Camila Valenzuela - Zahorí 1 El legado

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Zahorí 1 El legado: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglos atrás, en la antigua Irlanda, quedó pendiente una promesa y un oscuro presagio. Algunos creyeron que el juramento quedaría en la palabra, pero la sangre no olvida. Solo en el presente, cuando las hermanas Azancot lleguen a vivir a un remoto pueblo ubicado en el sur de Chile, un linaje completo entenderá la fuerza de ese juramento. Entre el mar y bosques de alerces milenarios, se encuentra la casa de Meredes Plass, una abuela que guarda varios secretos familiares. Pronto, las cuatro hermanas descubrirán su destino y el legado que les fue heredado.

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—Tenía el pelo oscuro y los ojos negros, y cuando...

—Nadie tiene los ojos negros, Mati —intervino Marina.

—Él sí los tenía negros, totalmente negros y hermosos. De hecho, yo he visto varios hombres con los ojos negros y esos son los mejores.

—Probablemente eran café oscuro, pero bueno, sigue...

—Cuando le pedí que bailara conmigo, justo pusieron esa canción de The Cure que le gusta a la Manuela, In between days...

Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba Manuela, pero ella se limitó a seguir con la vista fija en una de las alas del avión.

—¿Y? —preguntó Marina.

—Y la canción me sacó de onda, así que lo dejé botado en la mitad de la discoteque.

Las dos hermanas menores rieron. Manuela sacó su reproductor del bolsillo del asiento delantero, se puso los audífonos y cerró los ojos. Luego, Magdalena se dio vuelta, miró a Matilde y a Marina, y les dijo:

—Después no se quejen si la Manu las molesta.

—Ya, ella puede sacar de quicio a todo el mundo, yo digo una broma y me queman en el infierno. ¿Dónde quedó la igualdad entre hermanas, me pregunto yo? —contestó Matilde con una risita que le devolvió Marina.

—¿No puedes estar a la altura de las circunstancias, ni siquiera por esta vez?

Matilde no dijo nada. Marina tampoco respondió. Una vez más, su hermana mayor tenía razón. No era el momento para generar divisiones, sino para estar unidas. Magdalena también quedó muda y luego corrió hacia arriba la persiana de la ventana. La había tenido cerrada desde el inicio del viaje para que Marina no tuviera que mirar una de las alas del avión, pero ahora pensaba que estaban llegando y, creyendo que podría reconocer el lugar, la abrió para asegurarse de que fuera así. Curiosamente para un día de invierno en la Región de Los Lagos, el cielo estaba casi totalmente despejado; se podían distinguir un par de nubes, pero más abajo, el bosque se desplegaba a lo largo y ancho de las montañas. En algunos sectores, donde los árboles se alejaban unos de otros, Magdalena observó hilos de agua que se deslizaban entre los cerros y, a medida que el avión avanzaba, algunos de ellos se unían para desembocar finalmente en el mar. “Hemos llegado”, suspiró Magdalena para sus adentros, dándose cuenta de lo entusiasmada que estaba a pesar de todo. En seguida, repitió fuertemente para que sus hermanas pudieran escucharla:

—¡Llegamos!

—¿En serio? —dijo sorprendida Matilde, mientras se arrojaba sobre Manuela para mirar por su ventana—. Se me hizo muy corto el viaje.

—Eso fue porque dormiste todo el camino —comentó Manuela, ofuscada— ¿Puedes salir de encima, por favor?

—Maida, ¿cómo sabes que ya estamos en Puerto Frío? —preguntó Matilde, ignorando por completo el comentario de su hermana—. ¿No deberían avisar que llegamos?

—Te aseguro que lo harán en unos minutos, no me cabe duda de que estamos aquí: el bosque, los ríos, la forma en que van a dar al mar —le contestó Magdalena, sonriendo—. Me acuerdo como si fuera ayer.

—¿Tantas veces lo viste desde arriba?

—No, no muchas, pero nunca se me olvidó. No podría olvidarlo. Hay algo en este lugar...

—Sí, el frío mortal y el olor a pasto mojado durante todo el año.

—¡Manuela! —le gritaron las tres al unísono.

En ese momento se escuchó el anuncio de la azafata señalando que estaban próximos a aterrizar en Puerto Frío.

—¡Tenías razón! —exclamó Marina, aliviada—. Al fin llegamos.

