Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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—¡A sus órdenes, mi coronel!

Sin esperar más, cada uno de los hombres se encaminó en direcciones opuestas. El día era de perros, la noche anterior había nevado y las temperaturas estaban bajo cero. Una fina lluvia lo hacía aún peor. Maximilian iba bien abrigado, pero las pocas gotas que le mojaban la cara parecían puñales de lo heladas que estaban.

Aceleró el paso para llegar lo antes posible a la sala de comandancia, situada en el techo de los hangares de cemento. Enfiló rápido por la escalera metálica que le llevaba a la parte superior y resbaló hasta casi caerse. Una fina capa de hielo cubría los peldaños y por poco no se rompió la crisma. Decidió ir con cuidado. Una vez arriba, tuvo que enseñar el pase de nuevo a un sargento, que estaba más interesado en volver a su garita que en comprobar su identidad.

Accedió al interior del barracón de la derecha exhalando un vaho helado que casi se podía tocar. Se quedó unos segundos de pie en la recepción, disfrutando del agradable calor que envolvía la sala. Cuando logró sacarse de encima el intenso frío, se quitó sus guantes, se desabrochó la gabardina y se dirigió a la mesa situada a su derecha. En ella, un sargento de la Kriegsmarine esperaba paciente a que la visita se desentumeciera, algo que en pleno invierno era habitual.

El sargento se levantó y se cuadró al aproximarse el coronel de las fuerzas aéreas. El soldado recogió el documento que von Mansfeld le entregaba y lo revisó. Todo estaba en orden.

—Coronel, le esperan al fondo del pasillo. Penúltima puerta a la derecha.

—Gracias —le respondió, recogiendo de nuevo la documentación y adentrándose por el pasillo.

Sus botas resonaban por el corredor y hacían crujir la madera. Se cruzó con un par de hombres que salían de sus despachos para introducirse en otros. Estaba en el ala administrativa del complejo, donde se gestionaba toda la intendencia de la base y de los submarinos. Por fin, llegó frente a la puerta que le habían indicado y llamó con sus nudillos. En ella, un rótulo indicaba que aquel era el despacho del Vizeadmiral Sigmund von Abt.

—Adelante —una voz grave le autorizó a entrar.

Maximilian entró y se cuadró ante su superior. Tras recibir su permiso, le entregó sus órdenes y esperó de pie. El vicealmirante echó un ojo y con un gesto de la cabeza, le hizo sentarse. El marino era de la vieja escuela, un prusiano de profuso bigote y, al igual que el coronel, proveniente de una familia de la baja nobleza. Su estatus social hizo que las consabidas rencillas entre la Marina y los pilotos de aviación se quedaran a un lado. La sangre noble estaba por encima de esas tonterías.

—Veo que fue piloto de guerra en la I Guerra Mundial…

—Sí, vicealmirante. Pero solo al final.

—Suficiente para que le hirieran, por lo que veo.

El oficial de la Marina señaló con la mirada su mano derecha. Aunque siempre la llevaba oculta por un guante, el alto oficial había leído en el informe sobre von Mansfeld que este había perdido su mano y sufrido graves quemaduras en brazos y piernas en un combate aéreo sobre Francia.

—Por desgracia, así fue. Solo faltaban tres meses para que acabase la guerra cuando me tuve que topar con un as de la aviación británico. Tuve suerte de no morir aquel día.

—Veo que cayó prisionero —siguió leyendo y repasando el informe.

—Sí. La verdad es que no me puedo quejar del trato de los aliados: curaron mis heridas. Aunque no pudieron salvarme la mano… Se podría decir que había respeto y caballerosidad, al menos en el aire. Los pilotos británicos se ocuparon de que nos trataran bien. No como en esta guerra…

—No. Por desgracia, hoy en día nada es como antes… —dijo el viejo oficial—. Ya nada será igual, tampoco la guerra. Ya no hay honor…

Maximilian asintió con la cabeza. Aquella guerra, y las que la siguieran, serían diferentes. El vicealmirante se había arriesgado con aquella afirmación. Dependiendo de los oídos que escucharan aquellas palabras, podrían considerarlo un traidor. Había supuesto que el coronel, al ser aristócrata, también opinaría igual que él. No se equivocaba.

