Camila Valenzuela - Zahorí 1 El legado

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Zahorí 1 El legado: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglos atrás, en la antigua Irlanda, quedó pendiente una promesa y un oscuro presagio. Algunos creyeron que el juramento quedaría en la palabra, pero la sangre no olvida. Solo en el presente, cuando las hermanas Azancot lleguen a vivir a un remoto pueblo ubicado en el sur de Chile, un linaje completo entenderá la fuerza de ese juramento. Entre el mar y bosques de alerces milenarios, se encuentra la casa de Meredes Plass, una abuela que guarda varios secretos familiares. Pronto, las cuatro hermanas descubrirán su destino y el legado que les fue heredado.

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—Pareciera que hace siglos hago el mismo recorrido, mija.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con mi abuela?

—Veinte años, más o menos...

—Qué raro, no me acuerdo de ti. La última vez que vine, no estabas.

—Es que hubo un tiempo en que dejé de trabajar en la casona —reconoció Pedro con el semblante vacío—. Mi cabro estaba recién nacido y decidí dejar de trabajar para su abuela y así criarlo mejor. Mantener esa casona es duro y no hay nadie más que ayude. Pero bueno, usted sabe: quien se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen.

—¿Y la mamá de tu hijo?

—A cada santo le llega su día, señorita Marina.

Se produjo un silencio largo y Marina notó que, nuevamente, sus preguntas habían incomodado a Pedro. No tuvo tiempo de pedir disculpas o continuar la conversación: el capataz disminuyó la velocidad para cruzar un puente pequeño y angosto, iluminado principalmente por la luna. Luego, se adentró en un camino estrecho rodeado por helechos que colindaba con un portón de hierro forjado, sostenido por dos pilares de ladrillos. Pedro detuvo la camioneta, bajó y abrió una de las puertas de hierro primero; en seguida, la otra y volvió a subir. Pasó la Chevrolet por el umbral y repitió la misma acción, esta vez para cerrar el portón. Una vez más, entró al auto para continuar el camino. Poco a poco, las luces delanteras dejaron entrever la silueta de una gran casona inserta en medio del bosque. Entonces, Marina pegó un codazo a cada lado para despertar a Matilde y a Manuela.

—Llegamos. Maida, despierta.

Pedro detuvo la camioneta frente a la entrada de la casona. Justo en ese momento, las hermanas vieron que una de las puertas principales se abría. Del interior salió corriendo una mujer de pelo blanco con los brazos abiertos.

—¡Bienvenidas a Puerto Frío, queridas! —les gritó.

Acertijos

Magdalena bajó y cerró la puerta de la camioneta tras de sí. En seguida, sus tres hermanas hicieron lo mismo y se pusieron en fila, una al lado de la otra. La oscuridad de la noche, un poco atenuada gracias a las luces que se propagaban desde el interior de la casona, delineaba la silueta de Mercedes: a pesar de la edad, aún conservaba el porte; “ni atisbo de joroba”, pensó Marina. Su abuela parecía igual de alta como cuando ella era niña y debía mirarla hacia arriba, era como si el tiempo no hubiera pasado por ella: los mismos colores en su ropa, el mismo caminar erguido y elegante. Quizás lo único distinto eran sus ojos rodeados de surcos marcados y firmes. Y aun con todas esas arrugas, Marina pudo distinguir a su madre en aquella mirada: la perspicacia, la valentía. Las palabras que no se dicen. Los secretos. Fue su abuela quien se atrevió a romper el silencio:

—Espero que hayan tenido un buen viaje. ¿Qué les parece si entramos? Les tengo una rica leche con miel para que puedan descansar.

Matilde le pegó un codazo disimulado a su hermana menor.

—Y no te preocupes, Marina —continuó Mercedes, guiñando un ojo—. Para ti hay té con miel.

La abuela se dirigió hacia donde estaba ubicado el capataz. Marina aprovechó ese momento para mirar extrañada a Magdalena, quien subió sus hombros dándole a entender que tampoco sabía cómo Mercedes se había enterado de que no le gustaba la leche.

Pedro se retiró y Mercedes caminó en dirección a la casona que estaba frente a ellas. Las cuatro hermanas la siguieron expectantes.

