—¿Ah, sí? ¿Y a cuántos «han liberado», profesor? —dijo irónico Max.
—A cinco, mi coronel —se apresuró a contestar el mayor Ehrlichmann—. Dieciocho han fallecido —indicó, adelantándose a la siguiente pregunta de su superior.
Max estaba en lo cierto al dudar de aquellas afirmaciones. Lo que no sabían y no querían saber sus dos acompañantes era que esos cinco hombres reposaban en el fondo del océano antártico. Eisenberg, tal y como sospechaba von Mansfeld, no podía permitir que el resto de prisioneros pilotos se negasen a colaborar en los experimentos, debía darles esperanzas. Pero tampoco podía llevar a Alemania a los que superaban las pruebas. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Dejar vivos a enemigos con información de armas secretas?
Su única solución era fingir ante los prisioneros que cumplían su palabra, sacarlos de Nueva Berlín y ejecutarlos. La solución más práctica que había encontrado era arrojarlos a las aguas congeladas desde los U-Boot. De esta forma, Eisenberg evitaba que sus hombres sufriesen estrés ejecutando a un prisionero y ahorraba balas. Un ejemplo más de la eficiencia alemana.
—Comprenderán que esto lo tenga que discutir con el comandante en jefe —aseguró von Mansfeld, sin creerse lo que oía.
—Por supuesto, coronel. Pero el general Eisenberg está de misión científica… especial —le confirmó el profesor.
—¿Especial? ¿Más secretos? —preguntó enfadado.
—Me temo que sí, mi coronel. Es materia reservada. Solo el general y un grupo de científicos escogidos tienen acceso a esa información. Realizan experimentos secretos fuera de la base, en un lugar que desconocemos. El profesor y yo no sabemos de qué se trata, mi coronel.
—Comprendo… Creo que tengo mucho de qué hablar con el general Eisenberg —susurró—. ¿Vamos? —dijo, sugiriendo a ambos hombres que le mostrasen el complejo.
Los tres hombres seguían, a una decena de pasos, al resto de los nuevos habitantes de Nueva Berlín. Max centró la conversación en tratar de saber cómo era su comandante en jefe y sobre el funcionamiento y reglas de la base. De vez en cuando, miraba a Anke, solo la podía ver de espaldas. El resto del grupo mantenía conversaciones muy animadas, von Mansfeld entendía que todos estarían fascinados con los últimos acontecimientos. Pero Anke caminaba cabizbaja y en silencio.
Un escalofrío recorrió la espalda de Max, algo no marchaba bien. Su instinto no solía fallar. Ensimismado en sus pensamientos y con la conversación con su ayudante y el profesor, no prestó atención a un grupo de científicos que transportaba una carretilla cargada de pequeñas cajas militares cuando estos pasaron a su lado. Tampoco se fijó en las advertencias y símbolos impresos sobre la madera:
Achtung !!
gefährlicheS Material!!
Xe—525
(¡¡Atención!! ¡¡Material peligroso!! XE—525)
Reglas
Ehrlichmann actuó de guía para toda la comitiva. El mayor les confirmó que el asentamiento, en realidad, constaba de dos complejos: el de la Luftwaffe, al que habían sido asignados, y la base secreta de U-Boots. El complejo A, donde se encontraban, se componía de más de ciento cincuenta kilómetros de galerías excavadas en la roca y en el hielo, a parte de la gruta principal que ya habían visto. El complejo B, de uso exclusivo de la Kriegsmarine y vedado para ellos, era más reducido, pero comparado con la mayor base naval alemana, resultaba gigantesco.
