Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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Mientras tanto, yo seguía creciendo, al tiempo que en mi interior se desarrollaba el sentimiento irreprimible de una violencia desbaratadora. Sin estructura, sin organización, sin un fin. Solo el constante martilleo en nuestros cerebros de que «había que hacer algo». Mi memoria de aquellas noches es una mezcla de adrenalina, contenedores ardiendo y cristales rotos. Jornadas revolucionarias que a veces, las menos, culminaban entre las sábanas retozando con alguna compañera de lucha. Y eso me hacía sentir bien, importante; el germen de un gudari de la patria vasca ante los ojos de quienes mandaban. Pero fue justo una noche cuando todo cambió para siempre.

Había quedado con otros dos de mi cuadrilla para sabotear una subestación eléctrica que daba servicio a un tercio del pueblo. Nuestra excusa era ecologista. Nuestra realidad, destruir. Bien entrada la madrugada, la vigilamos durante una hora para asegurarnos de que ninguna patrulla de los zipaios anduviera cerca. Cuando estuvimos convencidos de que allí no había nadie, ejecutamos el plan conforme habíamos acordado. Los otros dos fueron hacia un lateral para saltar la tapia y yo me quedé en la parte delantera para forzar la puerta. Uno de ellos llevaba una fiambrera grande de plástico en la que habíamos introducido un explosivo de fabricación casera. Lo colocaríamos junto a los transformadores, que estaban rellenos de aceite para su refrigeración, y la explosión los incendiaría.

No me costó demasiado lo de la puerta. Todo estaba oscuro, pero al abrirla un fogonazo me deslumbró. Del susto perdí el equilibrio y caí de espaldas al suelo. Yo solo oía: «¡Alto ahí! ¡Quieto o te mato!». Ayudándome con las manos me arrastré hacia atrás, mientras percibía a lo lejos el ruido de unas pisadas apresuradas. Mis compañeros huían a la carrera y a mí me tocaba comerme el marrón. La luz estaba cada vez más cerca, así que con todas mis fuerzas me puse en pie de un salto. Pero ya era tarde. Quien estaba tras la linterna se me echó encima y en ese momento noté una desagradable presión en mi estómago. En un principio no supe lo que era, pero al intentar zafarme el tipo me agarró con tanta fuerza que pude notar su aliento nervioso en mi cara. Por puro instinto, agarré aquel objeto y de un tirón se lo arranqué de las manos. Fue cuando me di cuenta de que era una pistola. El hombre se puso hecho una furia y alzó la linterna, dispuesto a golpearme con ella.

La prensa se hizo eco de aquel suceso durante varios días. Fue tan inesperado, y quizá por eso tan limpio, que la policía no halló pistas sobre el autor. O sea, sobre mí. Tampoco hubo testigos. No era más que un pobre hombre, un guarda que dormía allí y al que nunca habíamos visto antes. Allá en lo alto del cerro, donde quedaba la subestación, nadie pudo oír el sonido del disparo que acabó con su vida; pero su eco perduraría durante años en el pueblo y entre mis compañeros de lucha. Y aunque no lo mencionaban jamás, en el gaztetxe , en las asambleas o en cualquier lugar yo percibía sus silencios cómplices y sus miradas de admiración. Un reconocimiento que otros adolescentes, aspirantes a gudaris , me otorgaban por haber sido el primero en traspasar una línea que muchos de ellos no se atreverían a cruzar jamás. Pero eso no me devolvía el apetito ni el sueño. En el plato, en un libro, en la oscuridad del techo de mi habitación... En todas partes se me aparecía el rostro desencajado de aquel trabajador que solo estaba ganándose el pan. Pasaron los meses y, aunque a veces olvidar es un capricho que no podemos permitirnos, yo seguí haciendo mi vida con el mismo compromiso por la causa, solo que alejado de la lucha callejera.

