llevará un tiempo recogerlo todo. A un lado, desperdigados, quedan la palangana con agua, la venda y los trapos con los que le ha infligido un ahogamiento simulado —que de simulado no tiene nada— para que hablara. Pero esta vez no ha habido suerte. O el tipo es duro o completamente idiota. Mucho músculo, poco cerebro. Suele cumplirse el axioma. Su boca se arruga en un rictus disgustado al dedicar un último vistazo a los instrumentos de tortura. El agua se está congelando, lo que delata una frialdad en el aire que por algún motivo él todavía no siente. Se le acaba el tiempo y ha de finalizar el trabajo. A su espalda, el gorgoteo de un gemido sanguinolento le interrumpe esa reflexión. Al volverse observa al moribundo, que parece hacer un último esfuerzo por interrogarle con la mirada. Pero él no posee respuesta para su muda pregunta. Los ojos del otro se posan en el silenciador que comienza a enroscar, despacio, en el cañón, delatando un pánico que, al enfrentar el negro abismo cilíndrico, transforma su expresión en la de un muñeco de cera que acaba de aceptar su suerte.

CAPÍTULO 1

La vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza .

PROVERBIO HINDÚ

El cristal de la ventanilla le devuelve el reflejo de un hombre cansado. Tras ella desfilan cada vez más despacio los mástiles de las farolas, destacando su fulgor el pálido brillo de unas canas incipientes y el cóctel de fatiga y tristeza que es su mirada. Al entrar en la estación mira a lo alto, hacia el resplandor verde de la castigada uralita, tan intenso como los líquenes que imagina asediando la tumba reciente de su madre. Cierra los ojos y traga una saliva dura y amarga. Cuando vuelve a abrirlos, el tren ya se ha detenido. Se pone en pie, recoge su mochila del portaequipajes y consulta su reloj. Ha llegado tarde.

Nada más pisar el andén atisba el hosco semblante de un policía plantado más allá, en el control de seguridad. Repasa su coartada y su conciencia. Aún no hay nada que temer, de modo que alza la cabeza, aprieta el paso y solventa el torno de salida sin incidencias. En el exterior, una hilera de taxis separa a la estación del Norte de una Valencia que se le presenta tal como la recordaba. Echa un último vistazo al plano de la ciudad y vuelve a guardarlo en el bolsillo trasero de su pantalón. A punto de reorientar sus pasos, repara en el cartel de Se vende colgado en el edificio de La Unión y el Fénix Español. Tarde o temprano, hasta lo más emblemático sufre su ocaso, admite. En la azotea, la gigantesca estatua de un hombre cabalgando sobre un águila le hace fantasear con la idea de escapar de esa ciudad en cuanto le sea posible. Pero el aviso del semáforo de peatones le empuja de nuevo a la realidad y enfila la calle Játiva hacia la plaza de San Agustín. Al dejar atrás su iglesia recuerda que, de las dos calles que se abren ante él, debe tomar la de la izquierda. Avenida del Oeste, indica la placa azul con letras blancas clavada en la pared. Se consuela pensando que, al menos en eso, va por el camino correcto.

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