Camila Valenzuela - Zahorí 1 El legado

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Zahorí 1 El legado: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglos atrás, en la antigua Irlanda, quedó pendiente una promesa y un oscuro presagio. Algunos creyeron que el juramento quedaría en la palabra, pero la sangre no olvida. Solo en el presente, cuando las hermanas Azancot lleguen a vivir a un remoto pueblo ubicado en el sur de Chile, un linaje completo entenderá la fuerza de ese juramento. Entre el mar y bosques de alerces milenarios, se encuentra la casa de Meredes Plass, una abuela que guarda varios secretos familiares. Pronto, las cuatro hermanas descubrirán su destino y el legado que les fue heredado.

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—¿Qué me pasa? Me pasa que Mercedes...

—La abuela —corrigió Magdalena.

—Mercedes dijo que vendría a buscarnos y ya debería estar acá. Lo curioso, sin embargo, es que no la veo por ningún lado. El avión ya se fue y nos quedamos solas en medio de la nada. Eso me pasa.

—Estamos en un aeropuerto. Explícame cómo eso puede significar estar “solas en medio de la nada” —agregó Matilde.

—No discutan ahora —intervino Magdalena bruscamente—. La abuela debe estar por llegar.

—No entiendo por qué tanto énfasis en esa palabra... A esta señora no la vemos hace más de diez años; rara vez hablaba con los papás y nunca nos llamó, ni siquiera para un cumpleaños. Es un familiar totalmente ausente al que no le debemos ni cariño ni respeto. El título de abuela no se otorga tan fácilmente.

—Y estoy seguro de que doña Meche hará todo lo posible por ganárselo.

Un hombre ancho y de unos cincuenta años apareció detrás de Manuela. Llevaba una manta de lana café, unos pantalones azul marino y zapatos cargados de tierra. Tenía tez morena y los surcos en su cara eran acompañados por el pelo oscuro que ya mostraba las primeras canas. Al ver las miradas sorprendidas de las hermanas, se limpió rápidamente su mano derecha en el poncho y la estiró hacia Magdalena.

—Mucho gusto, señorita. Mi nombre es Pedro Salas. Soy el capataz de doña Meche, perdón, de doña Mercedes Plass. Ustedes son sus nietas, ¿cierto?

—Sí —respondió Magdalena estrechando su mano—. Mucho gusto. Usted... pensé que ella vendría a buscarnos...

—Ah, no, no... la doña me pidió que viniera yo porque ella no maneja y además no le gusta dejar la casa sola.

—Pero ella me dijo que vendría. Me lo aseguró ayer por teléfono —le dijo Magdalena dejando entrever un asomo de desconfianza.

—Sí, lo que pasa es que creímos que mi hijo se iba a poder quedar en la casa, pero tuvo que ir a hacer un trabajo a Osorno y no vuelve hasta pasadito unos días. Yo traje mi camioneta, ahí caben todas a gusto —contestó mientras señalaba una antigua Chevrolet LUV blanca bañada en barro.

Las tres hermanas miraron a Magdalena como preguntándole si podían confiar en aquel señor que jamás habían visto u oído nombrar.

—Bien —resolvió finalmente la mayor de las Azancot—. ¿Nos vamos entonces?

Manuela dirigió una sonrisa forzada al hombre y tomó a Magdalena del brazo, apartándola unos metros del lugar donde estaban los demás.

—¿Es broma, cierto? —le dijo con palabras ahogadas—. ¡No tenemos idea quién es ese viejo huaso! ¡¿Cómo se te ocurre decirle que nos vamos con él?! Yo no iré a ninguna parte, Magdalena. ¿Me escuchaste? ¡Ni muerta me suben a esa camioneta ordinaria!

—Perfecto —le respondió su hermana mayor luego de observarla unos segundos—, te puedes quedar sola acá, esperando a la abuela.

Manuela se quedó estancada en el mismo lugar mientras sus hermanas se subían a la camioneta. Cuando vio que todas estaban arriba, comenzó a correr, gritándoles para que la esperaran.

***

El viaje desde el aeropuerto al pueblo duró alrededor de una hora y media, pero ninguna de las cuatro hermanas tuvo la oportunidad de aburrirse: el paisaje era hermoso. La naturaleza parecía desbordar la carretera como si quisiera comérsela. Pinos, alerces y robles se elevaban por ambos lados, mientras los pocos terrenos que se libraban de ellos estaban poblados por arbustos y helechos. A pesar del ruido que emitía el motor de la vieja camioneta, se podía escuchar el romper de las olas a lo lejos. Montes pequeños los rodeaban constantemente y, detrás de ellos, la cordillera de los Andes bañada en nieve se erigía imponente.

