Camila Valenzuela - Zahorí III. La rueda del Ser

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Zahorí III. La rueda del Ser: краткое содержание, описание и аннотация

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Protagonizada por mujeres de distintas épocas, cuyos destinos se ven conectados por la magia, la saga Zahorí comienza en la antigua Irlanda, donde quedan pendientes una promesa por cumplir y un oscuro presagio. La acción se traslada al sur de Chile, a un pueblo llamado Puerto Frío, con la llegada de las hermanas Azancot a la casona de su abuela, Mercedes Plass, lugar donde se conectarán con la verdadera historia de su legado familiar.

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A las mujeres que hicieron posible esta historia en especial a mi madre Todo - фото 1

A las mujeres que hicieron posible esta historia,

en especial, a mi madre.

Todo pasa y todo vuelve, eternamente gira la rueda del ser.

Todo muere, todo reflorece; eternamente se desenrolla el año del ser.

Todo se rompe, todo se reajusta; eternamente se edifica la morada del ser.

Nietzsche

Contenido

Portadilla

Dedicatoria A las mujeres que hicieron posible esta historia, en especial, a mi madre.

Cita Todo pasa y todo vuelve, eternamente gira la rueda del ser. Todo muere, todo reflorece; eternamente se desenrolla el año del ser. Todo se rompe, todo se reajusta; eternamente se edifica la morada del ser. Nietzsche

Primera parte. Gach rud bás - Todo muere Primera parte

Éaulú

Golpe

Adiós

Caza

Ostara

Ocultos

1960

Asilo

Mabon

Silencios

Sola

2005

Caos

Segunda parte. Saol gach rud - Todo vive

Recuerdos

Confesión

Lughnasadh

Prisionero

Sangre

Asalto

Unión

Rivales

Emboscada

Regreso

Espera

Pérdida

Redención

Epílogo

Créditos

Primera parte

Éalú

Contae Ard Mhacha Ulster 1769 La oscuridad busca la oscuridad pensó - фото 2

Contae Ard Mhacha

Ulster, 1769

“La oscuridad busca la oscuridad”, pensó Melantha mientras arrojaba otro leño dentro de la chimenea. Esa noche se cumplían tres lunas desde la última liberación del Maldito. Era solo cosa de tiempo para que llegara hasta ella y su familia que, al parecer, eran los últimos descendientes del agua.

Miró por encima de su hombro. Tras ella, Melinda mecía la cuna para mantener dormida a Maeve, su hermana menor. Sus ojos se toparon y sonrieron, aunque no había rastro de alegría en ellos. Con apenas diez años, el don de la visión le permitía a Melinda entender aspectos de la vida que ni siquiera Melantha era capaz de comprender. Quizás por eso estaba tan cerca de Maeve: algo ocurriría.

Melantha removió los leños por última vez para asegurarse de que el fuego estuviera bien asentado. Se quedó de cuclillas observando las llamas que iban y venían hacia ella, como queriendo y no devorarla. Nada bueno auguraba la sensación que tenía anclada en el pecho ni el comportamiento de Melinda, pero no había nada más que pudieran hacer.

Se levantó y caminó hacia el fondo de la cocina, no sin antes besar la frente de sus hijas. Maeve solo la miró y Melinda se quedó quieta como el tronco de un árbol vetusto. Seguía esperando y Melantha intuía qué, o peor aún, a quién. Le preguntó a Melinda si ya había aprendido el hechizo y ella asintió. “Ahora solo falta la poción y el candado, madre”, le dijo al mismo tiempo que dejaba de mecer la cuna para acercarse a ella. La abrazó fuerte, con necesidad, y Melantha temió lo que pudiera significar ese gesto.

“Revuelve mientras busco los frascos”, dijo entregándole la cuchara de madera. Melinda se quedó junto a la poción verdeazulada, que gorgoteaba y echaba humo. Mientras, Melantha se acercó a la despensa para sacar de ahí dos pequeños frascos de vidrio. Su hija le preguntó si la poción sería realmente necesaria; después de todo, ya había visto el poder del candado sobre otros oscuros. Melantha quiso contarle los detalles de la historia. Quiso explicarle que el Maldito no era como los demás, pero se convenció a sí misma de que no había tiempo para eso, que Melinda ya tenía suficiente con sus premoniciones. Su respuesta fue clara y limitada: “Este oscuro es más fuerte que los otros, Melinda. La poción es necesaria para debilitarlo antes de usar el candado”, contestó. No era mentira. Tampoco era toda la verdad.