Antes de llegar a la puerta principal había un par de escalones que daban a una larga galería de madera, decorada con una mesa y sillas de mimbre a un costado y, al otro, un par de maceteros con peperomias y orquídeas. Unas cuantas polillas de considerable tamaño revoloteaban alrededor de los faroles de muro y una mezcla de sonidos envolvía el ambiente: los pasos de las cinco mujeres, el aleteo de los insectos, los ríos a la distancia y el viento que mecía las hojas de los árboles suavemente.

Mercedes giró las antiguas manillas de vidrio y las puertas dobles de la entrada se abrieron. Fueron recibidas por un vestíbulo amplio y austero que tenía una escalera a cada lado. La decoración era simple: un perchero, un arrimo de madera y un antiguo teléfono negro. Una lámpara pequeña lograba iluminar la corrida de ventanales, divididos por parteluces, que unían dos pasillos desplegados a ambos lados. Hacía mucho tiempo que Mercedes había decidido no taparlos para así permitir que se viera el patio interior que unía las dos alas de la casa. Marina se acercó a un vidrio y puso sus manos alrededor de los ojos para mirar hacia fuera, pero la oscuridad era tal que no pudo ver nada.

—Mañana podrán recorrer la casa, el jardín y sus alrededores —dijo Mercedes al percatarse de la curiosidad de su nieta—. Ahora es mejor que descansen.

—¿Dónde están nuestras piezas? —quiso saber Marina antes de que continuaran avanzando.

—En el ala derecha del segundo piso —contestó su abuela.

—¿Y la tuya dónde está?

—Marina, no seas desubicada —intervino Magdalena nerviosa.

—No lo es —repuso Mercedes—. Antes de responderte, Marina, me gustaría pedirles a todas que, por favor, no tengan miedo de preguntar lo que quieran. Yo estoy aquí para apoyarlas y darles todo el cariño que necesiten. Además, tengan presente que esta casa es tan mía como de ustedes.

—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar Marina.

—Bueno, la historia de esta casa es muy antigua. Vamos a necesitar varias noches para contársela, para explicarles por qué les pertenece.

—Es obvio: por herencia —intervino Manuela con desdén—. Somos la única familia que te queda.

—Con el tiempo, lograrán entender que esto es más que una simple herencia familiar —contestó Mercedes.

Su abuela hizo un silencio corto para volver a hablar luego de unos segundos.

—Y en respuesta a tu pregunta anterior, Marina, mi pieza queda al lado opuesto, en el ala izquierda de la casa. Ahora, las guiaré a las suyas para que puedan dormir.

—¿Abuela? —intervino de pronto Matilde.

—Por favor, llámenme Meche.

—Meche, la verdad es que yo no estoy cansada. Me gustaría conversar un rato antes de ir a dormir. Si tú quieres, claro.

—Por supuesto, querida. Como les conté, tengo una rica leche con miel, ideal para matar el frío y conciliar el sueño.

—A diferencia de ustedes —replicó Manuela seriamente—, yo sí estoy cansada, así que si me disculpas... abuela... pero no tengo intención de quedarme a conversar.

—Como prefieras. Te llevaré a tu pieza.

—No te preocupes, solo dime dónde está y sabré llegar.

—Manuela, haz un esfuerzo y acompáñanos, ¿ya? Luego te vas a dormir —dijo Magdalena con la mezcla perfecta de mandato y petición.

Su hermana accedió desganada y Mercedes las guió por el pasillo derecho del primer piso. La luz era tenue y no se veía qué había en el fondo, aunque Marina creía recordar que la cocina y las piezas de servicio se encontraban cerca de ahí. Frente al pórtico de entrada estaba el living, alumbrado por el fuego que ardía en la chimenea bajo una repisa de piedras. Un sillón Matta de felpa café ocupaba casi la mitad de una muralla y, al frente, dos sitiales de cuero oscuro con patas torneadas lo miraban a la cara. Entre ellos había una mesa de pino Oregón que combinaba con la banqueta dispuesta frente a la mesa de centro, la cual tenía unos pocos adornos de plata sobre ella. Uno en especial llamó la atención de las hermanas. Se trataba de un plato delgado que tenía labrado un símbolo extraño. Manuela, que era la más letrada de las cuatro, supo en seguida que se trataba de la Rueda del Ser, aunque la falta de confianza le impidió preguntar qué relación tenía con la anciana.

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