Cuando llegaron a Puerto Frío, ya había oscurecido y las tres hermanas mayores dormitaban. Solo cuando uno entraba al pueblo las calles estaban pavimentadas. Se notaba que el cemento era reciente, al igual que la costanera. Las casas eran coloridas como si intentaran llamar la atención y a Marina no le extrañó ese hecho: Magdalena le había contado que, en sus inicios, el pueblo había sido un puerto importante para el país, pero que con la construcción de otros como Talcahuano o Valparaíso, Puerto Frío había pasado casi al olvido. A partir de esos momentos, el pueblo pedía a gritos algo de turismo para abastecer la zona. Sin embargo, Puerto Frío se mantenía aislado como reservándose para unos pocos. Marina mantenía sus ojos abiertos para ver si recordaba algo del lugar que conoció cuando tenía cinco años, pero ninguna imagen llegaba a ella, solo sensaciones. Había algo en el mar, en la tierra e incluso en la gente que se encontraba dando vueltas por las calles que hacía de Puerto Frío un lugar especial. Algo que le dio a Marina un extraño sentido de pertenencia, único e indescriptible.

—Qué lástima que ya esté oscuro —comentó desde el asiento trasero de la vieja camioneta—. Quería conocer el pueblo.

—No se preocupe, señorita Marina, la doña me pidió que mañana las trajera por acá para que vieran todo y se ordenaran antes de empezar con sus tareas.

—¿Tareas?

—Por lo que sé, usted aún no termina la escuela.

—Ah, sí —dijo Marina con desánimo y cambió el tema de inmediato—. ¿La casona de la abuela está cerca de acá?

—Como a cuarenta minutos para el interior, en el sector de los ríos, como le llamamos.

—Siempre pensé que solo la Maida le decía así.

—No, no, se llama así. El Sector de Los Ríos es bien bonito, oiga, le va a gustar. Ahí es donde llegaron primero las familias fundadoras del puerto.

—¿Y siguen allí?

Pedro guardó silencio unos segundos y Marina sintió como si este le hubiese dicho algo que no debía.

—Hace tiempo ya que las familias fundadoras se fueron del pueblo. Ahora solo queda una persona en representación de todas ellas, pues: su abuela.

—¿Y por qué se fueron? —Marina sabía que estaba incomodando al ayudante de Mercedes, pero la curiosidad la invadía y le era imposible dejar de hacer preguntas.

—Simplemente se fueron... hace muchos años atrás.

—¿A dónde?

—¡Usted sí que salió buena para la pregunta, oiga! —le contestó Pedro con una sonrisa forzada—. Son cosas antiguas, historias de viejos... la doña de seguro querrá contárselas. Mejor espérese a llegar, no más.

Marina comprendió que el mayordomo no quería seguir hablando y decidió, entonces, que era mejor callar.

El silencio reinaba dentro de la camioneta. Todas dormían a excepción de Marina, quien se daba vueltas en preguntas sin respuesta. ¿Por qué sus padres, la noche anterior a su muerte, parecían haberse despedido de todas sus hijas? ¿Por qué habían estipulado que se fueran a vivir a la casa de un familiar al que no veían hace más de diez años? Marina se sentía en la mitad de la nada, a oscuras y con niebla, sin la capacidad de ver más allá de su propia nariz. Sabía que algo se ocultaba detrás de la serie de eventos ocurridos en los últimos días y pensó que quizás había pistas dejadas mucho tiempo atrás.

La oscuridad ya inundaba Puerto Frío cuando dejaron atrás el pueblo. A lo lejos, Marina pudo observar múltiples luces pequeñas y difuminadas que bordeaban la costa. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al cabo de unos minutos, la camioneta se internó en un empinado camino de ripio, marcado por curvas estrechas y la naturaleza que no daba tregua. Marina no podía ver más allá de las luces del automóvil y a las polillas que chocaban contra el vidrio delantero, aunque, de todas formas, pudo advertir que el sonido del mar se había acallado para dar paso al correr de los ríos.

—¿Cómo puedes manejar con esta oscuridad, Pedro? —comentó Marina rompiendo el silencio.

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