No era lo suficientemente grande como para subirse encima, pero al menos podían apoyar parte del cuerpo y mantenerse a flote sin consumir energías. Gertrud estaba al límite de sus fuerzas y fue la primera en descansar. Llevaban unos diez minutos sin hablar, flotando en aquellas malditas aguas, cuando un grito las sacó de su sopor.
—¡Eh! ¡Aquí! ¡Aquí! —una voz de hombre las llamaba.
Ambas nadaron pateando con sus pies y utilizando el madero como apoyo, en dirección a los gritos. No tardaron en llegar junto al chico que las había sacado del malogrado barco. Como ellas, se había salvado, pero no con tanta suerte. Tenía una buena herida en su brazo derecho. Gertrud se lo examinó como pudo, pero en aquellas condiciones no podía hacer nada. Al menos, la sal y el yodo del mar mantendrían limpia la herida.
—¿Cómo estás? ¿Te duele? ¿Podrás aguantar? —le preguntó Gertrud.
Al muchacho le quedaban ya pocas fuerzas y parecía que las había gastado en llamarlas, así que se limitó a asentir con la cabeza. Una expresión de horror empezó a asomar en el rostro de Anke, su compañera la miraba sin entender qué sucedía.
—Sangre, está soltando sangre… —le hizo ver la joven enfermera.
—¿Y qué? No es para tanto, no es una herida grave y no creo qu…
—¡Tiburones, idiota! ¡Esto está infestado de tiburones tigre! —le chilló Anke—. Van a oler la sangre y vamos a ser pasto de ellos… —Se asía la cabeza con ambas manos mientras flotaba, sostenida por sus firmes y largas piernas.
Gertrud miró asustada a su alrededor, buscando la tan temible aleta identificativa; no vio nada y se tranquilizó. Pero la suerte no estaba de su lado ese día, Anke sí los detectó.
—¡Allí! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Tiburones, se acercan tiburones…
El chico, al borde del desfallecimiento y que hasta entonces apenas se percataba de lo que sucedía, despertó de su letargo.
—¿Tiburones? No, no, no… Joder, joder, estoy lleno de sangre… —Se miró horrorizado y entrando en pánico—. ¡Yo no quiero morir devorado por esos bichos! ¡No quiero morir!
Empezó a patalear y a agarrarse de una mujer a otra, tratando de buscar el amparo de la madre que no estaba allí. Ambas trataban de zafarse de él como podían, pero la adrenalina del marinero hacía que fuera imposible sujetarlo. Mientras este trataba de aferrarse a Gertrud, Anke tomó una terrible decisión.
Arrancó un buen trozo de astilla del madero y se lo clavó al pobre muchacho en el cuello. Repitió la operación tres veces más hasta que el cuerpo del joven se quedó inerte, con la cabeza hundida en el océano.
—Joder, Anke, ¿qué has hecho? —le preguntó Gertrud.
—Sobrevivir —le respondió, mirándola fríamente—. Ahora los tiburones ya tienen su festín. Trata de limpiarte la sangre y reza para que tengan suficiente con este. Por lo menos, hemos ganado unos buenos minutos para alejarnos de aquí.
Gertrud asintió y ambas se lanzaron, con frenesí, a nadar lo más lejos posible de aquel cadáver del cual, desconocían hasta el nombre. Consiguieron ventaja respecto a los escualos, pero estaban muy agotadas y no lograron alcanzar una distancia considerable respecto a la tragedia de la vida y la muerte que se estaba produciendo a pocos metros de ellas.
Desde donde se encontraban, podían oír el chapoteo y alboroto que aquellos depredadores del océano hacían al atacar su comida. Estaban asistiendo mudas a aquel espectáculo dantesco y tomando conciencia de cómo iba a ser su muerte. Un final terrible.
—Escúchame, Gertrud. Hay pocas posibilidades de salir de esta, no te voy a mentir, pero solo podemos hacer una cosa.
—Tú dirás, yo no sé nada de biología marina —incluso en aquellas circunstancias, Gertrud fue capaz de ser sarcástica.
—Bueno, mi abuelo era marino y me contaba cosas espeluznantes del mar. Espero que sus historias nos sirvan para sobrevivir, pero me has de hacer caso.
—Prometido.
—Él me contaba cómo muchos hombres habían sido devorados por los tiburones, y que la única forma de evitar que te atacasen, era quedarse lo más quieto posible.
