Camila Valenzuela - Zahorí III. La rueda del Ser

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Zahorí III. La rueda del Ser: краткое содержание, описание и аннотация

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Protagonizada por mujeres de distintas épocas, cuyos destinos se ven conectados por la magia, la saga Zahorí comienza en la antigua Irlanda, donde quedan pendientes una promesa por cumplir y un oscuro presagio. La acción se traslada al sur de Chile, a un pueblo llamado Puerto Frío, con la llegada de las hermanas Azancot a la casona de su abuela, Mercedes Plass, lugar donde se conectarán con la verdadera historia de su legado familiar.

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—Al interior del bosque.

—¿Algún punto exacto?

—No. Solo sabemos que si los oscuros fueron liberados en el sector de los ríos, que es más o menos el límite entre el pueblo y el bosque, el interior debiera estar despejado.

—Y probablemente primero vayan al pueblo –agregó Luciana–. Son espíritus, necesitan cuerpos si quieren pelear en una guerra.

Magdalena la miró solo unos segundos, como si pudiera ver más allá de las palabras.

Luego volvió a Manuela:

—Vamos para allá, entonces.

—No sabía que estabas a cargo –dijo Luciana.

—No lo estoy. Pero nosotros, al menos, vamos adonde dice Manuela.

—Decidimos juntas el lugar, Maida –comentó Manuela que, en realidad, parecía querer decir mucho más.

Quería explicarle que sus elementos funcionaban mejor juntos; que ella y Luciana formaban parte de un todo; que la rueda del Ser no dejaba atrás al fuego. Quería que supiera, que entendiera, que no importaba el tiempo o las historias contadas a medias: ella confiaba en Luciana y no la dejaría atrás.

—¿Qué más necesitas para confiar en ellos? –añadió Manuela–. Ya nos contaron todo lo que pasó.

—Eso es algo que tenemos que discutir en privado.

—Sabes que fue tu lado el genocida, ah… –comentó Emilio–, y aun así sigues desconfiando de nosotros –miró a Luciana y luego a Vanesa–: Vámonos no más. No tenemos nada que hacer aquí. Que se las arreglen solas.

Iba camino a tomar su mochila cuando Marina lo interceptó. Puso la palma de su mano sobre el pecho y lo detuvo. No dijo nada, ese gesto fue suficiente. Todavía quedaba algo de la amistad que alguna vez tuvieron.

Después, les habló a los demás:

—Si queremos salir vivos de esta, tenemos que dejar de lado nuestras diferencias y aprender a trabajar juntos –miró a Magdalena–: más tarde vamos a tener el momento para conocer los detalles. Hay que preocuparse de llevar a la Meche a un lugar seguro.

—Eso es cierto –dijo Manuela–; probablemente es la única que nos puede dar las respuestas que necesitamos para encontrar el talismán. La necesitamos viva.

—La Meche ni siquiera sabía que existía otro talismán –dijo Gabriel quien, cruzando una mirada con Magdalena, compartió con ella una inevitable sensación de engaño.

—No, pero su hermana mayor sí –dijo Luciana–. Mercedes conoció muy bien a Muriel y ella fue la elemental de estos tiempos que quizás tuvo más información.

—Información real y de confianza –agregó Vanesa, creyendo que eso podría servir de algo.

—Ya, esto es lo que vamos a hacer –dijo Marina–: León lleva a la Meche y a…

Quiso terminar la idea, pero no alcanzó. La tierra bajo ella se movió, no muy fuerte, pero lo suficiente como para saber que no era algo natural.

Las miradas cayeron sobre Magdalena.

—No fui yo –aseguró y salió de la cúpula junto a los demás.

Gabriel, por su parte, continuó anclado junto a Mercedes; si empezaba un nuevo ataque y la barrera de protección cedía, ninguna de sus nietas tendría tiempo de ayudarla. “No soy yo”, pensó, “no es ninguno de mis hermanos quienes llevan esta batalla”.

Ese solo pensamiento lo devolvió al momento en el que cayó a la Tierra. Volvió a abrir los ojos, a sentir el aire y tocar el agua con la planta de los pies. Volvió a saberse prescindible, en el olvido.

Mercedes abrió los ojos, aunque apenas. Gabriel afirmó con más fuerza su mano.

—¿Meche?

—La voz… del fuego… –intentó reproducir nuevamente las palabras de Muriel, pero no tuvo fuerzas para terminar.

—Tranquila, no gastes energía. Solo respira, Meche. Respira.

—¿Salvador?

—No, Meche, soy Gabriel.

—Salvador… te he echado tanto de menos… Tantos años…

—Meche, vuelve a nosotros. Te necesitamos.

