Ursula Le Guin - La rueda del cielo

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La premonición de los sueños se convierte en realidad. En un futuro esta posibilidad se convierte en una facultad de los seres humanos. George Orr es el primero en disponer de la misma. Su caso pasa a ser tratado por un psiquiatra quien trastornado mentalmente lo induce a soñar nuevas realidades que llevarían a un mundo feliz sin superpoblación, sin guerras y sin paz. Sueño a sueño esas inducciones se van transformando en realidades catastróficas.
Una novela magistral de la ganadora de los premios Nébula y Hugo, que la muestra nuevamente como uno de los autores mas importantes de la actualidad en el campo de la ciencia ficción.

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Ursula K. Le Guin

La rueda del cielo

1

Confucio, y tú con él, los dos estáis soñando. Yo que digo que vosotros soñáis, sueño también. Esto tiene por nombre misterio. Cuando, después de diez mil generaciones, nos encontremos con un varón santo, tendremos su explicación de la mañana a la noche.

Chuang-tzu, II

Transportada por la corriente, dominada por el oleaje, impulsada por todo el poder del océano, la medusa deriva en el abismo de las mareas. La luz la atraviesa y la obscuridad la penetra. Transportada, dominada, impulsada de cualquier parte a cualquier parte, porque en la profundidad del mar no hay brújula sino más cerca y más lejos, más alto y más bajo, la medusa está suspendida y oscila; los latidos son suaves y rápidos en ella, así como los vastos latidos diurnos vibran en el mar guiado por la Luna. Suspendida, oscilante, latiente, la criatura más insubstancial y vulnerable, su defensa es la violencia y el poder de todo el océano, al que le ha confiado su ser, su marcha y su voluntad.

Pero aquí surgen los sólidos continentes. Las masas de piedra y los farallones de roca surgen rudamente del agua y entran en el aire, ese espacio exterior seco y terrible de esplendor e inestabilidad, donde no hay sustento para la vida. Y ahora, las corrientes engañan y las olas traicionan, rompiendo su círculo infinito, para saltar en estrepitosa espuma contra la roca y el aire, rompiendo…

¿Qué hará la criatura formada por el mar en la arena seca de la luz del día? ¿Qué hará la mente, cada mañana, al despertarse?

Sus párpados habían desaparecido, quemados, de modo que no podía cerrar los ojos y la luz entraba en su cerebro, ardiente. No podía volver la cabeza, porque bloques de hormigón lo aprisionaban y las varillas de acero que se proyectaban desde los núcleos fijaban su cabeza como si fueran tenazas, impidiéndole el movimiento. Cuando desaparecieron, pudo volver a moverse; se sentó. Estaba sobre los escalones de cemento; junto a su mano florecía un diente de león, que surgía de una grieta en uno de los escalones. Después de un rato se incorporó, pero tan pronto como estuvo sobre sus pies se sintió muy mal; sabía que era el mal de la radiación. La puerta estaba sólo a dos pasos de él, porque la cama inflable ocupaba más de la mitad del cuarto. Llegó a la puerta, la abrió y salió. Allí se extendía el interminable corredor de linóleo, levemente ondulado, por kilómetros, y allá a lo lejos, muy lejos, el baño de hombres. Empezó a caminar hacia él, tratando de apoyarse en la pared, pero no había nada de qué aferrarse, y la pared se convirtió en el piso.

—Cálmese, así está bien.

El rostro del ascensorista estaba suspendido sobre él como un farol de papel, pálido, bordeado de pelo que encanecía.

—No pude encontrar la llave —dijo, dando a entender que había tratado de cerrar la puerta por la que llegaban los sueños, pero ninguna de las llaves correspondía a la cerradura.

—El médico está por llegar del piso quince —dijo Mannie, con voz apenas audible entre los rugidos del mar.

Él caminaba a los tumbos y trataba de respirar. Un extraño estaba sentado sobre su cama, con una jeringa hipodérmica en la mano, mirándolo.

—Le hizo efecto —comentó el extraño—. Está volviendo en sí. ¿Se siente como el demonio? Tranquilícese. Es natural que se sienta como el demonio. ¿Tomó todo esto de una vez? —mostró siete pequeños sobres del botiquín de automedicación—. Pésima mezcla, barbitúricos y dexedrina. ¿Qué se proponía?

Era difícil respirar, pero el malestar había desaparecido, dejando sólo una tremenda languidez.

