—Ya era hora —interrumpió una voz somnolienta desde el asiento trasero.
Dos brazos se estiraron y un bostezo inundó el ambiente: Manuela, una de las hermanas del medio, había despertado. A su lado seguía durmiendo Matilde, la tercera hija de la familia Azancot. Los ojos verdes de la primera se asomaron entre la ranura de los asientos de adelante donde estaban sentadas sus hermanas.
—¿Cómo están? Imagino que la Marina no ha parado de sufrir —comentó mirando a Magdalena.
—Ya está mejor.
—Qué bueno, porque está grandecita como para tenerles miedo a los aviones.
—No tiene nada que ver una cosa con la otra —le respondió Magdalena con el ceño fruncido—. Tú que estás a punto de egresar de psicología deberías saberlo mejor que nosotras.
—Lo que pasa es que ustedes la siguen viendo como una niñita de dos años. La cuidan demasiado. Déjame decirte que con eso no van a lograr nada.
—¿Y quién le tiró maní al mono?—preguntó irritada Marina.
—Qué horror tu vocabulario. Ojalá la educación fuera gratis en el país, así no gastaríamos plata por nada.
—Sí, también podría tener calidad, así no tendríamos psicólogos como tú atendiendo pacientes.
—Por lo menos tendré un cartón universitario, algo difícil para ti considerando el promedio que tienes en el colegio.
—Ya, paren —interrumpió Magdalena—. No se van a poner a pelear ahora.
Manuela tenía veintidós años, tres menos que Magdalena y dos más que Matilde. Era, sin lugar a dudas, la más introvertida y seria de las cuatro. Acostumbraba a permanecer días completos encerrada en su pieza leyendo y rara vez hablaba más de la cuenta, por lo que nunca se sabía muy bien lo que hacía o pensaba. Tenía una biblioteca enorme en la casa de Santiago, donde su estante cubría una pared completa. Cuando estaba por cumplir quince años y ante su completa negativa a realizar una fiesta como era habitual entre las niñas de su edad, su padre decidió darle en el gusto y construir el mueble con el que siempre había soñado. Una vez terminado, le vendó los ojos y la llevó a su pieza junto con el resto de la familia. Ahí, en una de las paredes, se encontraba un gran armazón café que iba de lado a lado. En la primera corrida estaba la colección completa de los trágicos griegos, los primeros libros con los que comenzó a llenar el estante que, a esas alturas, ya debía estar fijo en una de las piezas de la casona en Puerto Frío. Probablemente allí no alcanzaría a llegar ni a la mitad de la muralla. Manuela sentía un poco de ansiedad al no saber las circunstancias exactas en que habían sido trasladados el estante y sus libros, por lo que su mal genio usual se acrecentaba conforme pasaba el tiempo.
—¿Cuánto llevamos arriba del avión?
—¿No puedes preguntar cuánto llevamos de viaje, Manuela? —gruñó Magdalena al ver que su hermana menor se retorcía en el asiento que daba al pasillo.
—No importa —intervino Marina, cansada de que hablaran de ella como si no estuviera presente—. Ya no queda mucho.
—¿Ves? —dijo Manuela mirando a su hermana mayor.
—¿Y qué pasa con Matilde? —preguntó Marina.
—No sé cómo tuvo fuerzas para salir a bailar —comentó Manuela.
—No las tiene, es su forma de enfrentar las cosas —respondió Magdalena dándose vuelta para observar, preocupada, cómo dormía su otra hermana.
A diferencia de las demás, Matilde parecía no tener ataduras con nadie. De todas sus hermanas, era la que tenía menos diferencia de edad con Marina y, sin embargo, nunca había logrado hablar seriamente con ella. Siempre que se acercaban era para divertirse y, en cada una de esas ocasiones, el propósito se cumplía: las bromas de Matilde eran únicas. Todo en ella lo era: sus modos y gustos, su forma de vestir, la música que escuchaba. Incluso parecía que su manera de hablar era diferente a la del resto de sus hermanas. Hoy, a sus veinte años, se definía a sí misma como un espíritu libre que nunca podría ser encerrado. Era espontánea y alegre, por lo que rara vez tenía inconvenientes con alguien y, en el caso de que los tuviera, se enfrentaba a ellos justificando que el conflicto no era suyo. Simplemente no se hacía problemas con nada. Al parecer, ni siquiera con la muerte.
