Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Rudolph amenazó con mil maldiciones al entrometido capitán. Ya que la pieza de caza mayor se le había escurrido entre los dedos, sometió a un intenso bombardeo de preguntas, intercaladas con amenazas, al pobre capitán. Pero este aguantó firme y sin decir palabra alguna. Por fin, cuando el coche de Max ya rugía por el sendero de salida de regreso a Hamburgo, Rudolph soltó a su víctima y se marchó con un enfado considerable. «Alguien pagaría por aquello», pensó Adolf, que se compadeció del pobre sobre el que aquel mal nacido hiciera caer sus frustraciones.

Hamburgo, a veinticuatro horas de embarcar.

El teléfono sonó de forma atronadora. Maximilian tanteó en la oscuridad con su mano izquierda. Derribó un vaso y las monedas que había dejado encima de la mesita de noche. Por fin, consiguió encontrar el teléfono y descolgar.

—Sí. von Mansfeld —consiguió contestar, aún medio dormido.

—¿Coronel? Tiene una llamada —le indicó la voz de la recepcionista.

—Está bien, pásemela —respondió mientras aguantaba el auricular entre su hombro y la mandíbula, y encendiendo la lámpara.

El coronel oyó un par de clics en la línea, los típicos cambios de clavijas, y tras unos segundos, una voz masculina le habló:

—¿Coronel von Mansfeld?

—Sí, soy yo.

—¿De qué color es el cielo?

—Verde rojizo —su interlocutor le había hecho una pregunta de control para verificar que estaba hablando con el auténtico von Mansfeld.

—Gracias, coronel. Dos de los pichones ya están en el nido. Recoja al resto y asegúrese de que no hay cucos en él.

No le dio tiempo a responder, un clac cortó la llamada. Se quedó unos instantes sentado al borde de la cama, tratando de despejarse un poco. Las últimas horas habían sido estresantes y apenas había dormido cuatro. Eran las cinco y se había quedado hasta bien empezada la madrugada examinando los expedientes de los sustitutos de los muertos en el ataque aéreo de hacía dos días. Su sorpresa fue mayúscula al observar la foto de la enfermera con la que había tropezado unas horas antes. Anke Schubert era su nombre. Al final, sus deseos se habían hecho realidad: la hermosa enfermera, al fin y al cabo, iría con ellos.

A pesar de aquella agradable noticia, se sentía frustrado. Su instinto le decía que algo no marchaba bien, pero las pruebas le indicaban lo contrario. ¿Se estaría equivocando aquella vez? Había recibido plenos poderes del alto mando de la Luftwaffe para investigar el incidente, lo que le había permitido acceder a toda la información necesaria. Pero esta no le había sacado del callejón sin salida en el que estaba metido.

Había hablado con las estaciones de vigilancia de la costa, ninguna había detectado la presencia de aviones enemigos la tarde del derribo. Se comunicó con todos los mandos de los aeropuertos militares bajo el mando de la Luftflotte V. Ninguno de los vuelos operativos de aquella tarde se había acercado a la zona. Algunos transportes militares habían pasado cerca de la zona de Einbeck, pero era difícil pensar que un transporte derribase a otro. La munición era de un caza.

Todo indicaba que, en algún punto de control de la costa, un avión enemigo había burlado la vigilancia sin ser detectado. O alguien no había hecho bien su trabajo, no se podía descartar aquella opción. Aquello apuntaba a que todo aquel galimatías se debía a la mala suerte: el transporte tuvo la desgracia de toparse con un enemigo en misión secreta, y este lo había derribado para evitar que delatase su presencia.

Pero entonces… ¿Por qué sentía aquella desazón? Se jugaban mucho. Los informes de los espías en Londres indicaban que estos desconocían por completo la existencia de la nueva base antártica, lo que hacía desvanecerse la hipótesis de que los ingleses hubiesen derribado el avión para introducir un espía entre los nuevos miembros de la expedición, que para Max era lo más probable. Descartado el golpe de mano inglés y las pruebas apuntando a un Spitfire como responsable, todo parecía indicar un caso de verdadera mala suerte, pero él no creía en las casualidades y menos de aquella magnitud.