—¿Quietas? ¿Estás loca? —le replicó.
—¡Gertrud! Esos animales atacan si detectan movimiento, empezarán a hacer círculos alrededor de nosotras, cada vez más estrechos. Puede que hasta nos den un golpe con su nariz, para tantear si somos peligrosas, si somos comida o un simple tronco de mar…
—¿Y tu idea es que no me mueva si un bicho de esos me toca?
—Sí. Si quieres vivir, no moverás ni una pestaña… Prométemelo, Gertrud o esta noche acabaremos las dos en la panza de uno de esos.
Los escualos habían terminado con su presa y al parecer, esta no les había saciado. Su fino olfato las había detectado y ya se dirigían hacia ellas. Ambas mujeres empezaron a quedarse cada vez más inmóviles. Solo de vez en cuando daban un par de leves patadas para mantenerse a flote. Había tres tiburones, que a ellas les parecieron enormes, merodeándolas. Tal y como había anticipado Anke, uno de ellos empezó a nadar alrededor de ellas, cada vez más cerca. El acoso del animal duró una eternidad, pero en verdad, habían sido solo unos escasos minutos. La situación se volvió cada vez más peligrosa.
Primero rozó el pie de Gertrud, quien creyó morir. Luego dio un par de vueltas más. Estaba tan cerca que podían olerlo. La firma de la muerte la llevaba escrita en su cabeza, en forma de manchas de sangre en su hocico. Trataban de observar los movimientos del escualo bajo sus pies, como si intentar averiguar sus intenciones pudiera servirles de algo. Gertrud lo único que consiguió es asustarse aún más al ver sus escalofriantes dientes, enormes y retorcidos. Su mirada… su mirada era lo peor: fría y sin rastro alguno de compasión. Sus ojos eran profundos y vacíos, de una negrura solo comparable a la de la muerte.
Lo peor y el terror en su estado puro le tocó sufrirlo a Anke, por suerte para ambas. El escualo lanzó una acometida con su cabeza al costado derecho de la mujer, quien consiguió mantener sus nervios a raya a duras penas y quedarse quieta. Otra acometida, esta vez con su dura nariz y con más fuerza la alcanzó en la espalda, pero también se mantuvo quieta. El tiburón dio otro par de vueltas y se alejó, había decidido que lo que allí flotaba no era comida y que era preferible buscar más presas en algún otro lugar.
Ambas se quedaron allí quietas, sin atreverse a mover ni un músculo. Llorando en silencio. Habían engañado a la muerte y se les había regalado otra oportunidad. Después de aquello, no les quedó duda alguna de que lograrían salvarse, por muy cansadas que estuviesen y por muchos malditos tiburones que se les acercasen.
—Has sido una valiente, Anke… snif… Gracias, gracias, mil veces gracias. Me has salvado la vida…snif… No lo olvidaré —consiguió decir entre sollozos.
—¿Valiente? Entonces… ¿Me quieres explicar porque me he meado encima? No he pasado más miedo, ni creo que lo pase en toda mi vida… ¡Joder! —chilló de pura rabia—. ¡Hijos de puta! ¡Malditos seres inmundos! —insultó a los tiburones.
Un ruido extraño sonó a sus espaldas y les congeló por varios segundos los corazones. «¿Qué más nos puede pasar, Señor? ¿Qué más?», se preguntaban ambas mientras se giraban, esperando lo peor. Pero en esa ocasión, alguna divinidad, quizás el mismísimo Poseidón, había decidido compadecerse. A unas pocas decenas de metros, una lancha salvavidas se afanaba en llegar hasta ellas. Un hombre sentado en la proa, en una posición que las hacía temer que se cayese al agua, les gritaba alguna cosa que eran incapaces de entender.
La pequeña barca llegó a su lado, varias manos tiraron de ellas y las ayudaron a subir, primero Anke y luego, Gertrud. Las subieron sin mucha delicadeza, con las prisas que les había infundido el miedo al regreso de los tiburones. Los brazos y las piernas los tenían tan entumecidos que apenas eran capaces de notarlos. Al principio no sentían nada, tal era su agotamiento. Pero a medida que recuperaban un poco de fuerzas, tumbadas en el fondo del bote, fuertes dolores empezaron a aparecer hasta en el rincón más diminuto de sus cuerpos.
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