—Ya es momento de que empiece a enfrentar la vida, sobre todo ahora. Nada justifica que haya salido a bailar después de la semana que tuvimos.
—Yo creo que luego tomará conciencia de lo que pasó. Pronto todas lo haremos —comentó su hermana mayor.
De súbito, el avión se comenzó a mover. La azafata anunció que estaban experimentando una leve turbulencia y que era necesario ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Marina tocó su abdomen para corroborar que la hebilla se mantuviera tan ajustada como al inicio del vuelo, pero eso no la reconfortó.
—Marina, quédate tranquila —le dijo Magdalena tomándole la mano mientras el avión se sacudía de arriba abajo y de un lado para otro—. Es normal que pase esto, la mayoría de los vuelos tienen turbulencias...
—Sí y ninguno se cae —interrumpió Manuela desde atrás.
—No puedo creer que la molestes ahora —comentó Matilde, quien acababa de despertar debido a los movimientos—. ¿Por una vez en tu vida, podrías dejar de ser tan prepotente?
—Ustedes son demasiado sensibles, no he dicho nada terrible.
—Lo que pasa es que te gusta molestar a las personas, vives de eso.
—Te equivocas, tú vivirás siendo una molestia para el resto mientras yo tendré que sanar a gente como tú —le respondió Manuela mirándola con aires de superioridad.
—“Sanar a gente como tú”. ¿Escucharon eso? —preguntó Matilde, burlona.
—Ya, paren —dijo Marina, intentando concentrarse en lo que quería decirles, y no en el miedo que sentía.
Magdalena le aferró más su mano, mientras atrás de ellas todo era silencio. Parecía que los pasajeros se habían sumergido en un sueño profundo, ya que nadie emitía sonido alguno. Esto aumentó el terror que sentía Marina mientras el avión se movía con violencia. Y tan repentinamente como habían comenzado las turbulencias, de la misma forma se acabaron.
—Se terminó —le recalcó Magdalena disminuyendo un poco la presión sobre la mano de Marina.
—Sí —suspiró—. Gracias.
La menor de las hermanas se atrevió a observar las miradas que la rodeaban y advirtió que la mayoría de los pasajeros estaban tiesos y asustados al igual que ella. Incluso Magdalena había palidecido ligeramente.
—Ya no aguanto más estar aquí encerrada, menos si el avión se transforma de nuevo en una batidora —masculló Marina.
—Oye, Marina... date vuelta —comentó Matilde y su hermana menor giró apenas el cuello—. Te pedí que te dieras vuelta, no que me mostraras tu perfil. Dale, atrévete.
—Sí, supérate —agregó Manuela.
Marina se volteó, más por la ironía de Manuela que por la petición de Matilde. Luego, levantó sus cejas en son de pregunta.
—¿Quieres que te cuente cómo era el chiquillo que conocí ayer en la noche? —le preguntó Matilde, picarona.
“El viejo truco de la distracción”, pensó Marina. Si había alguien que sabía cómo desviar la atención hacia temas poco relevantes, esa era Matilde. Entonces, se dio cuenta de que, quizás, esa era su mejor opción para terminar el último trayecto del viaje. Asintió y Matilde se lanzó a hablar. Le contó que sus amigas de la universidad le habían organizado una despedida, así que habían ido a un bar para tomar mojitos y comer quesos. Los mojitos fueron dos, tres, y antes de tomar el cuarto, decidieron ir a bailar a la discoteque más cercana. Primero, bailó con sus amigas; después, bailó sola y, antes de irse, decidió bailar con un tipo que, según ella, la había mirado toda la noche.
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