Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Ambas estaban temblando, más por miedo que por frío, estaban en el ecuador terrestre y la temperatura era más que agradable. Las arroparon con varias chaquetas y con algún jersey, y dieron de beber a sus resquebrajados labios, llenos de salitre. Tardaron un tiempo considerable en reponerse; cuando lo hicieron, contaron su odisea y el milagro que era el seguir vivas. Ninguna de las dos habló del marinero sacrificado como cebo, eso sería un secreto que se llevarían a la tumba; ambas sellaron su pacto con una mirada. Su secreto reposaba ahora en las tripas de un escualo.

—Han tenido una sangre fría admirable —comentó, impresionado por su historia, el oficial de máquinas del Atlantis.

—Supervivencia, solo supervivencia. No sé ni cómo seguimos con vida —dijo Anke.

—¿Cómo supieron dónde estábamos?

—Por los tiburones —dijo uno de los marineros del malogrado barco—. Es irónico, ¿no? Cuando los vimos, supusimos que habían olido víctimas. Remamos con toda nuestra alma en dirección a las aletas, por si encontrábamos a más compañeros con vida.

—Y así ha sido, nos han salvado. Gracias, les debemos la vida — agradeció Anke.

—No a todos. Al pobre chico… —le contradijo el maquinista.

—Sí… no tuvo oportunidad alguna… Estaba herido, ¿saben? —les narró Gertrud—. Debieron oler su sangre, leí en algún sitio que esos malditos la huelen a kilómetros de distancia. Fue al primero que atacaron y nosotras no pudimos… no supimos… —se le entrecortó la voz.

—…ayudarle. Nadamos lo más deprisa que pudimos para alejarnos de allí, mientras… mientras se lo… —se puso a llorar Anke, fingiendo. No se arrepentía de su decisión, había sido cuestión de vida o muerte.

—Está bien, está bien. No podían hacer nada —trató de calmarla cogiéndole los hombros con un brazo—. Estaba condenado y nosotros no llegamos a tiempo. Nadie pudo hacer nada.

Se quedaron todos en silencio bajo un sol que empezaba a apretar con dureza. Improvisaron gorras con camisetas y algún pañuelo, no querían coger una insolación. Luego, llegó la larga espera. Hablaron de qué hacer, la costa no estaría muy lejos, al este de su posición. Pero llegarían a terreno desconocido y no sabían a qué se enfrentarían en tierra. El oficial de máquinas les pidió que tuvieran paciencia y que permanecieran en los alrededores del naufragio.

Aquello no gustó a nadie. «¿Esperar allí en medio del océano? ¡Era de locos!», argumentaban. El oficial trató de explicarles la forma de operar del submarino. Primero permanecería escondido, reposando en el fondo del mar, al menos un par de horas o tres. Cuando estuvieran seguros de que no había peligro, subirían a nivel de periscopio y tratarían de localizar a los supervivientes. Había pasado poco más de una hora, aún era pronto, trataba de convencerlos.

Uno de los jóvenes soldados, un tal Beich, se estaba poniendo bastante terco con la idea de ir a tierra de forma inmediata. El oficial hizo valer sus galones y le obligó a obedecer, bajo la amenaza de declararlo en rebeldía y echarlo por la borda. Gertrud no supo con seguridad si hablaba en serio, pero la realidad es que el muchacho sí lo hizo y dejó de protestar.

Al final, el maquinista tenía razón. Cuando casi habían transcurrido unas tres horas, en el lado de babor emergió, de súbito, la negra silueta del U-126. Estaban salvados, no caerían prisioneros, seguían siendo libres. Los subieron a bordo unos treinta minutos después. Comprobaron que gran parte de la tripulación del Atlantis se apelotonaba en los pasillos del ya de por sí pequeño submarino.

Max se interesó de inmediato por su estado. Él había permanecido en el sumergible, al contrario que las dos damas y tres oficiales del U-Boot, quienes habían conseguido permiso para subir al Atlantis mientras este los repostaba. «Sobre todo, se interesa por cómo se encuentra Anke», pensó Gertrud. Pero eso era lo de menos, pensaba meterse en el camarote y no despertar hasta llegar a destino.