Por aquella época conocí a Iñaki, un tipo divertido y parlanchín que se dejaba caer de vez en cuando por el gaztetxe a las cinco de la tarde para marcharse invariablemente a las seis. Extrañado por aquel escrupuloso horario, y una vez que alcanzamos cierta confianza, le pregunté el motivo. Iñaki tocaba el piano y acudía todos los días a las siete a los ensayos de una coral de Éibar llamada Sostoa Abesbatza. Mi curiosidad se disparó. Mi única experiencia con los pianistas había sido verlos en televisión como sobrios bustos sin piernas, y ahora tenía uno delante. La cuestión es que, a partir de ahí, las tardes en el gaztetxe consistieron en largas charlas sobre música en las que él se explayaba y yo no entendía casi nada. Me hablaba de Nueva Orleans y de Nueva York, de los primeros clubes, de los estilos, del blues y el bebop . Elementos de un universo que fue cobrando sentido conforme transcurrían las semanas. Hasta que en una ocasión me invitó a acompañarle a un ensayo y fue allí donde se reveló ante mis ojos algo que se me antojó pura magia. Unos segundos de piano poseían más valor que cientos de horas de teoría musical. Como buen artista, Iñaki presentía mis inquietudes, así que, sin apenas darme cuenta, un día me vi sentado en el taburete con mis manos apoyadas sobre la ristra infinita de teclas blancas y negras.

Pasaron los meses y la música acabó siendo una parte imprescindible de mí, aunque una parte de difícil encaje en el mundo en que yo vivía. Aquellas miradas que antaño eran de admiración empezaron a teñirse de reproches. Las miradas en Euskadi contenían un silencio frío y delator. Para ellos, la causa era lo único importante y una obligación de todos vivir consagrados a ella. Pero me daba igual. No le debía nada a nadie. Bueno, a nadie excepto a un amigo de mi padre, por cuya mediación, justo al cumplir los dieciocho años, entré a trabajar en la fábrica de armas STAR, Bonifacio Echeverría, donde me destinaron a un departamento de ensamblaje. Resultaba interesante conocer los entresijos de tantos modelos de pistolas y subfusiles. Al cabo de varias semanas, no había un arma en toda la factoría que guardara secretos para mí.

Pasado un tiempo, Iñaki se marchó a Barcelona a ampliar sus horizontes musicales, muy lejos de una sociedad que no se permitía entregarse a los favores del arte. Y no le fue mal: mucho después vi su rostro en la portada de un disco. Se le veía feliz, sonriendo como solo los que han logrado vivir de lo que les apasiona pueden hacerlo. Mientras tanto, yo había comenzado a merodear por otro gaztetxe situado muy cerca de Éibar, en Soraluze, donde descubrí un fenómeno sorprendente: el único local para jóvenes abertzales en el que se organizaban conciertos de jazz , algunos con artistas de cierto renombre. Fueron mis años dorados. Los mejores que puedo recordar. Tenía trabajo, vivía tranquilo y había logrado armonizar el universo de mis creencias con el de mis pasiones. También acabé aceptando que no existía antídoto para el veneno del jazz que ya corría por mis venas.

Todo empezó a torcerse el día que, sin previo aviso, en la fábrica me cambiaron de puesto, asignándome al departamento en el que se montaba la pistola modelo 28 PK, justo la que utilizaban de dotación los miembros de la Policía Nacional. Aquello fue demasiado. No podía soportar la idea de que el pan que me llevaba a la boca saliera de armar a la txakurrada . Hablé con el encargado y le pedí un cambio, pero no hubo manera, así que me largué de allí. Tenía que seguir viviendo y tras un tiempo de vacilación comprendí que no me quedaba otra opción que recurrir a los de siempre; a esos que habían jurado estar ahí de manera incondicional para apoyar a uno de los suyos. No fue fácil, sin embargo.

A pesar de que todos me conocían, tuve que pagar la factura de mis años de ausencia. Durante varias semanas me sometieron a extrañas reuniones y citas imprevistas, la mayoría de las cuales nunca se producían. Estaba claro que no se fiaban y eso me jodía. Me plegué al juego porque sabía que era necesario, que se estaban asegurando de que en el tiempo en que yo había estado distanciado no me hubiera captado la Policía Nacional o, aún peor, la Guardia Civil. No obstante, tampoco eran tontos. Yo ya había demostrado mi compromiso con la causa, me había convertido en un experto en armas y carecía de antecedentes penales. Les convenía. Ellos lo sabían y yo también. La diferencia estribaba en que, aunque mantenía intacta la pasión por ser un euskaldun capaz de cualquier cosa por su patria, me había vuelto mucho más práctico. Y en esa etapa de mi vida lo único que necesitaba de ellos era comer todos los días. Finalmente aceptaron, volvieron a acogerme y me ofrecieron ayudar en labores logísticas, lo que se traducía en formar a quienes habrían de ser los futuros miembros de los comandos operativos impartiéndoles clases sobre el manejo de armas de fuego.

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