Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Gertrud obedeció e imitó a su compañera, desatándose las botas de seguridad que les habían proporcionado en el submarino y dejándolas un peldaño por debajo de donde estaban. De repente, el ruido proveniente de la sala de máquinas reverberó por todo el casco. Anke tuvo que sujetarse a la barandilla para no caer cuando el buque hizo un brusco viraje.

—Pero ¿qué demonios están haciendo? —protestó la exuberante rubia.

No podían saber qué sucedía, pero el capitán era consciente de que su única oportunidad era acercarse a los británicos con toda la potencia de la que disponía. Su subterfugio de hacerse pasar por un mercante no iba a funcionar: el hidroavión había visto al U-Boot y eso les delataba. Rogge quedó desconcertado, en un principio, por la pasividad del enemigo, pero no dudó en actuar y trató de aprovechar aquella calma para sacar ventaja.

Pero la estratagema no funcionó. El crucero británico empezó a abrir fuego. De las primeras andanadas, dos les acertaron de lleno. Las tremendas explosiones sacudieron el barco como si fuera de papel. La segunda lanzó a las dos amigas escaleras abajo. Gertrud se dio un buen golpe en la cabeza y Anke, en su hombro izquierdo. Pero ambas lograron incorporarse de nuevo.

El humo empezó a extenderse por el interior y los camarotes. Era obvio que se habían iniciado incendios abordo, aquello pintaba mal. Los gritos de los marineros se empezaron a oír por el barco, en un intento de controlar los fuegos. Los quejidos de los heridos les llegaron desde la cubierta. Anke y Gertrud se lanzaron escaleras arriba para auxiliarlos. Pero nuevas detonaciones les impidieron llegar hasta ellos. Un marinero, lleno de grasa, les advirtió que abandonaran el barco.

—¡Vamos, señoras! ¡Hay que abandonar el barco!

—Pero… ¿a dónde vamos?

—A los botes…

El marinero ya les llevaba varios peldaños de ventaja cuando comprobó que no le seguían.

—¡No se queden ahí! ¡El capitán va a volar el barco! ¡Vamos!

Ya no hubo más dudas y los tres se lanzaron hacia el exterior. La escotilla daba a la proa, allí los cañonazos ingleses habían sido devastadores. Ya no existía el pequeño cañón camuflado bajo una lona; en su lugar, un enorme boquete permitía ver la cubierta inferior. De él salían enormes llamaradas y espeluznantes alaridos.

El marinero les pidió a ambas que le siguieran y permanecieran lo más pegadas posibles a la pared inferior del puente de mando. Trataba de llegar a la parte de estribor, la más resguardada de los ataques del crucero. Allí estarían arriando los botes salvavidas del Atlantis. El joven soldado no se había equivocado: unas cuantas barcas ya se alejaban del moribundo navío y la última, al parecer, se había quedado encasquillada y a medio descender.

Por una puerta del costado del barco salió a todo correr el capitán y su segundo. El hombre se dio cuenta de su presencia por pura casualidad y les gritó, advirtiéndoles:

—¡salten! ¡por dios, salten! ¡esto va a estallar en un par de minutos! ¡no hay tiempo!

Ambos hombres desaparecieron al instante al saltar por la borda. El marinero se giró de nuevo hacia ellas y les pidió que saltaran y nadaran, lo más rápido posible, alejándose del barco. Cuando estallara, no tardaría en hundirse y si no estaban a buena distancia, el mar los engulliría junto a los restos del buque.

Ambas asintieron en señal de que habían comprendido. Los tres se acercaron al borde de la barandilla y el chico les dio una última lección. Tirarse al mar, cayendo de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho. Las dos mujeres se miraron y saltaron por la borda, tal y como les había dicho. El marinero las siguió.

Solas en el mar.

