Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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Se sentó en una de las sillas más alejadas de esa ventana, se subió la pernera derecha de su pantalón y empezó a desatarse la bota. De un doble fondo sacó una pequeña libreta envuelta en plástico. Era la agenda con las claves. Miró el reverso del sobre con el mensaje y luego, con más detenimiento, el anagrama con el águila del membrete. En ambos se encontraban pequeños defectos que le indicaban qué combinación de la agenda debía usar para descifrar aquel galimatías.

Estuvo unos cuantos minutos garabateando sobre un folio, cambiando algunas de las letras del telegrama por otras de su libreta, poniendo y quitando unas palabras sí y otras no. Por fin, logró tener el mensaje completo escrito con su perfecta caligrafía, y lo que leyó le dejó perplejo:

Vuelo Ju-52 derribado. Todos muertos. Sustitutos en camino. Llegarán mañana a su hotel. Investigue derribo.

En el vuelo Ju-52 llegaban los últimos ocho miembros del personal que iba a ser trasladado en ese viaje a la Antártida: dos ingenieros aéreos, dos expertos mineros, un especialista en maquinaria pesada, un dinamitero y dos enfermeras. Los otros ocho miembros ya se encontraban en Hamburgo, distribuidos en varias pensiones. Ninguno de todos ellos sabía a dónde se dirigían. Habían recibido la orden tajante de presentarse sin hacer preguntas, y lo habían hecho sin vacilar.

¿Derribados? ¿Sobre Alemania? Aquello no le gustaba. El vuelo era secreto, los pilotos supieron la ruta y plan de vuelo en el último instante. ¿Un caza enemigo se había encontrado por azar con el avión de transporte y lo había derribado? No lo creía. Como miembro del servicio de contraespionaje de la Luftwaffe, estaba obligado a no creer en las casualidades.

Si un caza lo había derribado era porque, de algún modo, los aliados conocían el plan de vuelo y habían lanzado una misión para destruir el avión. Pero ¿por qué? ¿Quién había de relevancia en aquel avión? ¿Los ingenieros? Lo dudaba.

Habían elegido a dos muy buenos científicos, pero no eran conocidos a nivel internacional. Se había decidido así ya que si von Braun desaparecía, los aliados se volverían locos tratando de localizarlo y al final, darían con la nueva base antártica. El famoso científico alemán programaría los experimentos, y aquellos dos prometedores ingenieros y el resto del personal científico los desarrollarían. Ni tan siquiera von Braun iba a ser conocedor de la localización de la base.

Si hubiera sido él quien volase como pasajero, lo habría entendido… No, debían conocer quiénes eran, dónde y qué iban a hacer. Eso le alarmó mucho más: la única explicación en ese caso sería la existencia de un traidor al más alto de los niveles.

No perdió más tiempo. Guardó de nuevo su libreta de claves y se ató la bota. Le costó bastante, pero ya había conseguido perfeccionar una técnica para hacerlo solo: apoyándose con la mano mecánica de hierro. Luego, acercó uno de los ceniceros y quemó, en su interior, tanto la hoja donde había garabateado como el mensaje.

Se quedó mirando cómo ardían, hipnotizado por las llamas. Cuando estas se apagaron, cogió los restos, abrió una de las ventanas que daban al puerto y lanzó las cenizas al agua. Descorrió la cortina, dejándola tal y como la había encontrado, y salió de la habitación.

Maximilian entró en el despacho de Abt para excusarse, ya que debía partir a toda prisa. El vicealmirante ya lo había intuido al verle entrar de nuevo en la habitación. Sus ojos, llenos de preocupación, no dejaban resquicios para la duda.

—¿Problemas?

—Sí. Y serios. ¿Cómo puedo avisar a mi chófer? Le dije que descansara en la cantina.

—Pregunte al sargento de la entrada. Él le avisará por teléfono.

—Gracias, mi vizeadmiral. Le veré en un par de días. —Se despidió con un sonoro taconazo y un enérgico saludo militar.

—Cuídese, Max —le dijo saltándose las formalidades y tuteándolo. Le había caído muy bien el coronel de aviación.

