Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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2En diciembre de 1940 empezó a construirse la base fortificada de submarinos Elbe II, en el Tollerort del puerto de Hamburgo. Los trabajos de construcción finalizaron en marzo de 1941. El búnker disponía de dos muelles de 112 metros de largo por 22,5 metros de ancho, pudiendo albergar cada uno a dos U-Boot. Sus muros tenían un espesor de hasta tres metros, que les permitió resistir hasta el final de la guerra.

3La Batalla de Verdún fue la más larga de la Primera Guerra Mundial y la segunda más sangrienta, tras la Batalla del Somme. En ella se enfrentaron los ejércitos francés y alemán, entre el 21 de febrero y el 19 de diciembre de 1916, alrededor de Verdún, en el nordeste de Francia. El resultado fue un cuarto de millón de muertos y alrededor de medio millón de heridos entre ambos bandos.

4Ernst Bauer fue el verdadero comandante del U-126 en el periodo comprendido entre el 22 de marzo de 1941 al 28 de febrero de 1943.

Capítulo III

DE VIAJE A LA ANTÁRTIDA

22 de noviembre de 1941

El barco se mecía sobre las templadas aguas de la costa occidental de África. La cubierta del Atlantis era un hervidero de marineros atareados. Aquella mañana estaba siendo muy ajetreada, lo que agravaba más aún los nervios de los hombres, que estaban a flor de piel desde el día anterior. Un mal augurio recorría la ya de por sí supersticiosa tripulación. Desde hacía veinticuatro horas, la mala suerte acompañaba a aquel viaje de Freetown a Ciudad del Cabo5.

Uno de los motores de babor había fallado y había reducido la potencia del buque a la mitad. Para más desgracia, el hidroavión de reconocimiento había sufrido un accidente y por tanto, se encontraban ciegos. Su camuflaje como mercante holandés era excelente y quizás consiguieran engañar a cualquier enemigo que se le ocurriese aparecer. Pero en esos momentos, el Atlantis se encontraba repostando combustible al submarino U-126; si aparecía un avión cazasubmarinos o un destructor británico, quedarían delatados y serían presa fácil.

En cubierta, una decena de hombres se apresuraba a conectar las mangueras que nutrirían del valioso petróleo al U-Boot. Las bombas que transferían el preciado líquido de un barco a otro funcionaban a su máxima potencia. Los hombres parecían empujar, con su mirada, aún más al negro líquido. Querían acabar cuanto antes para que el sumergible desapareciese de nuevo bajo las azules aguas del Atlántico. Pero el tiempo no parecía transcurrir y la aguja de los depósitos no parecía moverse.

Peor aún lo tenían los maquinistas. El día era caluroso y húmedo, la temperatura en la zona de calderas era cercana a los cincuenta grados y los ingenieros tenían un duro trabajo por delante. Se encontraban cambiando uno de los pistones del motor de babor, el sudor los empapaba de arriba abajo, incrustándoseles en las cuencas de los ojos e impidiéndoles, muchas veces, ver con claridad lo que hacían. La presión por la urgencia de la reparación les hacía trabajar con prisa, y esta es mala consejera.

Parte de la tripulación del U-126 había subido a bordo para tomar una ducha reconfortante, que no habían podido tomar desde hacía semanas, al estar enclaustrados en el asfixiante submarino. Entre los que habían pedido permiso se encontraban dos mujeres, una de ellas de gran belleza. La mayor parte de los hombres del Atlantis, que llevaban un buen número de semanas sin poder desembarcar, celebraron la visita de ambas damas. El capitán del buque corsario, Bernhard Rogge, tuvo incluso que poner una guardia a la entrada de las duchas por el revuelo que había causado su visita y para prevenir actos indecorosos de su tripulación.

Rogge se encontraba controlando todas las maniobras desde el puente de mando. Aunque no lo mostraba, él también estaba muy preocupado. Desde que había comandado la nave, aquel había sido uno de los momentos en los que se habían visto más vulnerables. Había algo en aquella situación que no le gustaba nada, también tenía un mal presagio. Aquel presentimiento no tardó en materializarse.