El complejo A se estaba ampliando constantemente. «De ahí la necesidad de la presencia del grupo de mineros encabezados por Dieter», pensó Max. Muchas de las zonas eran comunes, pero otras, como por ejemplo, las alas científicas o las áreas técnicas de mantenimiento, eran de acceso restringido. El profesor Kähler, que también decidió acompañarles, les explicó el sistema de calefacción de toda la base:
—Ese calor que notan proviene de esas tuberías —dijo señalando al techo sin dejar de andar—. Son las que nos mantienen con vida. No se les ocurra tocarlas, por ellas fluye agua a más de setenta grados centígrados…
Klaus, uno de los mineros del nuevo grupo y acólito de Dieter Müller, retiró raudo su mano, que ya se encontraba a solo unos pocos centímetros de tocarla. Su líder le reprendió con la mirada. El profesor, mientras tanto, continuaba con su explicación.
—… Las encontrarán por todo el complejo. El agua caliente proviene del fondo del glaciar. A 700 metros de profundidad existe agua líquida a casi 70ºC. A través de un potente sistema de bombeo, la sacamos y la distribuimos mediante estos maravillosos tubitos, que hacen la vez de radiadores y que nos proporcionan agua caliente en lavabos y duchas… El agua no usada, una vez enfriada, se aprovecha como agua potable. Sin ese lago no podríamos mantener una base de esta envergadura.
—¿Lagos de agua caliente? —le preguntó Max a su subordinado en un tono más privado, sin permitir que el resto los oyera.
—Sí. Al parecer, debe de haber una importante actividad magmática en el subsuelo de este glaciar, eso hace que se derrita el hielo y se caliente el agua situada en el fondo —le contestó el Mayor.
—Entiendo. ¿Cuántos mineros han usado para crear todo esto? —siguió interesado en averiguar todo lo posible sobre la creación de Nueva Berlín.
—No crea que tantos. Según nos explicó Kähler, de ese lago de agua dulce y caliente salen ríos que desembocan en el mar. El calor ha derretido y formado innumerables galerías, pasadizos y enormes cuevas. Nosotros solo las hemos aprovechado. En algunos sitios, donde el espesor es seguro, hemos dejado al descubierto el propio hielo. En zonas más sensibles y en la que mostraban peligro de derrumbe, hemos creado revestimientos de cemento. Sobre todo, en la base de la Marina, a unos kilómetros de aquí y donde desarrollan sus nuevos U-Boote. Por cierto, coronel, son muy recelosos de sus secretos, esa también es zona vedada para usted.
—Entiendo, pero ¿cómo han traído todo ese material hasta aquí? Se necesitarían toneladas de hierro, acero… —seguía sin dar crédito a todo lo que veía.
—Este continente es excepcional. Rebosa de todo lo necesario. Hemos tenido la inmensa fortuna de encontrar yacimientos de hierro y de otros minerales: cobre, cinc… Y algunos tan raros y excepcionales, como el uranio. De hecho, la misión de algunos de sus acompañantes es excavar en dichas minas y proporcionarnos la materia prima. Incluso disponemos de nuestra propia fundición —le explicó entre susurros.
Asintió y la comitiva prosiguió por las principales salas comunes. Max atendía a las explicaciones de su subordinado e iba observando y tratando de memorizar la disposición de las diferentes salas, pero todo aquello era inmenso. Según les habían informado, Nueva Berlín disponía ya de unos seis mil habitantes, y la mayor parte del complejo eran largos pasillos, por lo que el espacio no era tan abundante como cabía esperar. La sala de radio tuvo una mención especial por parte del mayor, quien les seguía dando explicaciones del funcionamiento dentro del complejo.
—Esta es la sala de radio. Tengan claro que no van a poder enviar mensaje alguno al exterior. Solo el personal con nivel uno de seguridad dispone de ese privilegio. De ustedes, solo el coronel von Mansfeld y herr Egbert disponen de él.
—Se nos prometió que se avisaría a nuestras familias de nuestro estado… coronel —le recordó Dieter.
—Lo podrán hacer. Un mensaje cada cuatro semanas. Redactarán lo que quieran hacer llegar a casa y se lo harán llegar a su superior. Se transmitirá un mensaje lo más similar posible al que ustedes escriban, pero nunca idéntico. No queremos que se envíen mensajes secretos camuflados como inocentes conversaciones familiares —les confirmó Max.
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