Rubén Sánchez Fernández - La melodía de las balas

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"Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan".
Un sicario, antiguo terrorista repudiado por ETA, acude a Valencia para ejecutar a una víctima, pero el trabajo se torcerá de un modo que jamás habría imaginado. Sumergido en la enigmática atmósfera del jazz, y con la única compañía de una joven informática a la que no puede contarle la verdad, tratará de huir de un siniestro inspector de policía y de los fantasmas de un pasado que pondrán en juego no solo su libertad, sino su propia vida.
Una de las mejores novelas del género. Te engancha desde la primera página.

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De pronto se quedó petrificado. Por puro instinto tapó con la mano el ventanuco del calentador por el que escapaba el fulgor azul de la llama. De nuevo a oscuras, afinó el oído. El febril tintineo de los alicates contra la espita delató el temblor de sus dedos. Contó los segundos, que se le hicieron interminables, transcurridos nueve de los cuales volvió a oír el mismo sonido. Parecía un gemido, como un tímido llanto que provenía del piso de arriba. Cuando quiso darse cuenta tenía la pistola en la mano. Trató de no dejarse llevar por el pánico y pensó con rapidez. Nadie le había visto llegar a la casa y no había utilizado ningún vehículo al que pudieran asociarle. Lo más adecuado sería dar media vuelta, salir por donde había entrado y perderse en la oscuridad de aquel campo yermo. Pero regresó el gemido, esta vez con más fuerza; como si un morador inesperado supiera de su presencia allí y fuera incapaz de reprimir su pánico. Tratando de no tropezar, atravesó la cocina hacia la puerta de la galería. Al abrirla sonó otra vez el gañido. Puede que fuera un animal, consideró, recobrando una dosis de su racionalidad. Sería una pena arruinar la operación por haber confundido a una mascota con un incómodo testigo. Volvió a encajar la puerta en el marco y giró sobre sí mismo. La llama del calentador titilando guio sus pasos por la oscuridad de la cocina hacia el recibidor. Alcanzada la escalera, ascendió por ella despacio, con el cuerpo pegado a la pared, desglosando unos escalones que parecían no terminarse nunca. Posadas sus zapatillas —unas sencillas deportivas de lona negra y suela de goma, compradas para la ocasión— sobre la moqueta del corredor, esperó con el extremo del cañón de la pistola tocándole la rodilla. El sollozo volvió a oírse con más fuerza y luego se esfumó, igual que su paciencia. No había duda: aquel perturbador sonido procedía de una garganta humana y quienquiera que se escondiese allí contenía el miedo ante su cercana presencia. Tal vez ya hubiera llamado a la policía. No le quedaba mucho tiempo, así que aceleró el paso en dirección a la única puerta entreabierta en mitad del pasillo.

A menudo nos esforzamos por anticiparnos a lo que nos puede ocurrir, albergando la ilusoria convicción de que esos pronósticos aportarán solidez a nuestra existencia. Nada más incierto. La vida es, en realidad, un magma caótico que desplaza sin orden ni dirección rodales del imaginario suelo firme sobre el que descansa nuestra ficticia seguridad, y nos lleva hacia lugares en los que no querríamos estar y hacia miradas con las que nunca habríamos previsto cruzar la nuestra. La de aquella chica fue una de esas. Era joven, demasiado joven. La luz que Jon encendió y que inundó la habitación le hizo cerrar los ojos y retraer las piernas con la instintiva sumisión de una presa rendida. Encogida sobre un colchón en el suelo, con las manos atadas, sus tempranas formas femeninas se escapaban por los pliegues de una sucia camiseta de talla desproporcionada. Sin bajar el arma, el sicario desplazó su vista más allá del punto de mira, con lo que descubrió sobre la piel de la desorientada adolescente las marcas que solo el sexo depravado y la violencia imprimen. Hay planes que cambian tanto que terminan por cambiarnos a nosotros.

Cuando la niña volvió a abrir los ojos, la inesperada silueta ya no estaba allí. Ella jamás lo sabría, pero el desconocido bajó corriendo las escaleras para asegurarse de que la espita del gas quedaba perfectamente cerrada. Luego regresó al salón y esperó sentado en el sofá, tratando de digerir una rabia mezclada con asco; procurando dominar el temblor en sus dedos —que se había intensificado de manera alarmante durante los últimos minutos— con el fin de no perder ni un ápice de la precisión y la contundencia que necesitó cuando, al abrir el tipejo la puerta de su casa apestando a tabaco y a alcohol, henchidas sus arterias del sucio deseo por la jovencita cautiva que suponía, apetecible y dócil, en el primer piso, un cuchillo de su propia cocina garabateó en la oscuridad la palabra ira, seccionando primero su cuello —para impedirle gritar— y a continuación su corazón, para rematar la faena. Tampoco la joven llegaría a saber nunca quién llamó a la Guardia Civil, alertándola del horrible asesinato que acababa de producirse. Sus agentes derribaron la puerta minutos después y se toparon con un aterrador escenario para el que ninguna academia o manual te prepara jamás.