Apagó el fuego con una mano y con la otra tomó el embudo. Melinda afirmó uno de los frascos tubulares y Melantha dejó caer el líquido dentro de él; no pudo evitar que una parte cayera fuera. “¿No debiera ser más azul?”, preguntó Melinda, que acostumbraba a preparar las pociones con Lucio, su padre, y conocía muy bien las tonalidades. “Sí, debiera serlo”, dijo. “Pero no queda tiempo”, pensó.

Tapó el frasco con un corcho y lo dejó sobre el mesón. En seguida, se prepararon para llenar la segunda botella. Melantha no sabía con exactitud cuántas serían necesarias para debilitar al Maldito; quizás con una era suficiente, quizás con dos. Lo único que tenía claro era que no correría riesgos y, si había preparado bastante como para llenar diez frascos, entonces usaría los diez. El líquido corrió con rapidez dentro del vidrio. Esta vez, ni una sola gota cayó fuera. Melinda lo tapó y lo dejó justo al lado del primero.

Iban a llenar el tercero cuando una de las ventanas se abrió de golpe. El viento helado movió las cortinas y azuzó al fuego. Melinda clavó una mirada de alarma sobre su madre, pero Melantha no se dio por aludida. Nada de lo que ocurría era una buena señal –la noche sin luna, el viento sin tregua, los invitados inesperados que acechaban entre las sombras–; aun así, Melantha no dejaría caer más peso sobre Melinda.

Cerró la ventana, movió suavemente la cuna de Maeve que, una vez dormida, no despertaba ni con tormenta, y le dijo a Melinda que no se preocupara, que solo había sido el viento de invierno. “Eso no fue solo el viento”, respondió su hija, “esas fueron las hermanas del aire”. ¿Cómo podía Melinda tener solo diez años y entender cada detalle que se presentara frente a ella? ¿Heredaría de Bahee algo más que la premonición? Tal vez, todas las elementales que tuvieran el don de la visión tenían, además, algo de druida, como sus ancestros Kene y Bahee. “No, Melinda, es el invierno. Hay que mantener la calma”, dijo, aunque no supo si más por ella que por su hija.

Dejó la olla sobre el quemador y le pidió a Melinda que la esperara ahí mismo para que cuidara el sueño de Maeve. Inquieta, fue hasta la habitación que compartía con Lucio. Melinda tenía razón: esa ráfaga de viento helado fue una advertencia de las hermanas del aire. ¿Habría llegado también ese llamado hasta Lucio? Quizás era mejor que no, que siguiera lejos del hogar, para que el Maldito no lo alcanzara también a él. Si el señor de los oscuros odiaba a las elementales del agua, no existían palabras que describieran lo que sentía por sus enviados. Estos, a su vez, eran simples ovejas desprevenidas ante el poder del Maldito; nada de lo que pudiera hacer un enviado significaba una amenaza para él. Por eso, cuando Melinda le contó sobre la visión que tuvo, cuando le dijo que una sombra de ojos ardientes se aproximaba, inventó una excusa a Lucio para que saliera de la casa, para que estuviera lejos todo el día. Era una lucha de elementales, no de enviados. Eso pensaba ella.

Caminó por la habitación lentamente hasta que, por fin, el tablón que buscaba se levantó. Corrió la alfombra que lo cubría, se agachó y levantó la madera hasta sacar el pedazo flojo del piso. Metió su mano dentro del agujero negro. No tuvo que ir muy lejos para percibir la frialdad del cofre. Sintió un alivio profundo y respiró. Respiró como si fuera la primera y última vez. Por un momento creyó que esa era la advertencia del aire: el Maldito logró hallar el cofre y ya no había vuelta atrás. Pero no. Ahí estaba, frente a ella.

Sus bordes redondeados, la frialdad del metal, las cuatro gemas pequeñas que recordaban a los cuatro talismanes del poder: sodalita, turmalina verde, cuarzo transparente y piedra del Sol; cada una ocupando una de las cuatro esquinas. Al medio, justo bajo la rueda del Ser, en un grabado delicado y agudo, la sentencia: “Gach rud bás. Saol gach rud” 1. Volvió a respirar como si fuera la primera y última vez, y lo guardó nuevamente en su escondite. Poco importaba lo que pasara con ella, lo único realmente importante era ese cofre; mientras el agua lo tuviera, la rueda seguiría girando.

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