Jose Luis Tarazona - Die Glocke

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II Guerra Mundial, el Reich de los mil años está muy cerca de vencer, pero Hitler sabe que no le bastará con sus campañas bélicas triunfales, necesita de sus mayores ingenios científicos:
las Wunderwaffen, las armas maravillosas, para alcanzar la tan ansiada victoria.Un grupo de científicos trabaja a marchas forzadas para hacer realidad los sueños del Führer. Pero incluso en
su base más secreta, situada en el confín del mundo: la
Antártida, y a pesar de estar protegida por soldados de elite nazis, no están solos y
nadie es quien parece. Quien controle las Wunderwaffen se convertirá en un Dios viviente tras la guerra y la muerte del Hitler.La base está bajo el control del mariscal
Goering, pero
Himmler y sus SS no lo van a permitir. El Reichsführer lo quiere todo y para conseguirlo infiltrará a su mejor espía en
Nueva Suabia. Los accidentes y sabotajes pondrán en riesgo todo el proyecto, pero a pesar de todo, el arma definitiva está casi lista:
Die Glocke (La campana), por la que todos arriesgaran su vida, está en juego mucho más de lo que nos han contado.

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K-27 abrió la cremallera del portafolio y extrajo con cuidado un sobre blanco con el emblema del águila del Reich en una de sus esquinas. Echó un vistazo a su interior y comprobó con satisfacción que no habían dejado nada al azar. No esperaba menos. Del fondo del sobre sacó un fajo de billetes usados y contó por encima la cantidad.

—No es mucho dinero, lo sé. Pero es el que se esperaría que tuviese una persona de su posición. Lo contrario haría levantar sospechas —le explicó.

—Será suficiente, no se preocupe. Además, veo que ya han comprado los billetes de tren y pagado el hospedaje —confirmó, ojeando el resto de la documentación.

—Sí. Todos los detalles se han cuidado de manera minuciosa. Esta vez, al ser un encargo… especial, se le abonará el doble de sus honorarios habituales. Se hará como siempre, se depositará el dinero en su caja de seguridad en Suiza.

—Reichsführer… —K-27 dudó en continuar, ya que iba a contradecir al jerarca nazi; pero se armó de coraje—. Agradecería que esta vez el pago se hiciera en oro, y no en francos suizos.

Anduvieron unos cuantos pasos más. El todopoderoso hombre se mantuvo en silencio, meditando la respuesta. Pero no tardó en decidirse, se jugaba mucho en esto y no iba a arriesgarse lo más mínimo, menos aún por una cuestión de dinero.

—Está bien, como desee. Se le entregará la cantidad estipulada en oro. Mañana daré la orden.

—Gracias, Reichsführer —suspiró de alivio.

El jerarca levantó su mano izquierda indicando que no tenía importancia, pero para K-27 sí la tenía. En su misión en Inglaterra había caído en sus manos un dosier que no había remitido a Berlín. En él, los aliados temían que los alemanes inundaran su economía con billetes falsos, dando así un golpe mortal a su economía de guerra. Si aquello era cierto1, nadie le aseguraba que no le pagasen con moneda falsificada.

De nuevo, el gran hombre guardó silencio durante un buen rato. Esta vez, unas casi imperceptibles arrugas en las comisuras de sus labios y en su frente le indicaron que esta vez sí estaban llegando a la parte más delicada de aquella entrevista. El Reichsführer se detuvo y se puso frente a K-27, mirando al interior de su alma con aquellos ojos de halcón.

—Agente, ¿tengo por completo su más absoluta lealtad? Y no me refiero al Reich. Me refiero a mí.

Ahí estaba lo que había estado esperando. No dudó ni un segundo.

—Hasta la muerte, mein Führer —K-27 usó el título que solo Hitler tenía derecho a ostentar en aquella Alemania de 1941, para dejar bien claro que había «entendido» por completo cuál era la naturaleza de su misión: asegurar que Heinrich Himmler asumiera el poder cuando el actual Führer muriese.

—Bien. No esperaba menos de usted —dijo, satisfecho de lo que había visto en los ojos de K-27—. Los canales de comunicación serán los habituales. Es decir, sus mensajes me llegarán a mí y solo a mí. Solo recibirá órdenes directas mías y de nadie más. Ya sabe la clave que identifica mis mensajes como auténticos. —K-27 asintió.

—Otra cosa más, agente. Cualquier orden que le dé se ha de cumplir. No admitiré dudas, aunque deba realizar… actos desagradables hacia camaradas.

«Sabotaje o matar, si es necesario», tradujo en su mente.

