Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Les sacaron sangre y la examinaron concienzudamente. Les explicaron que, debido a las duras condiciones ambientales, era vital detectar las enfermedades en sus primeros estadios. Un simple catarro se convertía, en un abrir y cerrar de ojos, en una peligrosa pulmonía, y los medicamentos eran un bien escaso en aquellas latitudes, no se podían reponer con facilidad estando a miles de kilómetros de casa.

Una vez pasado el chequeo, se les dio instrucciones médicas para prevenir pulmonías y congelaciones de los miembros. Se recomendaba usar guantes en todo momento para evitar perder parte de la piel si se tocaba algo metálico y extremadamente frío. Las salidas al exterior estaban prohibidas sin supervisión, más por el riesgo de congelación que porque se temiese una posible huida. ¿A dónde iba a ir nadie en aquel páramo helado?

El comandante les informó de que el general Albert Eisenberg, comandante en jefe de Nueva Berlín, entendía que el viaje había sido duro y agotador, y había ordenado que se les concediesen cuarenta y ocho horas de permiso, lo que fue muy bien recibido por los recién llegados.

Había llegado la hora de transportarlos al complejo principal de la base y se les condujo por un pasillo enorme, cuya entrada era custodiada por una doble puerta de acero de no menos de medio metro de grosor cada una. A medida que se adentraban en aquel bien iluminado túnel, la calidez de la sala anterior se fue difuminando. El túnel tenía un ligero desnivel, por lo que era obvio que se estaban adentrando en las entrañas de la Antártida.

Tras caminar unos cuantos metros, las paredes de hormigón se convirtieron en muros de hielo y el frío se hizo más insoportable, si cabe, que en la superficie. A Max le daba la sensación de estar metido en un congelador gigante. Como buen militar, no pudo dejar de fijarse en la madeja de cableado que discurría por el techo y que, de vez en cuando, uno de esos filamentos se embutía en la pared de hielo. «Todo el complejo está minado», no le cupo la más mínima duda.

Unos veinte metros después, el pasadizo desembocó en lo que parecía una estación de metro, aunque más austera y con una sola vía. Esta estaba excavada en la roca viva y sus paredes rezumaban humedad. Un pequeño tren con vagones de hierro, como los que se utilizaban en las minas, les esperaba. El comandante les invitó a subir y se despidió del coronel; él se quedaba en el complejo de acceso. El segundo de von Mansfeld, el mayor Peter Ehrlichmann, ya les estaba esperando y sería su cicerón en la base.

El trayecto en el «metro» de Nueva Suabia lo hicieron en silencio. Solo se oía el traquetear de los pesados vagones resonando a lo largo del estrecho y poco iluminado túnel. El frío seguía siendo de mil demonios y el pasar tan cerca de las congeladas y húmedas paredes de roca lo hacía peor aún. Max iba sentado en la primera vagoneta, justo tras la pequeña locomotora. Esa vez no pudo esquivar, tal y como había hecho con éxito en el claustrofóbico U-Boot, la presencia de la comadreja de Rudolph.

El gestapo había insistido en ir junto a él. No quería ir detrás y dar la impresión de ser alguien sin importancia. Pero para fortuna del coronel, Rudolph estaba demasiado nervioso por ver la base que les llevaría a la victoria final como para tratar de mantener una conversación. «Era como un pequeño Himmler a punto de recibir un nuevo instrumento de tortura», pensó Max con un humor demasiado negro, lo cual se reprochó.

Por fin, tras un poco más de media hora de tortuoso viaje, rebotando en sus duros asientos de madera y a una velocidad exasperante para von Mansfeld por lenta, una potente luz blanca les anunció que llegaban a su destino. Las vías desembocaron en una gruta enorme, tanto en amplitud como en altura. La locomotora se paró en un andén apartado, a la izquierda de lo que parecía una verdadera estación de ferrocarril. Max y Rudolph miraban aquel espectáculo sin poder creerlo. Era soberbio.

