No obstante, ni la anatomopolítica ni la biopolítica lograron una práctica gubernamental totalmente satisfactoria, como sí parece ser el caso del neoliberalismo. A diferencia de las sociedades disciplinarias, cuya acción política se realiza sobre el cuerpo de cada individuo, o de la biopolítica liberal, cuyo foco es el cuerpo total de la población como especie, la biopolítica contemporánea gira en torno del gobierno de la intimidad. Este cambio no se dio, por supuesto, ex nihilo, sino que estuvo asociado a la manera como en el siglo xx las disciplinas psi fueron, poco a poco, configurando una subjetividad psicologizada (Bedoya, 2018; Rose, 1996). Esta psicologización de la subjetividad supone considerar a la persona como un ser poseedor de un mundo interno, el cual ya no puede nombrarse y conocerse a través del lenguaje filosófico o religioso, sino mediante el lenguaje elaborado por las psicociencias. Este homo psicologicus, como denomina Castel (1986) al individuo cuya vida se lee en clave psicológica, es un sujeto que conduce su vida a partir de los regímenes normativos y veridiccionales propios de las psicociencias (Álvarez-Uría, 2006; Ávila, 2010; Castro-Orellana, 2014; Rose, 1996; Vásquez, 2005a). Los últimos cien años han sido, como lo dice Rose (2008), el siglo de la psicología y, podemos decir, esto ha tenido un efecto importante, pues el sujeto, para saber de sí mismo y conocerse, ha aceptado que debe entrar en lo más recóndito de su interioridad. A partir de esto, como lo ha demostrado Vázquez (2005a; 2005b), en el siglo xx la individualización derivó en una psicologización de la intimidad.
Vemos entonces que el sujeto contemporáneo, cuya subjetividad es, en parte, heredera de esta psicologización de la intimidad, no solo se ha visto configurado a partir de los sistemas de verdades psi, sino que ha asumido unas formas de ser y vivir a partir de los imperativos normativos que la focalización en su mundo interior le exigen. Este es el contexto en el que podemos estar de acuerdo tanto con Foucault (2007) como con Castro-Gómez (2010), para quienes el gobierno biopolítico del presente tiene su punto de aplicación en la intimidad de los sujetos. Conducir la vida de la población es, según esto, conducir a cada individuo a partir del discurso que encumbra la intimidad y lleva al sujeto a relacionarse consigo mismo y con los otros en concordancia con su individualidad devenida intimidad como condición. Por lo tanto, triunfo del singulatim.
Entre los efectos que este gobierno biopolítico de la intimidad trae, hallamos una serie de prácticas subjetivas, como el cuidado obsesivo de una interioridad, característico de la individualidad expresiva; la conversión de la intimidad en objeto de preocupación y de trabajo del individuo; la exhibición de la intimidad a través de las tecnologías de la información y la comunicación contemporáneas, con el propósito de proyectar una cierta imagen, “más adecuada”, por cierto, que permita una mejor capitalización humana y empresarial de sí mismo, el enganche en un mercado de la intimidad cada vez más amplio. La intimidad, por muchos siglos, se constituyó en prerrogativa del sujeto, considerada incluso como objeto de protección legal. Dado que el neoliberalismo irrumpió en la separación de esferas, que incluía la distinción entre esfera pública y esfera privada, hoy la intimidad no es protegida, sino exhibida ampliamente y de manera voluntaria por cada individuo. Ahora, la pregunta obligada a esta altura alude a cuál es la especificidad de la biopolítica de la intimidad en el neoliberalismo.
La intimidad devenida mercado
Una consecuencia adicional de la individualización de la vida en el presente radica en que el individuo asume su vida íntima como mercado. A lo largo del siglo xx, el liberalismo encontró en los discursos psi la posibilidad de fundamentar un gobierno basado en la intimidad. La novedad que trae el neoliberalismo es que la intimidad de los sujetos se ha mercantilizado, y se ha convertido en nicho de mercado. En el momento en que el Estado se desmarca de la provisión del aseguramiento ontológico de la población, cada individuo asume el encargo de la gestión de sí mismo en todos los ámbitos de la existencia y de hacerse a los recursos para incrementar el capital humano, lo cual requiere, como es apenas esperable, una continua inversión en sí mismo.
Con la intención de ver cómo funciona el neoliberalismo, Foucault (2007) se aproxima al tema del capital humano y a la manera como Gary Becker (1994) y Theodore Schultz (1971) realizan un cambio aparentemente elemental en su concepción de la economía, al emprender un análisis ya no desde la noción de consumo, sino a partir de la noción de inversión. De esta manera, gastos que en el pasado eran considerados de consumo, gracias al análisis de Becker y Schultz, comenzaron a ser vistos como inversión, de tal suerte que cuando una persona paga para adquirir una serie de servicios, relacionados con la educación o la información, por ejemplo, cuando gasta tiempo en buscar empleo, va al cine, lee un libro, pasea con su familia, hace un curso de asertividad y buena comunicación, gestiona sus redes sociales o hace el amor, todo eso es considerado una inversión que el sujeto realiza con el propósito de incrementar su propio capital subjetivo, o “capital humano”, como lo denominan estos autores. En palabras de Castro-Gómez (2010),
estos bienes no son únicamente materiales, sino que tienen que ver con factores “inmateriales” tales como el placer sensual, la felicidad y el bienestar corporal, que también son factores económicos. Son inversiones3 que los sujetos hacen en sí mismos, “competencias” que luego podrán capitalizar (p. 203).
El neoliberalismo aborda el problema del trabajo desde un dominio de análisis puramente económico. La producción capitalista es problematizada por la teoría económica clásica, la cual reduce el trabajo a las variables cuantitativas de tiempo y fuerza. Mientras que el análisis económico de los siglos xix y xx se desarrolló alrededor de los mecanismos de producción, intercambio y consumo, el neoliberalismo, a partir de la noción de decisiones sustituibles, se pregunta más bien en qué gasta el trabajador los recursos de que dispone. Vemos aquí un cambio de foco; ya no se analiza el trabajo, sino al trabajador como sujeto económico activo, dejando el análisis económico del lado del comportamiento de los individuos y preguntándose por la racionalidad de esos comportamientos. De este modo, se pretende saber cuáles son los fines perseguidos cuando el sujeto invierte y las motivaciones que guían esta inversión.
El capital, en criterio de Schultz (1971) y Becker (1994), es aquello que puede generar ingresos futuros y el trabajo es la actividad individual que permite la generación de los ingresos en cuanto “producto o rendimiento de un capital” (Foucault, 2007, p. 262). Para Castro-Gómez (2010), desde la perspectiva del neoliberalismo, el trabajo se refiere a todos los aspectos individuales que le permiten a un sujeto producir un flujo de ingresos, el salario, por ejemplo. Así, el trabajo es una máquina, en el sentido deleuziano. Esta es la base de una nueva forma de subjetividad en la cual el individuo se torna activo, calculador y “capaz de sacar provecho máximo de sus competencias, es decir, de su capital humano [...]. Nos encontramos, más bien, frente a una nueva teoría del sujeto como empresario de sí mismo” (p. 205). O como lo sostiene Christian Laval (2004), cuando un empleador contrata a un trabajador está comprando “un ‘capital humano’, una ‘personalidad global’ que combina una cualificación profesional stricto sensu, un comportamiento adaptado a la empresa flexible, una inclinación hacia el riesgo y la innovación, un compromiso máximo con la empresa” (p. 97).
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