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© Del texto: José Luis Tarazona
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2018
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Primera edición: Marzo, 2018
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente.
ISBN: 978-84-16900-67-1
Depósito legal: V-534-2018
DIE GLOCKE
JOSÉ LUIS TARAZONA
Capítulo I
NUEVA SUABIA
Llevaba allí casi una hora esperando a su interlocutor. La única luz que podía verse en kilómetros a la redonda era la de su cigarrillo. Había llegado muy pronto. La persona a la que tenía que ver no era la clase de cita a la cual se le podía hacer esperar. Además, el ir con tanta antelación le permitió comprobar que la zona fuese segura.
Su coche estaba aparcado a unos trescientos metros del lugar de reunión. Lo había dejado en el interior del bosque, lejos de la indiscreta mirada de cualquier vehículo que se le ocurriese pasar a esas horas de la madrugada. Incluso había borrado las huellas sobre la tierra del arcén y cubierto con unas cuantas ramas la parte más visible de su Volkswagen KDF60.
Toda precaución era poca. Aunque no creyese que nadie fuera a pasar a las dos de la madrugada por aquella carretera secundaria, no se podía permitir dejar nada al azar. Demasiados camaradas de profesión habían perdido sus vidas por detalles más ínfimos que ese.
Unas finas gotas de lluvia empezaron a empapar su abrigo. Casi sin importarle, se ajustó el sombrero para proteger su rostro de aquella llovizna. Dio un par de caladas rápidas a su pitillo y lo apagó en el tronco del árbol bajo el que se había resguardado. Luego introdujo la colilla en su bolsillo izquierdo, junto con las otras tres. Una colilla podía decir mucho de su propietario: sexo, estatus social, nacionalidad…
Era improbable que alguien husmease en la profundidad de aquel bosque bávaro, pero no iba a arriesgarse lo más mínimo. El premio por ganar en aquel juego era una vida de lujos y placeres; la derrota significaba la muerte, y no pensaba morir. Aún no.
La desconfianza extrema y la meticulosidad eran parte de su trabajo. Eran secuelas perniciosas a la vez que una necesidad y una virtud. La clave: encontrar el equilibrio entre el miedo al fracaso y la autosuficiencia. Había que tener siempre el control, en él radicaba la diferencia entre vivir o morir.
El ronroneo de un motor sonó en la lejanía. Su cita llegaba con diez minutos de retraso. Las luces de los faros del vehículo aparecieron entre los troncos de los abetos situados a su derecha. Estas hicieron varios giros, haciendo aparecer y desaparecer la oscuridad. Por fin, el Mercedes se detuvo y paró su motor no muy lejos de donde había dejado su «escarabajo». Los faros se apagaron y dejaron, de nuevo, el bosque a oscuras y en silencio. Solo el cri-cri de algunos grillos interrumpía la quietud del lugar.
Un nuevo resplandor iluminó el horizonte, esta vez con menor potencia. La luz empezó a descender monte abajo, zigzagueando entre los robustos troncos, con el claro objetivo de encontrar el lugar acordado. No tardó mucho en hacerse audible el crujido de las ramas al ser aplastadas y el de los arbustos al ser apartados.
Las luces de dos linternas aparecieron frente al árbol donde se cobijaba. Había dejado de llover, y salió de la penumbra en dirección al centro del claro. Los dos hombres ya se encontraban en las lindes del mismo. El primero, al parecer, no se había percatado de su presencia. No lo culpaba, una de sus virtudes era «volverse invisible» cuando lo necesitaba. Pareció asustarse y dirigió el foco de luz justo a sus ojos, haciendo el gesto de desenfundar su Luger. La segunda figura, más pequeña que la primera, alargó con calma su brazo y sujetó con firmeza la muñeca del primero.
—Disculpe a mi chófer, creo que se ha asustado —empezó la conversación el más menudo.
Sus ojos aún estaban cegados por el resplandor de la luz y no podían distinguir al hombre que le hablaba y tenía enfrente. No le hacía falta. El enorme chófer, Kiefer, se relajó y dejó de apuntarle a los ojos.
—La culpa ha sido mía. No debí aparecer tan de súbito —le respondió.
—Supongo que si no fuese así, no seguiría con vida, ¿verdad?
Asintió con la cabeza mientras trataba de acostumbrar sus ojos a la penumbra. Seguía viendo lucecitas de colores en sus profundos ojos azules. Avanzó varios pasos hacia la voz. No le hacía falta verlo para saber quién era, le conocía a la perfección. Se trataba del hombre más poderoso y temido de aquella Alemania de mil novecientos cuarenta y uno: Heinrich Himmler, el todopoderoso reichsführer y comandante supremo de las SS.
De él decían que nada ni nadie escapaba a su control. Ni el mismísimo Führer. Iba vestido con su negro uniforme de las SS y arropado por un largo abrigo de cuero marrón oscuro. Bajo el brazo derecho llevaba un portafolios, también pardo. Dedujo que en su interior se encontraría el dosier de su nueva misión. Incluso en penumbra y escondida tras aquellas diminutas y redondas gafas, su mirada quemaba el alma.
—¿Le apetece dar un paseo, agente? —le ofreció, aunque era obvio que no esperaba una negativa.
—Por supuesto, Reichsführer —le contestó, alargando la mano y cogiendo la linterna que le ofrecía.
Himmler se giró y le hizo una seña a su guardaespaldas, indicándole que no les siguiera. Obedeció sin rechistar, pero no dejó de vigilarles desde cierta distancia. Si le pasaba algo a su protegido por un error suyo, sería la última equivocación de su vida. Aunque, en verdad, lo hacía por pura devoción, y se podría decir que fanatismo, hacia su comandante. Tras un breve intercambio de frases y preguntas de cortesía, el líder nazi dirigió la conversación hacia el motivo del encuentro.
—¿Qué sabe sobre Neuschwabenland? —le preguntó a su espía.
—Que son los territorios antárticos reclamados por el Führer. Según tengo entendido, en los últimos años hemos enviado varias expediciones a dicho territorio. La primera, de un tal Ritscher… —Se quedó pensando un rato, buscando en sus recuerdos, pero no encontró nada de relevancia—. La verdad es que no tengo mucha más información al respecto.
Himmler asintió con la cabeza, pero se quedó en silencio. Siguieron paseando por el bosque, seguidos, a una discreta distancia, por su perro fiel. Era evidente para K-27 que el poderoso hombre meditaba sobre qué información debía proporcionarle y cuál debía reservarse. No tardaría en averiguarlo, no era hombre que se anduviese por las ramas ni al que le gustara perder el tiempo. Por fin, el poderoso nazi se decidió a continuar la conversación, pero sin estar dispuesto aún a llegar al fondo.
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