Por supuesto, cobró el trabajo. Un verdadero profesional no confunde la ética ni la moral con el dinero. No hay cuestiones personales ni deben existir ánimos subjetivos. Muerto el perro, se acabó la rabia. Solo que, en el caso de un sicario, la conjunción de ambos sucesos implica engordar la cuenta corriente. Después, como cualquier otro encargo, procuró olvidarlo y regresó a casa. Cuando llegó, su madre ya estaba muerta y a él lo buscaban para matarlo.

—Gracias.

Recoge su billete sin mirar a la cajera. No puede hacer nada respecto a las cámaras de seguridad, pero sí intentar pasar desapercibido a los ojos de ella; procurar que nadie conserve el recuerdo de su presencia, sus anodinos rasgos o su expresión melancólica. Nadie que, si algo sale mal, pueda contarle a la policía: «Les va a parecer absurdo, pero ahora me acuerdo de un tipo que...». Ya en el andén, un riguroso cartel electrónico anuncia la llegada del próximo tren en dos minutos.

Puntual como las citas indeseadas, al cabo del tiempo estipulado el tren aparece por un extremo del túnel. Jon echa a andar en sentido contrario al de la máquina, buscando la cola. Después espera, lanza una última ojeada al andén y, al sonar el pitido que advierte del cierre de las puertas, salta al interior. Se queda junto a la entrada, de pie, observando a su alrededor. No habrá más de una treintena de pasajeros en aquellos cuatro vagones conectados entre sí, de forma que desde el extremo posterior puede divisar todo el convoy hasta su parte delantera. Nadie le mira. Aquello comienza a acelerar, retorciéndose al tomar una pronunciada curva a la derecha. Cuando se endereza, Jon vuelve a tener a la vista la colección alineada de rostros enfrascados en pantallas o en libros, como si pretendieran huir del tedio a la misma velocidad que el tren.

Nota humedecerse el inapreciable espacio que habita entre la palma de su mano y la barra amarilla que ase. Son años vigilando y evitando ser vigilado como para ignorar la advertencia de su instinto de que algo ocurre. Mira hacia todas partes, con disimulo, pero no logra detectar ninguna amenaza. Puede que no sea más que la propia situación, se tranquiliza. Normalmente es él quien organiza las citas, de modo que cuando tiene delante al contratante no ha dejado nada fuera de su control. Pero este insólito encuentro constituye un riesgo. A pesar de que lo haya concertado Elvis. O quizá precisamente por eso. Ahora podría ser él mismo el objetivo al que otro está esperando. Una automática voz femenina, que anuncia por los altavoces la parada de Colón, le rescata de ese aciago pensamiento.

El tren se detiene y las puertas se abren. El trasiego dura unos segundos antes de que vuelva a sonar el silbato y se cierren. Retoma la marcha el enorme gusano subterráneo, que ha vomitado pasajeros sin tragar apenas otros, reduciendo así el número de prójimos en su interior. Jon los observa, ahora con más detenimiento: un par de hombres encorbatados que no parecen encajar en sus trajes, una señora de edad con un vestido estampado, gorro de lana verde y gafitas que lee un libro en cuya portada hay un zapato de tacón rojo pisando una placa policial o un grupo de chicas que hablan en francés y llevan maletas; son solo algunas piezas del rompecabezas que acaba de empezar a componer. Pasada la estación de la Alameda, la voz anuncia que la próxima parada es Aragón, su destino. Al llegar, las puertas del vagón se abren. Jon se mantiene inmóvil, mirando al techo como si le quedara todo el trayecto por delante. Suena el pitido y cuando las puertas comienzan a cerrarse sale del vagón con un ligero brinco. Ya sobre el andén mira a ambos lados: si alguien le ha seguido notará la precipitación de sus movimientos en su intento por no perderle de vista. Pero eso no ocurre. El convoy se pone en marcha y a través de las ventanillas comprueba que los pocos pasajeros que se alejan siguen inmersos en sus ocupaciones.

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