Von Mansfeld observaba, abrumado desde el andén, la ciudad polar del Führer, viendo sin poder creer aún las imágenes que se agolpaban en su retina. Paseó su mirada por cada uno de los rincones de aquella inmensa sala subterránea. Una docena de grúas, mayores que las que se podían encontrar en el puerto de Hamburgo, colgaban inertes de la bóveda sobre la playa de vías. Grandes plataformas esperaban transportar los ingenios voladores de la Luftwaffe.

Max siguió el curso del río de acero que formaban los raíles, hasta observar las enormes compuertas de acero que, sin lugar a dudas, los separaban del gélido exterior. Estas estaban abiertas, y cientos de operarios iban de un lado a otro sin preocuparse lo más mínimo por los recién llegados. De repente, tras unos vagones de mercancías, empezó a aparecer una pequeña locomotora que se dirigía al exterior del complejo. El convoy se fue mostrando poco a poco y Max, al igual que el resto de los nuevos colonos, se quedó atónito. Delante de ellos estaba apareciendo una de las Wunderwaffen que el Führer había prometido a su pueblo y que les harían ser los dueños del mundo.

—Es un prototipo de la V1, mi coronel —le explicó una voz a su izquierda.

Max se giró y observó a su interlocutor. Por sus galones, pudo observar que se trataba de un mayor de la Luftwaffe. Sin lugar a dudas se trataba de Ehrlichmann, su segundo.

—Ehrlichmann, supongo —el oficial asintió—. Así que es cierto, existen las armas milagrosas —dijo aún sin creérselo—. ¿Qué es? ¿Un prototipo de avión?

—No, mi coronel. En verdad, la llamamos «bomba volante», es una especie de… —Se quedó pensativo tratando de encontrar las palabras—. Bomba teledirigida, se podría decir.

—Sí, pero digamos que aún no es tan «maravillosa» como desearíamos —intervino en la conversación un hombre, que ni era militar ni vestía como tal.

—¿Y usted es…? —quiso saber Max.

—Oh, disculpe mi descortesía, coronel. Soy el profesor Frederick Kähler, ingeniero jefe del laboratorio de las V1.

—Entiendo. Pero profesor… Si es una bomba… ¿Por qué tiene una carlinga? —quiso saber.

—El sistema de guía falla. El ingenio, tras volar unas decenas de metros, se descompensa, pierde el rumbo y se estrella. Necesitamos que alguien monte en la bomba y nos «aporte» datos para tratar de corregir los fallos del sistema.

Max no daba crédito a lo que oía. ¿Montaban a pilotos en esas bombas? ¿Estaban locos? ¿Y quién iba a ser tan imbécil de aceptar una misión que implicaba una muerte casi segura? No entendía nada.

—¿Me está diciendo, profesor, que estamos sacrificando pilotos de la Luftwaffe en esas bombas infernales? —preguntó con la cara desencajada.

—Bueno… Pilotos mueren, sí, es arriesgado… es indudable…Pero no de la Luftwaffe… Bueno, creía que… usted, bueno… —balbuceó el profesor.

—Judíos, polacos, checos… mi coronel. Nos los traen de todos los territorios ocupados… —dijo el mayor—. Ordenes de herr Goering —trató de justificarse.

—Nos han asegurado que todos los que nos envían son criminales y enemigos del Reich, mi coronel —siguió con las excusas el profesor Kähler—. Ningún inocente. Además, el comandante en jefe les condona la pena capital por la de prisión en Alemania, ejem, si sobreviven… claro —siguió carraspeando—, a tres vuelos…

La ira empezó a crecer en el interior de Max. Él, al contrario que esos degenerados nazis, no tenía nada en contra de los judíos. Incluso uno de sus mecánicos en los campos de batalla de Francia durante la Gran Guerra era de aquella religión. Aquello era inaceptable. Aunque fuesen prisioneros y criminales, si alguien conservaba en su interior un mínimo de honor, no podía aceptar aquello bajo ningún concepto.

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