Examinadas todas las posibilidades, había considerado como más probable, y por descabellado que pareciese, que en el nuevo grupo viajaba un espía. Las pruebas le dirían si aliado o interno. Desde ese momento, se había dedicado a investigar a conciencia a los ocho nuevos miembros. Todos ellos parecían limpios, sus historiales eran impecables. Había verificado sus expedientes, confirmado su procedencia, hablado con familiares… Hasta había hablado con profesores de escuelas de alguno de ellos… No había nada extraño.

Pero tenía que haber algo. No quería, no podía creer que todo fuera solo fruto del azar. Quizás eran quienes decían ser y uno de ellos había traicionado a su patria, o bien habían sustituido a uno de ellos por un «doble», y uno no era quien decía ser. Para descartar esto último, había ordenado fotografiar a los expedicionarios y enviado oficiales con sus imágenes a sus casas y trabajos.

Lo único malo era que aquellas verificaciones no llegarían antes del embarque y su partida. Daba lo mismo, mantendría a los ocho bajo una férrea vigilancia. Cuando llegasen las confirmaciones, actuaría en consecuencia. Se jugaban mucho, gran parte del futuro de la guerra dependía de que tuvieran éxito los experimentos de la nueva base, y no pensaba dejar ni un solo cabo suelto.

Sus tripas empezaron a rugir. Apenas había comido el día anterior, así que decidió aparcar sus razonamientos hasta después del desayuno. Recogió los dosieres de encima de una de las sillas y los guardó en su maletín, el cual cerró con una clave de seguridad. Se lavó y aseó, y llamó por teléfono a la recepción.

—Disculpe que la llame. Necesito que prepare dos copiosos desayunos para dentro de unos veinte minutos, y que despierte a mi ayudante. Dígale que en menos de diez minutos lo quiero en mi habitación… Ah, prepare mucho café. Gracias.

Tras colgar, se volvió a tumbar en la cama. Se quedó mirando la mano metálica que había dejado encima del escritorio. Esperó paciente a que Hans llegase, necesitaba de su ayuda para vestirse. Aunque la mayoría de cosas las podía hacer él mismo, ponerse la guerrera y la camisa con una mano no era fácil, y no podía perder tiempo vistiéndose.

Aeropuerto de Fuhlsbüttel, Hamburgo.

Aquella era otra mañana de perros, incluso estaba empezando a nevar. Maximilian y un pelotón del personal terrestre de la Luftwaffe esperaban, a pie de pista, la llegada del vuelo con seis de los sustitutos de los que habían fallecido en Einbeck. A las dos enfermeras las habían trasladado en coche. Hans permanecía a su lado, fumando un pitillo. «No le entiendo, ¿no puede esperar? Se le debe estar congelando la mano», pensó el coronel.

Miró de nuevo su reloj, a duras penas consiguió entrever las manecillas. La luz era casi nula, los focos permanecían apagados para evitar que algún vuelo enemigo localizara la posición del aeropuerto y pudiera bombardearlo. Según logró intuir, aún faltaban cinco minutos para la llegada del avión. Apenas se había bajado de nuevo la manga de su abrigo, un ligero ronroneo empezó a inundar el ambiente. Casi al instante, empezaron a encenderse uno a uno los focos que iluminaban la pista de aterrizaje.

Vieron aproximarse el pesado transporte, balanceándose de un lado a otro. Max observó la bandera indicadora de viento, esta ondeaba con bastante fuerza. Racheaba desde la derecha de la pista, no sería un aterrizaje fácil. Max, como expiloto de combate, observó con expectación profesional la maniobra de aproximación del comandante del aparato. El enorme avión se balanceaba de derecha a izquierda, el piloto trataba de compensar las ráfagas de aire evitando tocar tierra descompensado, lo que significaría un accidente seguro.

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