Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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—¿Envenenamiento? ¿Está insinuando que lo han asesinado? —aquello no tenía sentido para Gottlieb.

—No tiene por qué. Aquí se trabaja con muchos materiales peligrosos, quizás una partida de comida se contaminase con algún elemento nocivo.

—Lo dudo, coronel. No hay vómitos, y el tratamiento de los víveres es meticuloso y… —La mirada dura y fría de Max le dejó claro que von Mansfeld estaba tratando de ser amable, pero que su solicitud no era una sugerencia, era una orden—. No se preocupe, haré un análisis exhaustivo, aunque me lleve toda la noche —le confirmó, malhumorado por no poder volver a su cama—. Mañana por la mañana le presentaré el informe preliminar.

—Gracias, Gottlieb. No he dudado ni un instante de que iba a ser así —le dio un par de palmadas en el hombro al médico y le indicó a su ayudante que lo acompañase de nuevo a su habitación.

Max y Ehrlichmann intercambiaron sus pareceres sobre el caso y descubrió que su ayudante también tenía la misma intuición que él. Tenía instinto. Al parecer, su padre y su abuelo habían empezado una saga de policías en Núremberg desde la época de los káiser, y el mayor había seguido la tradición familiar hasta su ingreso en el ejército, al estallar la guerra.

Al parecer, un tío suyo bien posicionado en el partido le había conseguido colocar en los servicios de seguridad de la Luftwaffe y evitarle así que fuese a primera línea del frente. En esos momentos, a Max le importaban bien poco los motivos por los que estaba allí. Parecía un ayudante competente, inteligente y lo más importante: con instinto policial.

—¿Qué sabemos del muerto? —preguntó von Mansfeld mientras caminaban.

—Soldado Hirsch, asignado al cuerpo de tierra de la Luftwaffe. Tercer pelotón de la primera compañía. Llevaba aquí… un año y dos meses —encontró en el expediente que sostenía en su mano.

—¿Algo reseñable? ¿Enemigos personales? ¿Juego? ¿Alguna pelea?

—No —le contestó—. No hay nada destacable en su hoja de servicios. Solo consta una amonestación por apostar a las cartas en uno de sus días libres —le explicó sin darle importancia al asunto—. Pero hay más de seis mil habitantes en Nueva Berlín, incluidas mujeres. Quizás tuviese algún affaire, quién sabe.

Siguieron elucubrando sobre los diferentes rumbos que podía tomar el caso hasta llegar a la puerta de la habitación. Max se guardó de ni tan siquiera insinuar la posibilidad de la existencia de un espía. Aunque el oficial le caía bien, aún no sabía si podía confiar en él. No tenía sentido seguir especulando. Al día siguiente, la autopsia les revelaría si la muerte había sido fortuita o no.

—Bueno, Peter, retírese y descanse. Mañana será otro día largo. Nos vemos en la zona hospitalaria dentro de seis horas.

El oficial asintió y se despidió de su superior. Una vez solo en la habitación, Max esta vez sí se desvistió antes de acostarse. Estaba agotado, aquel maldito lugar iba a volverle loco. Quizás la noche le revelase la solución a aquel enigma. Solía ocurrirle. Visualizaba todas las piezas del caso antes de dormirse y al despertar, sabía cómo encajarlas. Esta vez no le costó caer en esa irrealidad, a veces tan real, del sueño.

A unos cientos de metros de donde el coronel reposaba, unos pasos apenas resonaban por los vacíos pasillos del complejo. Los pies de K-27 se paraban frente a la puerta de Rudolph Egbert. El gestapo, sumido en un sueño profundo, ignoraba todos los acontecimientos que habían sucedido aquella noche, y más aún que un agente secreto se apostaba frente a su dormitorio. K-27, con unas manos enfundadas en gruesos guantes, forzó de forma suave la cerradura de la habitación y entró en ella, cerrando de nuevo y de forma silenciosa la puerta.

Se situó a pocos centímetros del hombre. «Sería tan fácil eliminarle», pensó. Pero esa no era su misión. Egbert era una pieza más del tablero, un peón que debía usar para cumplir su misión. Dedujo que, más pronto o más tarde, ese peón debería sacrificarse para no dejar cabos sueltos. Pero ese momento no había llegado.

