Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Max, que estaba en la cubierta del submarino junto a Bauer supervisando el desembarco, se dio cuenta de ello. Aquellos hombres no se habían sorprendido. ¿Acaso habían sabido desde el principio dónde se dirigían? ¿Era posible? ¿A qué se debía su reacción? Todas aquellas preguntas sin respuestas le generaron una gran inquietud. Quizás estaba paranoico y veía fantasmas donde no los había.

Llegó el turno de las dos mujeres. Iban envueltas en unos gruesos abrigos y con unos gorros de piel forrados de lana echada, que hacían que a duras penas se las pudiera distinguir. Anke sonrió a von Mansfeld al pasar a su lado. Este se sonrojó, de tal manera que creía que era capaz de fundir el hielo que se le estaba pegando a la barba y a las cejas.

Bauer, un auténtico zorro, se dio cuenta de la reacción de su camarada y sonrió, propinándole un par de palmadas en la espalda y soltando una pequeña broma.

—Vaya, vaya, herr Mansfeld. Tiene un buen motivo para alegrarse de estar aquí. Un buen motivo, sí señor —repitió, mirando el contoneante andar de Anke.

—¡Oh, venga, vamos! —se quejó, ante lo que Bauer soltó una enorme carcajada.

—Suerte —le ofreció su mano el capitán del U-126.

—¿Nos despedimos ya? ¿No van a…? —Se entristeció.

—No. Tenemos órdenes directas de Dönitz de repostar de inmediato y regresar. No descarte volver a verme. Quizás hagamos este trayecto más a menudo. Supongo que en el Cuartel General querrán tener controlado a todo aquel que conozca la existencia de este lugar, y eso implica no usar a demasiadas tripulaciones para estas misiones. Pero ya veremos. Es lo mejor, no llevo ni una hora aquí y ya tengo los huevos congelados. No me iría mal una misión por el Caribe —se rio.

—Cuídese, cuídese mucho.

—Lo haré, se lo prometo. —Ambos hombres se saludaron al estilo militar y luego se dieron un fuerte abrazo.

Capítulo V

NUEVA BERLIN

En Nueva Berlín

Una escolta de diez soldados, comandados por un teniente, los esperaba en el muelle de madera. Vestían los típicos forros y pantalones polares blancos, aunque un poco más gruesos que los de las tropas alpinas, según apreciaba Max. Sus rostros se encontraban enfundados en gruesos pasamontañas y gafas de sol, que hacían imposible distinguir las facciones de sus rostros. El teniente se acercó al coronel y tras las debidas formalidades, condujeron al grupo hacia las casas de madera de lo que parecía el puesto ballenero.

Avanzaban con dificultad, sus botas se hundían casi por completo en el suelo nevado, a pesar de que los soldados habían practicado un camino a través de la espesa capa de nieve. A medida que avanzaban, Max trataba de localizar la entrada a la base, pero no era capaz de verla. Suponía que estaría camuflada de blanco y en aquel paraje desolado, sería imposible distinguirla.

A pocos metros del pequeño complejo de edificios y bajo un frío mortal, seguía sin ver nada que hiciese pensar que allí había una base secreta. La primera impresión que daba el conjunto era de un puesto pesquero medio abandonado. Se veían arpones y algunas focas muertas apiladas en la esquina de uno de los edificios. A su derecha se podía apreciar un conjunto de redes y varios contenedores típicos para transportar conservas.

Pasaron al lado del barracón más grande que por su forma, daba la impresión de ser el almacén de los aparejos. Max lo confirmó, echando una ojeada a través de una de las ventanas. Y en efecto, allí dentro solo pudo distinguir utensilios para la caza de ballenas, más redes y una especie de barca de madera. Nada anómalo.

El teniente señaló con el dedo a Max la penúltima casa de madera, de cuya chimenea salía un pequeño penacho de humo. El oficial le estaba indicando que no se molestase en escrutar los edificios, que su destino era aquella destartalada cabaña. Max asintió con la cabeza. No creía que ninguno de aquellos edificios albergase la entrada al complejo, era imposible. Según calculaba, su entrada debía ser enorme, ya que se iban a probar diferentes prototipos e ingenios aéreos. «No, la entrada al complejo no debía estar allí», pensó.

