Entró en el núcleo de la pesadilla.
Era una fría obscuridad, que se movía vagamente en redondo, hecha de miedo, la que lo arrastraba, lo apartaba. Orr sabía dónde estaba la Ampliadora. Tendió la mano y la tocó; buscó el botón inferior y lo oprimió.
Entonces se agachó, cubriéndose los ojos y retrocediendo, porque el temor había invadido su mente. Cuando alzó la cabeza y miró, el mundo volvía a existir. No estaba en buen estado, pero estaba allí.
No estaban en la torre de IHID, sino en un consultorio más deslucido y común en el que nunca había estado antes. Haber yacía estirado sobre el diván, macizo, su barba apuntando hacia arriba. Volvía a ser una barba rojiza y una piel blanca, no gris. Los ojos estaban entrecerrados y no veían nada.
Orr retiró los electrodos, cuyos cables se extendían como lombrices entre el cráneo de Haber y la Ampliadora. Orr miró la máquina, con sus gabinetes abiertos; había que destruirla, pensó. Pero no tenía idea de cómo hacerlo, ni ganas de intentarlo. La destrucción no era su línea; y una máquina es menos culpable aun que un animal. No tiene otras intenciones más que las de nosotros mismos.
—Doctor Haber —dijo, sacudiendo un poco los enormes y fuertes hombros— ¡Haber, despierte!
Después de un momento se movió el pesado cuerpo, y en seguida se sentó. Se lo veía débil y flojo; la cabeza, maciza y hermosa, pendía entre los hombros. La boca estaba floja. Los ojos miraban al frente, hacia la obscuridad, el vacío, el no ser que estaba en el centro de William Haber; ya no eran opacos, sino vacíos.
Orr, de pronto, empezó a temerle físicamente, y se apartó de él.
Necesito ayuda, pensó; no puedo manejar esto solo… Salió del consultorio, atravesó una sala de espera que no le era familiar, y corrió escaleras abajo. Nunca había estado en ese edificio y no tenía idea de cuál podía ser, a dónde estaba. Cuando salió a la calle, supo que era una calle de Portland, pero eso era todo. No estaba cerca de Washington Park, ni de las colinas del oeste. Nunca había caminado por esa calle.
El vacío del ser de Haber, la pesadilla efectiva, que se irradiaba del cerebro que soñaba, había roto las conexiones. La continuidad que se había mantenido entre los mundos, o las líneas de tiempo de los sueños de Orr, se había quebrado ahora, y el caos se había establecido. Orr tenía pocos recuerdos incoherentes de la existencia en que se hallaba ahora; casi todo lo que sabía procedía de otras memorias, los otros tiempos de sueño.
Otra gente, menos consciente que él, podía estar mejor preparada para este cambio de existencia; pero se sentirían más atemorizadas, al no tener una explicación. Hallarían al mundo radical, insensible, repentinamente cambiado, sin ninguna causa racional posible para el cambio. Habría mucha muerte y terror a continuación del sueño del doctor Haber.
Y pérdida. Y pérdida.
Supo que la había perdido; lo había sabido desde que entrara, con la ayuda de ella, en el vacío que rodeaba al durmiente. Ella se había perdido junto con el mundo de las personas grises y el enorme edificio artificial hacia el que había corrido, dejándole solo en la ruina y la disolución de la pesadilla. Ella había desaparecido.
Orr no trató de buscar ayuda para Haber. No había ayuda posible para Haber. Ni para él. Había hecho todo lo que podía hacer. Siguió caminando por las calles enrarecidas. Por los carteles supo que se hallaba en la parte noreste de Portland, una zona que nunca había conocido demasiado. Las casas eran bajas, y en las esquinas se tenía a veces la vista de una montaña. Vio que la erupción había cesado; en realidad, nunca había empezado. El monte Hood se elevaba, de un color violeta obscuro, en el crepuscular cielo de abril, dormido. El monte dormía.
Soñar, soñar.