Las cálidas aguas del golfo de Guinea recogieron sin lastimar los asustados cuerpos de los tres pasajeros. El pánico dominó en un principio a Gertrud, cuando por el enorme impulso, se sumergió un buen puñado de metros en el interior del océano. Por unos instantes creyó que no saldría de esa, que no se detendría y que llegaría hasta el fondo marino, donde reposaría para siempre junto a los restos del Atlantis

Pero su descenso a las profundidades paró y el agua salada volvió a arrojarla hacia la superficie. Durante tres o cuatro veces, volvió a sumergirse para volver a sacar la cabeza fuera del mar. Tragó gran cantidad de agua y el desagradable sabor de la sal, mezclado con el del yodo marino, inundó su boca. Por su parte, el oleaje también contribuyó, a su vez, a que casi se ahogase.

Por suerte, allí estaba Anke, que la sujetó por detrás, tal y como le habían enseñado en las clases de natación de su escuela. Tiró de ella en dirección opuesta al barco, tratando de alejarse, tal y como les habían advertido, pero Gertrud aún estaba desorientada y se resistía. Por suerte para ambas.

A los pocos segundos, el Atlantis sufrió una enorme sacudida seguida de una enorme explosión. El buque pareció levantarse un par de metros en el aire para volver a descender bruscamente. Varios centenares de fragmentos salieron disparados por el aire. Uno de ellos, un buen trozo de mampara de pesado acero, cayó justo a unos diez metros de donde se encontraban ambas mujeres. Si hubieran nadado más deprisa, no lo habrían contado.

Por fortuna, ningún cascote las alcanzó, solo les cayó encima un poco de ceniza y algunos trozos de corcho de uno de los salvavidas. Tras la primera conmoción, Anke se giró y comprobó cómo el barco empezaba a escorarse y a ser engullido por el insaciable dios Poseidón. Tenían que alejarse más, no sabía si aquella era distancia suficiente para no ser arrastradas por el remolino que se iba a formar.

—¡Gert... rud!, tuff —decía escupiendo el agua que le entraba en la boca. Hemos... de alejar… tuff... nos de aquí.

—Pued... puff… o nad… puff… ar. —Le señaló con el brazo que ya estaba bien y que la podía soltar.

Ambas nadaron lo más rápido posible. Anke, más joven y atlética que Gertrud, se adelantaba a su amiga con facilidad, pero cuando conseguía unos metros de distancia, se giraba para verla e infundirle ánimos. Así, estuvieron unos minutos que les parecieron eternos. Cuando se sintieron seguras, se dieron media vuelta y pudieron ver cómo desaparecía la última parte visible del Atlantis.

No tardaron mucho en tomar conciencia de su situación. Estaban en mitad del océano, sin salvavidas y sin saber qué hacer. Gertrud empezó a mirar en todas direcciones.

—¿Qué haces, Gertrud? —preguntó Anke, molesta—. Así, lo único que vas a conseguir es cansarte antes e irte para bajo como un ladrillo —trató de explicarle.

—Si nos quedamos sin hacer nada, sí que estamos muertas. —La miró con sus también desafiantes ojos azules—. Hay que localizar a uno de los botes o al barco inglés. Al menos, tenemos que encontrar un trozo de madera o algo así.

—Está bien, está bien —cedió.

Ambas pasaron un buen rato oteando el horizonte, pero a los únicos que podían ver era a los británicos. Se resignaron a su destino y empezaron a hacer aspavientos con los brazos, tratando de llamar su atención. También gritaban, pero era inútil, el maldito barco no paraba de hacer aullar su sirena, suponían que estaban celebrando aquella victoria.

—¡Mierda! Es imposible que no nos vean, están muy cerca. ¿Por qué no nos recogen esos mal nacidos? ¿Tan inhumanos son? —se lamentaba Anke

—No —le respondió una resignada Gertrud—. Han visto al submarino, para recogernos habrían de parar motores y se convertirían en un blanco fácil. El capitán solo mantiene a su tripulación a salvo. No nos recogerán, nos abandonan a nuestra suerte.

Casi como si hubieran sido palabras proféticas, los ingleses empezaron a alejarse del lugar, que se sumió en un profundo silencio. Tampoco había rastro alguno del U-126. Pero Dios aún no las había abandonado. Flotando, como por casualidad, un buen trozo de madera golpeó a Anke en la espalda. Aquel pedazo de cubierta les daba esperanzas de sobrevivir.

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