También repudiaba a aquella chusma que había tomado el poder. «No se podía caer más bajo», pensó. Pero eran tiempos difíciles y Alemania había renacido con ellos. Cuando ganaran la guerra, ya se ocuparían de aquel «problema». Ambos hombres reconocieron los pensamientos del otro con una mirada directa a los ojos.

—Bien. Veo que todo está en orden. —El viejo lobo de mar, que tendría cerca de setenta años, cerró el expediente—. Saldrán dentro de tres días en el U-126. Aquí tiene los pases y las normas de comportamiento durante su viaje.

Abt le entregó una carpeta con los pases impresos para cada uno de los dieciséis miembros que conformaban el grupo que sería trasladado en aquella ocasión. Nadie, ni los miembros de la expedición, ni tan siquiera el capitán del submarino, sabían hacia dónde se dirigían. Solo Maximilian y el oficial de la Gestapo que les acompañaría estaban informados de cuál era su destino. El secreto era máximo.

—Debe ser importante…

—¿Perdón? —El coronel se había quedado absorto y fascinado leyendo el enorme listado de normas que deberían respetar mientras viajasen en aquella lata de sardinas.

—Su misión. Pocas veces el nivel de seguridad ha sido tan elevado.

—Sí, cierto. Me disculpará si no le hablo sobre ello —le dijo bromeando.

El marino sonrió. Era obvio que no le diría ni una sola palabra, no esperaba menos. Pero tenía que intentarlo, la curiosidad era uno de sus puntos débiles. Todo lo que rodeaba a aquella misión estaba sumido en tinieblas, ni tan siquiera sus contactos en el Departamento de la Marina sabían nada al respecto. Las órdenes se recibían directamente de Raeder y Dönitz, y había que obedecerlas, sin preguntas ni objeciones.

—Entiendo. Tenía que intentarlo —dijo levantando ambas manos, como a modo de disculpa, y esbozando una amplia sonrisa—. Por cierto, casi se me olvidaba… —El hombre abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre con el membrete de la Luftwaffe—. Esto ha llegado esta mañana, es para usted. —von Mansfeld cogió el sobre con ambas manos y le dio la vuelta sin abrirlo.

—No se preocupe, no lo he abierto —comentó Abt divertido, mientras observaba la reacción del coronel.

—¡Oh, no lo dudo! Solo es que… —dejó de excusarse cuando vio que el vicealmirante le estaba tomando el pelo—. Tampoco lo hubiera podido descifrar —le siguió la broma.

Abrió el sobre y sacó la única hoja que había en su interior. Las palabras allí escritas no tenían sentido alguno, a menos que se tuviera la libreta de claves adecuada. Tenía que descifrar aquel mensaje; parecía importante, ya que no esperaba ninguno. Pero no podía hacerlo delante de Abt.

—Mi vizeadmiral, he de… —no hizo falta añadir nada más. El marino entendió.

—En el pasillo, en la sala justo al fondo, tendrá la intimidad que necesita.

—Gracias. —Se levantó y saludó, llevándose la mano a la sien—. Señor, si me da permiso…

—Vaya, vaya.

Maximilian salió del despacho y cerró la puerta tras de sí. Se dirigió, tal y como le había dicho, a la estancia del fondo. La encontró abierta; entró y cerró por dentro. Era una sala de reuniones, con una larga mesa en el centro, rodeada de sillas. Un enorme mapa del Atlántico dominaba la pared de su derecha, y frente a él, la bandera de la Marina de Guerra. Un enorme cuadro del Führer completaba la decoración de la sala.

Inspeccionó todo el lugar con meticulosidad y miró a través de las ventanas. Todas, a excepción de una, daban al agua, en el puerto. Cerró las cortinas de la única que daba a la explanada de cemento que, a su vez, hacía de techo del búnker.

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