—¿Y Muriel? ¿Está contigo? Quiero verla… Dile que venga…

La anciana intentó estirar el brazo, como si con ese movimiento pudiera alcanzar a su marido o a su hermana, pero solo logró mover un poco los dedos de su mano. Sonrió tranquila, en paz.

—Mi hija querida… lo siento tanto… No te cumplí… No lo logré…

—Meche –Gabriel la movió suave. No era su momento para morir. No podía serlo–: Mercedes, ¿me escuchas?

Apenas salieron de la cúpula, el frío fue hielo sobre la piel. El cielo se había teñido de un negro grisáceo, que nada tenía que ver con la noche. Luciana aguzó la mirada y Manuela tomó su mano para potenciar su poder. Si Marina pudo hacerlo tiempo atrás, para ayudarla a conectar telepáticamente con Magdalena en el primer encuentro que tuvieron con Blyth, entonces también debía funcionar entre aire y fuego.

Manuela hizo el movimiento contrario a Luciana y cerró sus ojos. Ella no llevaba la luz interna del fuego como para poder ver al enemigo en plena oscuridad, pero tenía la claridad mental del aire. Quizás, si unía sus fuerzas con Luciana, podría escucharlos.

Luciana vio las primeras sombras acercarse. Se movían de forma serpentina por los alrededores del bosque, en busca de algún punto por donde romper la barrera para llegar a las elementales y enviados.

Ruidos blancos llegaron a Manuela. Primero, un gruñido de odio. Después, coros de voces rápidas y débiles, que más parecían emociones. “Tal vez por eso se inventó la historia de que los oscuros eran sentimientos nacidos durante la guerra elemental”, pensó, “de algún modo, lo son”.

Manuela le habló a Luciana, despacio para no aumentar la desconfianza:

—Dijiste que primero irían al pueblo.

—No, dije que primero necesitaban cuerpos.

Los suyos.

Como sus hermanas, Manuela creyó estar protegida no tanto por el perímetro de magia, sino porque eran las portadoras de los talismanes, las elegidas, las elementales. Pero ahora lo entendía: desde los tiempos antiguos que no había tantos oscuros juntos; los mismos espíritus que siglos atrás lucharon al lado de Cayla y el Maldito para derrotar a las originales. Y a pesar de que no lograron derrotarlas, pelearon con valentía, murieron y fueron condenados a una vida de eterna oscuridad. Ahora eran libres. Y de las originales solo quedaban tres talismanes.

Imaginó hasta dónde podía llegar un grupo de oscuros sin ataduras ni miedos, liderados por el Maldito, y por primera vez, sintió miedo.

—¿Qué viste? –le preguntó Emilio a Luciana.

Ella lo miró, sin soltar la mano de Manuela.

—Vienen para acá.

—¿An Damnaigh?

—Por ahora solo oscuros.

—¿Alcanzamos?

Luciana sabía lo que quería decir Emilio, lo conocía bien. Quizás, demasiado bien. A diferencia de lo que creían las hermanas, huir no sería tan fácil. Para hacerlo, debían romper la barrera protectora y, apenas lo hicieran, los oscuros caerían sobre ellas como ceniza volcánica.

Vio las sombras ocupar cada espacio del bosque a los cuales sus ojos de luz podían llegar y antes de que pudiera decirles cualquier cosa a los demás, escuchó un crujido. Primero sutil, casi imperceptible. Después, el grito del árbol que cayó hasta atravesar la barrera de protección: estaba diseñada para servir de escudo contra los oscuros, pero jamás contra la naturaleza.

Aferrada a Manuela, corrió para escapar de un roble, grueso y adusto, a pesar de que por unos segundos Emilio intentó llevarla con él. El árbol se deslizó rápidamente en un sonido sordo y siniestro hasta dar con todo su peso sobre el suelo. Un golpe de tierra las impulsó desde atrás, cayendo de boca al piso.

A Marina le costaba respirar. Estaba de espaldas cuando el roble comenzó a caer, solo alcanzó a darse vuelta mientras León la empujaba lejos de las ramas que iban directo hacia ellos. Ahora, el peso del cuerpo ajeno arriba de ella apenas dejaba espacio para que pasara el aire. Podía sentir la respiración de León detrás de su oreja, densa y corta como la de ella. Él se movió hacia la derecha y Marina cargó su peso al lado contrario hasta que, finalmente, lograron levantar la rama y salir de debajo del árbol. A su alrededor todo era oscuridad. No sabían dónde o cómo estaban los demás y ninguno de ellos emitía un solo sonido: la barrera había caído y temían que el ataque empezara en ese mismo momento, apenas se dieran cuenta de que la protección ya no existía.

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