Un invisible relé considera que la tarde ya ha oscurecido lo suficiente, porque el resplandor naranja de las farolas callejeras surge de pronto, despacio, con la misma pereza que él siente por llegar a su destino. Pero se ha comprometido a hacerlo y ahora no hay vuelta atrás.
O tal vez sí.
Prosigue su marcha hasta que los latidos del corazón se le agolpan en la garganta al divisar, unos metros más allá, el perfil de otra iglesia. Se siente tentado de interrumpir el paso, pero termina por sobreponerse a su desconfiado instinto y continúa caminando. Lo hace sin prisa, notando cómo los muros del templo se hacen cada vez más grandes. Está casi a punto de llegar cuando percibe un fuerte olor a pescado que sale del Mercado Central, mezclado con la balada que un músico callejero apoyado en el muro de la Lonja toca en su acordeón. Al verse ante la puerta de la iglesia se detiene, dirige su vista hacia arriba y la posa en las figuras de piedra toscamente talladas que reposan sobre la entrada. Un santo y dos ángeles. Ninguno le devuelve la mirada.
El eco del portón cerrándose a su espalda se extingue y deja el interior inmerso en su perpetuo silencio. La cree vacía, pero cuando sus ojos se habitúan a la penumbra avista en la última fila de la bancada a un hombre joven que susurra algo en el oído de un niño sentado junto a él. Aguarda inmóvil unos instantes bajo el umbral. A diferencia de las de su tierra, no es esta una iglesia lóbrega. Pese a que el andamiaje del techo la afea un poco, el blanco de las paredes, los remates de las columnas en mármol negro y rojo y el altar completamente dorado confieren al lugar un aire desenfadado. El templo es grande, pero desde su posición puede dominarlo con la vista. Excepto los dos feligreses, allí dentro no parece haber nadie más. Mejor así. Unos adoran a Dios como él adora su impunidad.
Camina hacia la parte delantera. Aunque una vez fue creyente, no reconoce ninguna de las tallas de las capillas. Suerte de las inscripciones que señalan en honor de quiénes fueron esculpidas. Al pasar ante el altar duda un instante, pero termina por inclinarse y se persigna con disimulo. Luego sigue andando hacia el lateral opuesto hasta detenerse. Ahí está. La primera capilla junto a la puerta de la sacristía, la situada más al fondo y la más oscura. Limosnas a san Antonio Abad , lee bajo la cruz dorada de la pared. El retumbar de su corazón alcanza a sus oídos. La capilla está abierta. Carraspea y mira hacia atrás varias veces. Sus retinas no captan ninguna figura humana, pero su imaginación despliega policías acechando en cada rincón del templo. Respira un par de veces y vuelve a tomar conciencia de quién es y de por qué está allí. Por fin accede y se aproxima al pequeño altar desde el que le contempla la escuálida figura de un anciano con barba blanca que sostiene un libro y un cayado. Luego se arrodilla en el pequeño reclinatorio del rincón. Solo cuando mira por segunda vez la figura del santo repara en que tiene un cerdo a sus pies. Sus labios se arrugan formando una hastiada sonrisa. Al menos ese detalle ha apaciguado su ritmo cardíaco, que ahora trata de volver a las andadas. Cruza los dedos como si rezara, mira por última vez a su espalda y se inclina más. Inspira de nuevo. Al exhalar el aire libera su mano izquierda y la introduce en el hueco dispuesto entre el reclinatorio y la peana del viejo santo. Las sudadas yemas de sus dedos exploran a tientas hasta que rozan una textura inconfundible y metálica. La agarra y la extrae despacio, sin detenerse a observarla. El acero desprende un pavonado destello a la luz del cirio que ilumina la estancia. Se la pasa a su mano derecha y vuelve a meter la izquierda en el hueco. Al cabo de un segundo saca un cilindro, también de metal. Con calma, introduce la pistola entre el pantalón y su vientre, y el silenciador en la parte posterior de su cintura. Por último, se ajusta el faldón de la camisa, se persigna y vuelve a ponerse en pie.