—¡Buque a estribor! —chilló uno de los vigías.

Rogge dirigió su mirada hacia el marinero, descolgó sus prismáticos y miró en la dirección que señalaba su hombre. Divisó tres chimeneas en el horizonte, parecían de un navío de la clase London. Su buena vista no le engañó, se trataba del crucero pesado HMS Devonshire, y este había puesto su proa en dirección hacia ellos.

—¿Capitán? —le inquirió el segundo de a bordo, quien miraba angustiado el avance del enemigo y estaba ansioso por recibir las órdenes que les sacasen de aquel atolladero.

El capitán dudó unos instantes. Volvió a mirar un par de veces por sus prismáticos y oteó el cielo. Él no era supersticioso, pero desde luego, si algo podía ir mal, iba peor. Había detectado en el cielo un hidroavión de reconocimiento. Las pocas posibilidades que tenían de engañar al enemigo se acababan de esfumar. Pero no se dio por vencido y reaccionó como el capitán experimentado que era.

—¿De cuántos nudos de potencia disponemos? —preguntó a su segundo.

—Solo de catorce, mi capitán —le respondió este.

—No son suficientes para huir… ¡Que desconecten las mangueras y viren el barco a babor! ¡Rápido!

—Pero… mi capitán… eso ofrecerá la popa a los ingleses…

—¡Obedezca!

No quería ser brusco, pero no había tiempo para explicaciones. Lo que trataba de conseguir el viejo marino era ocultar al avión enemigo la existencia del submarino. Para ello, quería usar la enorme masa de su buque como pantalla. Si el avión avistaba el sumergible estarían muertos, sabrían que eran alemanes. La nave giró de forma lenta, siguiendo las instrucciones de Rogge, quien rezaba para que su truco tuviera éxito.

Envíen la señal identificativa de que somos el Polyphemus6.

Pero la suerte había abandonado al Atlantis. Al retirar a toda prisa las mangueras, parte del petróleo se vertió al mar, dejando un reguero negro sobre las tranquilas aguas del Atlántico, que alertó al hidroavión y le hizo sospechar de la existencia del U-Boot. Por si no habían tenido suficientes desgracias, el operador de radio envió un mensaje identificativo erróneo. La identificación debía estar precedida de cuatro R, y solo se enviaron tres.

El comandante británico, informado de todos estos hechos, sospechó de la identidad del Polyphemus y lanzó dos andanadas de advertencia, manteniéndose a cierta distancia mientras trataba de confirmar la veracidad de la nacionalidad del barco que tenía delante. Las dos explosiones resonaron muy fuerte, alertando a Gertrud y Anke de que algo grave sucedía. Terminaron de vestirse a toda prisa y subieron a cubierta.

Ambas se asustaron al ver el buque inglés y se quedaron paralizadas unos instantes. Reaccionaron al ver a uno de los oficiales del U-126 al cual abordaron, tratando de saber qué ocurría y qué hacer.

—¿Qué ocurre, teniente? —quiso saber una aterrada Anke.

—¿Usted qué cree? ¡Nos atacan! —dijo de forma brusca. Esta vez el hombre, que con anterioridad había tratado de seducirla, se había olvidado de su belleza. El miedo estaba ocupando por completo su mente.

—Pero debemos volver al submarino… —le dijo Gertrud.

—Ya no es posible. Se han sumergido. Pónganse a resguardo, pero no muy lejos, por si hemos de abandonar la nave.

Las dos se introdujeron en las entrañas del barco por una escotilla. Se quedaron observando el exterior, sin atreverse a adentrarse en el interior, por si tenían que huir.

—Será mejor que nos quitemos las botas y todo lo superfluo, Gertrud.

—¿Para qué quieres que me quite las botas?

—Si tenemos que saltar al agua, las botas te pueden arrastrar al fondo. Y si esto se pone feo… no tendremos mucho tiempo para huir.

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