Llegaron al edificio que le había señalado el oficial y accedieron a su interior. La primera sensación que no esperaba von Mansfeld fue la temperatura, muy reconfortante. Una vez superada la primera impresión, se fijó en que la cabaña estaba hueca y que sus paredes eran de un grueso hormigón. El revestimiento exterior de madera era un excelente camuflaje, ni siquiera él había notado nada anómalo.

Se encontraban sobre una pequeña repisa metálica situada a unos seis o siete metros del suelo. A su izquierda, había una escalera que llevaba a un piso inferior, mucho mayor que la superficie aparente de la supuesta cabaña. La actividad en aquel sótano era frenética. Habría no menos de unas cincuenta personas, entre soldados y lo que parecía personal administrativo. Pudo distinguir puestos de operadores de radio, oficiales médicos, mesas y archivadores para oficinistas…

Un comandante de la Luftwaffe se acercó a saludarles y les invitó, de forma amable, a bajar al complejo. Todos ellos, incluidos su escolta, agradecieron poder entrar un poco en calor y desprenderse de sus pesados abrigos.

—Meine Damen und Herren, bienvenidos a Nueva Berlín. Les estábamos esperando —les dijo con gran solemnidad, invitándoles a que observaran aquel despliegue de ingeniería, trabajo y eficiencia alemana.

—¿Esto es el complejo, comandante? —quiso saber Max.

—No, mi coronel, esto es solo un pequeño sector. Digamos que es el lugar de entrada y bienvenida a Nueva Berlín. Pero no se preocupe, tras los trámites administrativos, les llevaremos de inmediato al auténtico corazón de la base.

Von Mansfeld asintió y siguió al oficial. Los nuevos colonos tuvieron que pasar por el chequeo de documentación. Se les tomaron las huellas dactilares y crearon nuevas fichas de seguridad. A todos y cada uno de los miembros de la expedición se les registró, a ellos y a sus pertenencias, de forma concienzuda, incluido Egbert, quien se indignó y enojó de forma airada. Von Mansfeld quedó muy satisfecho al ver que los que iban a ser sus hombres no se amedrentaban por los improperios del gestapo.

Les explicaron que debían ir siempre con los pases de seguridad visibles y que en función de su nivel de seguridad, tendrían ciertas zonas restringidas. Saltarse las normas y ser descubierto en un área prohibida conllevaba la condena a ser fusilado. Tras una breve charla, les condujeron hacia los oficiales médicos que habían visto al entrar. Al parecer, les esperaban a ellos.

—Bien. Deberán dejar aquí todos sus efectos personales —les pidió uno de los matasanos—. Se les entregarán más adelante. Van a pasar un reconocimiento médico; si no observamos nada anómalo, podrán acceder al complejo. Si están enfermos, deberán pasar una cuarentena. Tras el reconocimiento, se les proporcionará su correspondiente indumentaria.

El teniente les invitó a pasar a una u otra sala, en función de su sexo. Rudolph se situó, sonriente, al lado del teniente. Estaba satisfecho por las medidas de seguridad, eran meticulosos y eso le ahorraría mucho trabajo. Solo debería estar con los oídos bien abiertos para detectar cualquier posible enemigo del partido.

—Usted también, herr Egbert.

—¿Cómo? —No entendía muy bien a qué se refería el militar.

—Usted también ha de entrar y pasar el reconocimiento.

—¿Cómo se atreve? —se enfureció Rudolph—. ¡Soy un miembro de la Gestapo!

—Por mí, como si es usted el hijo de Himmler —le replicó, cogiéndole del brazo y llevándole hacia la sala de los hombres.

El aturdido gestapo se tuvo que desnudar, al igual que el resto, y someterse a un examen minucioso de todos los rincones de su cuerpo. El enfermero que procedió a realizarle el examen anal para verificar que no escondía objeto alguno, lo hizo con brusquedad a un guiño del teniente. La humillación que sintió Rudolph fue atroz, y juró vengarse y destruir a aquellos dos cerdos.

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