Cuando sale de la capilla, comprueba aliviado que los bancos siguen vacíos. El hombre de la última fila persevera, con infinita paciencia, en el intento de enseñar la señal de la cruz a su pequeño, que lo mira con una sonrisa embobada mientras trata de imitar el gesto. Recuerda su infancia en Éibar y cómo él también vivió un ambiente cristiano que de tan poco le ha servido en la vida. Pero lo cierto es que siente tal respeto por las enseñanzas que aquel desconocido pretende inculcar al niño que hasta el ruido de sus zapatos al caminar sobre el mármol le resulta embarazoso. Al llegar al umbral se detiene para echar un último vistazo al padre y al hijo, justo cuando la manita de este va por lo de ...y del Espíritu Santo. Nunca se sabe, concluye volviendo a la calle, cuándo será la última vez que un hombre tendrá la oportunidad de aprender qué es la piedad.
* * *
Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan.
Nací en Éibar, Guipúzcoa. Fui un niño alto, con las piernas fuertes de tanto jugar al fútbol en las empinadas cuestas del pueblo, y ese velo permanente en la mirada de quienes fuimos educados en la asfixia de la represión que el Estado español ejercía sobre nosotros. No es difícil aceptar y hasta comprender la violencia cuando te has criado mamándola. Llega un momento en que se vuelve cercana, incluso familiar. Recuerdo las cargas policiales en mitad de la calle contra una manifestación por nuestros presos, por la independencia o por lo que diablos fuera, y cómo la gente corría a buscar cobijo en los comercios cercanos hasta que la situación se calmaba. No éramos más que unos críos, pero mis amigos y yo hacíamos lo propio en la tienda del abuelo Ander para llenarnos los bolsillos de golosinas, aprovechando la confusión y sin que el viejo se diera cuenta. Así fue como desde bien temprano aprendí que, de un modo u otro, la violencia puede ser empleada como instrumento para obtener algo.
Todos los veranos, desde que cumplí ocho años, mis padres me enviaban a unos campamentos juveniles que no estaban nada mal. Durante el día hacíamos excursiones y aprendíamos a encender fuego o a construir cabañas. Por las noches aparecían unos jóvenes que se sentaban con nosotros alrededor de la hoguera y nos hablaban de nuestra patria y nuestra lengua. Cuando el fuego se consumía y nos mandaban a la cama, yo solía acostarme tarareando alguna de las cancioncillas que nos habían enseñado, como aquella que hablaba de un vaquero empeñado en golpear duro a quien intentara ahogar el euskera.
Admito que no tengo explicación para lo de la música. Nadie en mi familia tuvo nunca inclinaciones artísticas, que yo sepa. Tampoco sabía tocar ningún instrumento. Pero durante mi adolescencia tenía por costumbre quedarme en casa hasta las tantas, viendo en televisión un programa que se llamaba Jazz entre amigos , con aquellos escenarios e instrumentos por entonces tan poco familiares para mí, como el saxo, la trompeta o el contrabajo, y esos hombres que aparentaban entrar en éxtasis cuando arrancaban de ellos notas en apariencia desordenadas, pero que en realidad componían un lenguaje tan desconocido como fascinante. El resto del tiempo lo pasaba en el gaztetxe del pueblo, sentado con mi cuadrilla en un sofá y fumando porros. No deja de ser curioso cómo, a pesar de la conocida oposición del mundo abertzale a las drogas, precisamente a lomos de ese delicioso humo la doctrina de una Euskal Herria libre nos entraba mucho mejor. El caso es que acabé haciéndome cargo del local simplemente porque no tenía nada mejor en qué ocuparme; pero parece que eso agradó a ciertas personas, y conforme pasaron los meses fueron encargándome más tareas, como montar casetas para las fiestas de otros pueblos o colaborar en la organización de reuniones.
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