Orr caminaba sin meta, siguiendo una calle y luego otra; estaba agotado, y a veces tenía la tentación de tenderse allí, en la calle, y descansar un rato, pero seguía caminando. Se estaba acercando a una zona comercial ahora, se aproximaba al río. La ciudad, mitad destruida y mitad transformada, una jungla confusa de grandiosos planes y recuerdos incompletos, bullía; los fuegos y las insanías corrían de casa en casa. Sin embargo la gente seguía sus negocios como siempre: había dos hombres saqueando una joyería, y más allá se acercaba una mujer que sostenía un bebe de mejillas rojizas que lloraba en sus brazos, caminando decididamente hacia su hogar. Dondequiera que estuviese el hogar.
Luz le preguntó a Inexistencia: ¿Su Merced tiene existencia o no la tiene? Luz, al no obtener respuesta…
Chuan-tzu, XXII
En algún momento de esa noche, cuando Orr estaba tratando de hallar su camino por entre los caóticos suburbios hacia Corbett Avenue, un Aldebaraniano lo detuvo y lo persuadió para que fuera con él. Orr lo siguió, dócil. Después de un rato le preguntó si era Tiua’k Ennbe Ennbe, pero no preguntó con mucha convicción y no pareció importarle cuando el Extraño le explicó, con gran esfuerzo, que George se llamaba Jor Jor y él E’nememen Asfah.
Lo llevó a su departamento, próximo al río, sobre un taller de reparaciones de bicicletas, y próximo a la Misión Evangélica Esperanza Eterna, que parecía colmada, esa noche. En todo el mundo se les exigía a los diversos dioses, con amabilidad mayor o menor, una explicación de lo que había ocurrido entre las 6:25 y las 7:08 de la tarde. Dulcemente discordante, el “Rock of Ages” se oía abajo mientras ellos subían las obscuras escaleras que llevaban a un departamento del primer piso. Una vez llegados, el Extraño le sugirió a Orr que se acostara en la cama, porque se lo veía cansado. Dormir reconstruye la deshilachada seda de la pena —dijo.
—Dormir, tal vez soñar; ay, ahí está el obstáculo —replicó Orr; había algo en la forma curiosa en que los Extraños se comunicaban, pero estaba demasiado cansado para decidir qué era—. ¿Dónde va a dormir usted? —preguntó, sentándose pesadamente en la cama.
—En ninguna parte —replicó el Extraño, con su voz carente de tono.
Orr se inclinó para desatar sus zapatos. No quería ensuciar la colcha de la cama con sus pies, no sería justo pago de tanta amabilidad. Al agacharse se sintió mareado.
—Estoy cansado —dijo—. Hice muchas cosas hoy. Es decir, hice algo. Lo único que hice en mi vida: oprimir un botón. Fue necesario todo el poder de mi voluntad, la fuerza acumulada de toda mi existencia, para oprimir un maldito botón NO.
—Usted ha vivido bien —dijo el Extraño.
Estaba parado en un rincón, y parecía que se quedaría parado ahí indefinidamente.
No estaba parado ahí, pensó Orr; no de la misma manera en que él se pararía, o se sentaría, o se acostaría o sería. Él estaba parado ahí de la manera en que él, Orr, podría estarlo en un sueño. Estaba allí de la misma manera en que, en un sueño, uno está en algún lado.
Se acostó. Claramente percibía la piedad y la compasión protectora del Extraño, parado en el otro extremo de la obscura habitación. El Extraño lo veía, no con los ojos, como a una extraña criatura de corta vida, carnal, desprotegido, infinitamente vulnerable, a la deriva en los mares de lo posible: algo que necesitaba ayuda. A Orr no le molestaba; realmente necesitaba ayuda. El agotamiento lo dominó, lo arrastró como una corriente del mar en la que se estuviera hundiendo lentamente.
—Er’ perrehnne —murmuró, entregándose al sueño.
—Er’ perrehne, —replicó E’nememen Asfah, en un susurro.
Orr se durmió y soñó. Sin tropiezos. Sus sueños, como olas del mar profundo lejos de la costa, iban y venían, se elevaban y se hundían, profundas e inofensivas, sin chocar contra nada, sin cambiar nada. Danzaron su danza entre todas las otras olas en el mar del ser. En su sueño las grandes tortugas marinas verdes buscaron, nadando con pesada e infinita gracia por las profundidades, en su elemento.
Читать дальше