—Sí. Y todo va a estar bien.

“Sí”, pensó Marina, “todo estará bien”. A pesar de que llegaba a un lugar que no visitaba desde hacía más de diez años; a pesar de que toda su vida anterior se había desvanecido frente a sus ojos sin poder hacer nada. Incluso a pesar de la muerte de sus padres.

Puerto Frío

Luego de la muerte de sus padres, Manuela había acrecentado su actitud hostil. Por más que Magdalena intentaba hablar con ella, poco y nada conseguía. Todas querían entenderla, pero si desde niñas les había sido difícil hacerlo, ahora era peor. Su gran y único confidente dentro de la familia siempre había sido su padre, ambos tenían una relación muy cercana: si Lucas estaba triste, Manuela era la primera en percibirlo y viceversa. Parecía que solo con él Manuela era capaz de ser ella, de contarle sus problemas e inquietudes. Y así, podían pasar tardes completas tomando café, conversando. Lucas en el sitial del comedor, Manuela en la banqueta escuchando sus historias; Lucas viendo el partido de la Selección Chilena, Manuela gritando a su lado, y los dos comiendo papas fritas. Las hermanas bañándose en el mar con Milena; Lucas y Manuela acostados sobre la toalla leyendo un libro. A veces, incluso, Marina había llegado a pensar que Manuela era más hija de Lucas que todas las demás juntas. Y ahora que Lucas no estaba, Manuela parecía más sola que nunca.

Una vez que bajaron del avión, las cuatro hermanas se sorprendieron ante la vista. Estaban acostumbradas al esmog de Santiago, a los edificios de espejos y a la cordillera lejana y perdida entre las casas del barrio alto y la contaminación. Estaban acostumbradas al cemento devorador, a los árboles escasos, la mayoría devastados por centros comerciales o autopistas. Aquí, sin embargo, el panorama era radicalmente diferente. La vegetación era frondosa y exuberante. Cerros verdosos decoraban el paisaje, el mismo que Magdalena había visto como un juguete desde el aire y que ahora parecía que se les venía encima. La cordillera, a lo lejos, les recordaba su verdadera naturaleza.

—Este lugar es impresionante —comentó Marina. La verdad era que, si bien se acordaba de la casona de su abuela, había olvidado por completo el entorno—.Es como si estuviese detenido en el tiempo. ¿El pueblo es igual?

—No sé cómo estará ahora —contestó Magdalena, recorriendo con la vista los alrededores—. Por lo menos la última vez que vinimos era igual a esto: mucha naturaleza y poca gente.

—Miren —Matilde apuntó a Manuela, quien estaba a unos metros de distancia haciéndoles señas con las manos—. Vamos a ver qué quiere, antes de que empiece a gritar como una loca.

Mientras caminaban en dirección a ella, Marina pensó que, a pesar de las diferencias que tenían y lo particular que eran sus personalidades, para un extraño sería evidente que eran hermanas. El parecido físico las unía, pero también las separaba. El tono pálido de piel, la contextura delgada y los ojos claros era algo que las distinguía de los demás, pero a la vez, cada una tenía atributos diferentes que, para Marina, congeniaban casi mágicamente con sus temperamentos: Magdalena tenía una melena rubia a la altura de los hombros, la cual calzaba de forma perfecta con sus ojos pequeños y celestes, casi blancos. Marina siempre había pensado que su hermana mayor tenía más de ángel que de humano, al igual que su padre. A Manuela, por otro lado, el pelo oscuro le caía liso hasta la cintura como si toda la fuerza de gravedad se acumulara en él, haciendo contraste con sus ojos verdes, pequeños e intensos. Cientos de rizos castaños caracterizaban a Matilde desde niña y le daban una energía única que la hacía parecer más radiante que sus otras hermanas. No obstante, tenía una mirada misteriosa que la mayoría tendía a rehuir. Marina, por último, era sin lugar a dudas la más delgada y frágil de las cuatro. Su cabello era largo con ondas de color ceniza y los ojos azules hacían contraste con el mismo flequillo que le caía sobre la frente desde que era pequeña. Quizás eso le otorgaba una mirada dulce y sumamente transparente. Tal vez por eso a Magdalena siempre le había sido fácil mirar a través de su hermana menor.

—¿Qué te pasa, Manuela? —le preguntó Matilde cuando llegaron al lugar donde estaba su hermana.

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