—Lo haré. Gracias.

Salió, cerrando la puerta tras de sí, y avanzó como una flecha en dirección a la entrada. En su carrera tropezó con una esbelta y preciosa rubia que salía de uno de los despachos. El encontronazo fue tan fuerte que tiró al suelo a la chica, que no tendría más de veinticinco años. El pobre von Mansfeld balbuceó unas cuantas disculpas, azorado por su torpeza, y en gran parte también abrumado por su belleza. Al mirarla a los ojos se ruborizó, se había enamorado al instante, como si fuera un colegial.

Luego pensó que una joven como ella nunca se fijaría en alguien como él. Pero no pudo evitar fantasear con que fuera con ellos a la Antártida, aunque podría causar graves problemas, rodeada de tantos hombres aislados en una base tan remota. Pero le importaría bien poco, con tal de poder tenerla cerca. Ya se encargaría él de mantener a raya a cualquiera que se pasase lo más mínimo.

—¿Me ayuda, coronel? —pidió esbozando una sonrisa, que hizo que Max se derritiese por dentro.

—Yo, yo… Claro, claro —dijo trabándosele la lengua y extendiéndole su mano derecha.

Se arrepintió al instante. El brazo que le tendía era el amputado. Pero no le dio tiempo de ofrecerle el sano y la mujer se asió a su muñón de hierro. La cara de ella reflejó sorpresa y la de von Mansfeld, una vergüenza infinita. La ayudó a incorporarse y, tras murmurar una nueva petición de perdón, se despidió y salió huyendo por el pasillo. Ella, entre divertida y curiosa por la reacción del piloto, se quedó allí de pie, viendo cómo la espalda del coronel se alejaba a toda prisa.

Max llegó a la mesa del suboficial de la entrada y solicitó, con evidente impaciencia, que avisase a la cantina para que localizaran a su chófer, Hans, y le indicaran que volviese al Mercedes de forma inmediata. Mientras el pobre chico realizaba la llamada, miraba aterrorizado por el rabillo del ojo cómo la esbelta rubia de penetrantes ojos azules se dirigía hacia ellos.

Empezó a sudar copiosamente y sus piernas empezaron a temblar. «Menudo héroe de guerra estás hecho», se dijo a sí mismo, mientras se llevaba su mano izquierda al cuello. Aquel era un tic habitual en él. Cuando se sentía nervioso, acariciaba la medalla que siempre llevaba colgada para tranquilizarse.

En aquella ocasión, lo consiguió a medias. Ahora, la mujer sabía que era un lisiado. Y no solo era la mano, también estaban las quemaduras… De forma definitiva debía alejar aquellas ilusiones de sus pensamientos; en unos días ella se quedaría en Hamburgo y él iría rumbo al Polo Sur.

Por fin el suboficial le indicó que le habían dado el recado a Hans y que ya estaba de camino. Max le dio un seco «gracias», lanzó un vistazo al pasillo y salió a toda prisa al exterior. El frío extremo le golpeó con dureza, obligándole a abotonarse por completo su grueso abrigo de lana, y se dirigió a su coche.

Su ayudante ya lo esperaba junto al vehículo, muerto de frío, pero aguantando de forma estoica hasta que su jefe llegase para abrirle la puerta. «Mi buen y fiel Hans», pensó.

—Entra en el coche, por Dios. Te vas a congelar. —Ambos entraron deprisa al interior—. Te tengo dicho que te dejes de estas chorradas formales cuando no haya nadie… Y menos, en medio de este congelador.

—Sí, mi coronel —le respondió el hombre, que ya rondaba los cincuenta años.

—Como cojas una pulmonía, te la voy a curar a gorrazos. ¿Me has oído? —le dijo tratando de parecer amenazador sin conseguirlo. Hans sabía que su jefe se preocupaba por él.

—¡A la orden! —se medio burló. Max le dio un par de amistosas palmadas en la espalda.

—Hans, debemos ir lo más deprisa que podamos a Einbeck —su voz había cambiado y su chófer se puso tenso. Sabía cuándo la cosa iba en serio.

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