Se alejó de la cama y se acercó al pequeño escritorio situado a su derecha. Sobre el tablero dejó, de forma cuidadosa y visible, un sobre con el nombre del gestapo escrito a máquina en la parte frontal. Luego, sin mirar al diminuto bulto que se acurraba en el interior de las mantas, salió de allí.

Al día siguiente, Egbert sintió un enorme escalofrió al descubrir el sobre. Había sido avisado por un método poco habitual, incluso para las SS, de que recibiría instrucciones una vez estuviese en Nueva Berlín. Pero aquello no lo esperaba.

Lo abrió y observó la clave cifrada que le indicaba que el mensaje era auténtico. Las únicas instrucciones que contenían era que él debería transmitir, vía radio, los mensajes que se le hiciesen llegar, nada de preguntas ni intentos de averiguar el origen de las misivas. Él, como miembro de la Gestapo, tenía el privilegio de poder transmitir textos originales. Leyó lo que debía enviar y no entendió nada. Parecía una simple carta dirigida a una tía suya en un pueblecito de Renania. Conocían a su familia…

Egbert no era idiota y menos aún, un hombre atrevido. Decidió obedecer y hacer caso a las indicaciones, sin hacerse preguntas ni meterse en líos. El encargo era sencillo, mejor así, equivocarse significaba que su familia sufriría las consecuencias de su error. A primera hora de la mañana lo enviaría, aprovechando que el submarino aún estaría al alcance de la radio y podría hacer llegar el mensaje a su «querida tía».

El hospital

El despertador sonó como si fuese el instrumento preferido del mismísimo diablo. A Max le dolía todo el cuerpo y, además, a pesar de la calefacción y del par de mantas, estaba aterido. «Debo haber cogido frío durante la maldita excursión nocturna», se dijo a sí mismo. El dolor del muñón seguía sin calmarse; al examinarlo, vio que estaba enrojecido y en algunos sitios, la piel había se había desprendido.

—Dios —se lamentó, más por el tiempo que debería perder en la enfermería que por el daño físico. Tenía demasiado trabajo por delante para perderlo en curas.

Se vistió, no sin dificultades. Trató de colocarse la prótesis metálica y no lo consiguió sin antes soltar un par de profundos alaridos. El roce del duro metal con la parte del antebrazo en carne viva casi le hizo desmayarse. Pero al fin logró ajustársela y el dolor se hizo más soportable. Se tomó una buena dosis de analgésicos, a los cuales empezaba a ser demasiado adicto, pero aquel no era un buen día para controlar su adicción.

Se dirigió, no sin mucha convicción, hacia la sala de autopsias. No sabía bien si tenía muchas ganas de oír los resultados preliminares del doctor Gottlieb. No quería empezar su estancia con un caso de asesinato, con la agravante de que además, el asesino fuese un espía. Gracias a los mapas y a su buena orientación, no se perdió en el maremágnum de pasillos, cruces y recodos. A la puerta de entrada de la zona, que hacía las veces de hospital, ya le estaba esperando su ayudante, el mayor Ehrlichmann, quien por su aspecto, tampoco parecía haber dormido demasiado.

Ambos hombres entraron en la sala principal, que hacía las veces de recepción. Era amplia, pero no de forma excesiva, y estaba desierta. Su austeridad iba en consonancia con el resto del complejo. Había una pequeña mesa de recepción con un par de archivadores, un par de esqueletos de aquellos que se usaban en la facultad de Medicina, una zona con bancos de espera y una enorme foto del Führer. De ella salían tres pasillos, todos rotulados con meticulosidad: la zona para el personal, la zona de quirófanos y la sala de los enfermos.

Daba igual que estuviese en pleno centro de Múnich o en los confines del mundo, el olor a desinfectante y lejía, mezclado con el de los medicamentos de un hospital, era idéntico en todas partes, y von Mansfeld lo detestaba. Para él, nada representaba la muerte como aquel aroma frío, limpio y aséptico. Ni tan siquiera el olor de la sangre, ni el de la guerra. Aceptaba con naturalidad caer en el campo de batalla, o por una enfermedad en su propia cama, en su casa… Pero morir en un lugar tan impersonal, tan gélido y frío… lo aterraba. Trataría de salir de allí lo antes posible.

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