—No habrá dudas. Ni ningún fallo. Haré lo que me ordene, sin preguntas, remordimientos o vacilaciones —aseguró con plena convicción.

—No me equivoqué con usted. Ni siquiera sé su verdadero nombre, pero es usted en la única persona en la que confío a ciegas. La recompensa final estará a la altura de sus servicios, se lo aseguro.

—Gracias, Reichsführer.

—Bien. Creo que es ya muy tarde —dijo mirando su caro reloj—. Mañana deberá partir hacia Hamburgo. Deberíamos regresar.

Ambos volvieron hacia el claro del bosque conversando sobre el rumbo de la guerra, sobre Stalin y otras cosas más banales. Volvieron de nuevo al punto de encuentro, donde se reunieron con el guardaespaldas de Himmler y se despidieron.

—Buena suerte, K-27 —le deseó estrechándole la mano—. Recuerde que su fortuna y la mía están ligadas para siempre.

—No lo olvidaré, se lo aseguro.

—Lo sé.

El hombre se giró e hizo una seña a su hombre para que le siguiese. Se marcharon en dirección al lugar donde habían dejado su vehículo. No tardaron en desaparecer entre las penumbras del bosque. K-27 esperó a oír el motor en funcionamiento y el coche partir. Unos minutos después de que ya no se oyese sonido alguno, se dirigió hacia su Volkswagen.

Eliminó, de forma pulcra, toda la vegetación que había usado de camuflaje y se cambió de botas antes de sentarse al volante. Las primeras las tenía llenas de barro, y no quería que nadie se preguntase dónde había estado y qué había estado haciendo para ensuciarse así.

Arrancó el motor y salió despacio, marcha atrás. Una vez sobre el asfalto, paró el coche y se bajó para disimular con ramas la zona por donde había entrado al interior del bosque. Una vez estuvo todo a su gusto, se subió de nuevo y se marchó del lugar.

Condujo un buen rato por aquella solitaria carretera, pero no tenía intención de regresar a su hostal. Llegar a primera hora de la mañana levantaría sospechas por parte de la portera de su edificio, «la señorita Helga», y casi sin ninguna duda llegaría un informe de sus actividades nocturnas a la Gestapo.

Pero la fortuna estaba del lado de K-27. La señorita Helga tenía costumbres que cumplía como un reloj suizo y que nada ni nadie le hacían cambiar: se marchaba a realizar la compra matutina siempre a las siete y media, y solía tardar unos treinta o cuarenta minutos en regresar. Era simple, solo tenía que aguardar a que se marchase a hacer sus recados y aprovechar ese momento para acceder al edificio.

Pasó la noche en un lugar apartado hasta que se hizo la hora. Como siempre, su plan no tuvo fallo alguno; la señorita Elga jamás sabría que esa noche no la había pasado fuera de la casa. Una vez en su austera habitación, se acostó sobre la cama y trató de dormir. Solo quedaban unas tres horas antes de tener que levantarse y coger aquel tren a Hamburgo. No lo perdió.

1En 1942, Himmler propuso la Operación Bernhard, para la creación de cien millones de libras falsas y así hundir económicamente a Gran Bretaña, al crear una gran desconfianza hacia la moneda de su enemigo. Se reunió a ciento cuarenta y dos de los mejores impresores y falsificadores, la mayoría judíos, en el campo de concentración de Sachsenhausen. La operación tuvo un éxito éxito hasta tal punto, que muchos espías del Reich cobraron con billetes falsos.

Capítulo II

HAMBURGO

Tollerort, puerto de Hamburgo.

La mañana estaba siendo ajetreada en el puerto fluvial de Hamburgo. El coronel de aviación Maximilian von Mansfeld trataba de llegar hasta la reciente base de submarinos Elbe II2. El acceso hasta el complejo estaba plagado de controles, y para más desesperación de su chófer, había un endemoniado tráfico de camiones debido a los trabajos de construcción de la segunda base de U-Boote: la Fink II.

Por fin, tras lo que le pareció una eternidad, llegaron al puesto de control de acceso. Dos guardias enormes, con cara de pocos amigos, les dieron el alto. Al ver los galones del pasajero, le saludaron con un seco «Heil Hitler»; el coronel les devolvió el saludo al estilo militar. Tras pedirles los pases de acceso y comprobar su validez, levantaron la barrera y les dejaron pasar. Aparcaron el vehículo junto al grueso muro de hormigón del complejo, cerca de las escaleras de entrada. Hans se apresuró a bajarse del vehículo para abrir la puerta de su superior.

—Gracias, Hans —le agradeció—. Váyase a la cantina a tomar algo caliente, no le necesitaré en un par de horas.

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