Final de trayecto

Tardaron aún en retomar la misión, prioritaria para el Reich. No podían continuar con semejante carga de pasajeros, menos aún sabiendo cuál era su objetivo. Parte de los rescatados se remolcarían en los botes salvavidas, pero aquella era una medida provisional. No podían abandonar la misión principal bajo ningún concepto. Max y el capitán Bauer acordaron lanzar un mensaje de aviso mediante Enigma7 para que les concertaran un encuentro con otro de sus buques en la zona.

Para llegar a Nueva Suabia necesitaban completar la carga de combustible, el ataque del crucero inglés les había interrumpido en mitad de la maniobra. De paso, transferirían los marineros supervivientes al barco nodriza, pudiendo continuar así su travesía. A Max no le quedó más que aceptar, su medio era el aire, no el agua. Tendría que confiar en la indudable profesionalidad de Bauer y tampoco iban a perder tanto tiempo: tres o cuatro días a lo sumo.

Y así ocurrió. A los cinco días, el U-126 emergió para encontrarse con el buque de suministros Python. Esa vez, la suerte les acompañó y pudieron repostar sin ningún sobresalto, tras lo que no demoraron más la reanudación de su viaje.

5Los hechos y personajes que se describen a continuación sobre el barco corsario Atlantis, a excepción de la participación del U-126, son reales y sucedieron tal y como se narran. Los diálogos también son ficción.

6Mercante holandés.

7Máquina Enigma: Era una máquina de encriptado rotatorio de mensajes que los nazis utilizaron durante la II Guerra Mundial. Consistía en un dispositivo electromecánico, muy parecida a una máquina de escribir, donde el engranaje mecánico formado por las teclas hacían a la vez de interruptores eléctricos. La facilidad de manejo y supuesta inviolabilidad fueron las principales razones para su amplio uso. Su sistema de cifrado fue finalmente descubierto, hecho que acortó la guerra al menos en un año.

Capítulo IV

LA ANTÁRTIDA

A las puertas de Nueva Berlín.

Llevaban casi un mes encerrados en aquella maldita lata de sardinas y los nervios estaban a flor de piel entre los pasajeros especiales del sumergible. No sabían a dónde iban, ni por cuánto tiempo. Lo que sí podían intuir era que estaban muy lejos de casa: ya se habían cumplido dos meses desde su partida de Hamburgo. El comportamiento de los civiles había sido bastante aceptable; el de la marinería, no tanto. Tal y como había supuesto el segundo de abordo, habían surgido unos cuantos incidentes entre los hombres y las dos mujeres.

No había sido nada serio, un par de groserías y una palmada en el culo de Anke, pero los castigos impuestos por parte de Bauer habían sido muy duros. Era consciente de que si no atajaba con firmeza aquellos comportamientos, los marineros dejarían de respetarle. Conviviendo en un espacio tan reducido y claustrofóbico como aquel y durante tanto tiempo, sería la perdición de su nave. Y eso no lo podía permitir.

Los civiles estaban más preocupados en hacer conjeturas y cábalas de adónde se dirigían que por el culo respingón de la enfermera. Su destino se había vuelto el principal tema de conversación entre los pasajeros. Cuando el frío intenso en el interior del navío se hizo constante, las habladurías se intensificaron.

—¿Usted qué cree, señor Müller? ¿A dónde vamos? —quiso saber Ernst Schneider, uno de los jóvenes mineros.

Dieter Müller y los otros tres mineros se encontraban en la pequeña sala que hacía las funciones de comedor: era tan pequeña que ya no podía entrar nadie más. Estaban en su turno de comida y solo les quedaban cinco minutos para dejar sitio libre al siguiente grupo de hombres. Dieter permaneció en silencio, jugueteando con su taza de café, lo que puso nervioso al chico. Weber trató de romper aquella incómoda situación.

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