—Mi esposo murió en la guerra del Cercano Oriente —agregó.
—Sí —dijo Orr.
—¿Usted diseña todas estas cosas?
—La mayoría de las herramientas. Y los utensilios de cocina. Mire, ¿le gusta esto? —él tomó una tetera con fondo de cobre, maciza pero elegante, con un extraño diseño.
—¿A quién no? —exclamó ella, tendiendo sus manos; él se la alcanzó, y ella la sostuvo y la admiró—. Me gustan las cosas —comentó; él afirmó con la cabeza—. Usted es un verdadero artista. Es hermosa —el señor Orr es experto en cosas tangibles —acotó el propietario, en voz sin tono, hablando desde el codo izquierdo—. Escuche, yo recuerdo… —dijo Heather de pronto—. Por supuesto, fue antes de la Crisis, por eso todo está tan mezclado en mi mente. Usted soñaba, quiero decir, y usted creía que soñaba cosas que se convertían en realidad, ¿verdad? Y el médico le insistía para que siguiera soñando y usted se oponía, de modo que buscaba el modo de zafarse de la Terapia Voluntaria con él sin que lo castigaran con Terapia Obligatoria. Sí, lo recuerdo. ¿Consiguió que lo pasaran a otro analista?
—No. No los necesito más —dijo Orr, y rió.
También ella rió.
—¿Qué hizo con sus sueños?
—Oh… seguí soñando.
—Yo creía que usted podía cambiar el mundo. ¿Es éste el mejor que pudo hacer para nosotros, esta confusión?
—Tiene que serlo —replicó él.
El mismo habría preferido un mundo más tranquilo, pero nada podía hacer. Y por lo menos ella estaba en ese mundo. Él la había buscado de todas las maneras posibles, no la había encontrado, y se había dedicado a su trabajo como consuelo; no le daba demasiado, pero era el trabajo que él podía hacer, y Orr era un hombre paciente. Pero ahora su triste y silencioso penar por su mujer perdida debía terminar porque allí estaba ella, la extraña impetuosa, recalcitrante, frágil, a la que siempre habría que reconquistar.
Él la conocía, conocía a esa extraña, sabía cómo hacerla hablar y cómo hacerla reír. Dijo, por último:
—¿Acepta una taza de café? Hay un bar al lado. Es la hora de mi descanso.
—No creo que lo sea —replicó ella; eran las cinco menos cuarto de la tarde. Ella miró hacia el Extraño—. Claro que me gustaría tomar café, pero…
—Vuelvo en diez minutos, E’nememen Asfah —le dijo Orr a su patrón mientras iba a buscar su impermeable.
—Tómese la tarde —dijo el Extraño—. Hay tiempo. Hay regresos. Ir es regresar.
—Muchas gracias —dijo Orr, y le estrechó la mano.
En su mano, la gran aleta verde se sentía fría. Salió con Heather a la cálida tarde lluviosa de verano. El Extraño los miró a través de la vidriera, así como un animal marino podría mirar desde un acuario, viéndolos pasar y desaparecer en la bruma.
FIN