—Están todos fechados esta semana —siguió el médico, un hombre joven de cabellos castaños peinados hacia atrás y malos dientes—. Lo que significa que no los obtuvo todos con su Tarjeta de Farmacia, de modo que deberé informar que usted ha pedido. No me gusta hacerlo, pero me llamaron y no tengo opción posible, ¿entiende? Pero no se preocupe, estas drogas no significan un delito; recibirá una nota para que se presente a la comisaría, donde lo enviarán a la Escuela Médica o a la Clínica de Zona para una revisación y de ahí lo derivarán a un médico o a un psiquiatra para un Tratamiento Terapéutico Voluntario. Ya preparé el formulario para usted, y usé su D.I.; todo lo que necesito saber es cuánto tiempo ha estado usando estas drogas en una cantidad que excede su asignación personal.

—Un par de meses.

El médico garabateó en un papel apoyado sobre su rodilla.

—¿Y a quién le pedía Tarjetas de Farmacia?

—Amigos.

—Tiene que darme los nombres.

Después de un momento el médico dijo:

—Un nombre, por lo menos. No es más que una formalidad, no les acarreará ningún problema. Sólo una reprimenda de la policía, y el control de SEB vigilará sus Tarjetas de Farmacia durante un año. Nada más que una formalidad. Un nombre.

—No puedo. Trataban de ayudarme.

—Vea, si no me da los nombres, significará que está resistiendo, e irá a la cárcel o lo confinarán en Terapia Obligatoria, en una institución. De todos modos si quieren pueden rastrear las tarjetas en los registros de autodroga; esto sólo les ahorra tiempo. Vamos, déme sólo uno de los nombres.

Cubrió su rostro con los brazos para protegerlo de la luz Insoportable, y dijo:

—No puedo, no puedo hacerlo. Necesito ayuda.

—Me pidió prestada mi tarjeta —dijo el ascensorista—. Sí, Mannie Ahrens, 247-602-6023 —la lapicera del médico siguió garabateando.

—Nunca usé su tarjeta.

—Vamos a confundirlos un poco; no van a controlar. La gente siempre usa las Tarjetas de Farmacia de otra gente, no pueden controlar. Tengo una colección completa de esas reprimendas. No lo saben. He tomado algunas cosas de SEB de las que ni siquiera oí hablar. Usted nunca ha tenido problemas, George, tranquilícese.

—No puedo —replicó, dando a entender que no podía permitir que Mannie mintiera por él, que no podía impedir que mintiera por él, que no podía tranquilizarse, que no podía seguir así.

—Se sentirá mejor en dos o tres horas —dijo el médico—. Pero no salga hoy. De todos modos, el centro está congestionado, los conductores están haciendo otra huelga y la policía intenta conducir los subterráneos; según las noticias, hay gran tensión. Descanse. Ahora debo marcharme; tengo que caminar hasta mi trabajo, a unos diez minutos de aquí, en ese Complejo Habitacional del Estado de Macadam —la cama se sacudió cuando el médico se puso de pie—. ¿Sabe que hay doscientos sesenta niños en ese complejo que sufren desnutrición? Son todas familias de ingresos bajos o de Ayuda Básica, y no reciben proteína. ¿Qué demonios se supone que debo hacer? Ya pasé cinco notas diferentes de Raciones Mínimas de Proteína para esos chicos, y no llegan; todo es burocracia y excusas. Siempre me dicen que la gente de Ayuda Básica puede comprar alimento suficiente. Seguro, ¿pero qué pasa si no hay alimento para poder comprarlo? Oh, al demonio con este asunto. Voy y les doy inyecciones de vitamina C y trato de simular que la inanición no es más que escorbuto…

La puerta se cerró. La cama se sacudió cuando Mannie se sentó en el mismo lugar que había ocupado el médico Había un olor apenas perceptible, dulzón, como de pasto recién cortado. En la obscuridad de ojos cerrados entre la bruma, la voz de Mannie sonó lejana:

—¿No es genial estar vivo?

2

El portal de Dios es la inexistencia.

Chuang-tzu, XXIII

El consultorio del doctor William Haber no tenía una vista del monte Hood. Era un departamento interior en el piso sesenta y tres del Willamette East Tower, y no tenía ninguna vista. Pero en una de las paredes sin ventanas había una gran fotografía mural del monte Hood, que el doctor Haber miraba mientras hablaba por el intercomunicador con su recepcionista.

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