Ursula Le Guin - La rueda del cielo

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La premonición de los sueños se convierte en realidad. En un futuro esta posibilidad se convierte en una facultad de los seres humanos. George Orr es el primero en disponer de la misma. Su caso pasa a ser tratado por un psiquiatra quien trastornado mentalmente lo induce a soñar nuevas realidades que llevarían a un mundo feliz sin superpoblación, sin guerras y sin paz. Sueño a sueño esas inducciones se van transformando en realidades catastróficas.
Una novela magistral de la ganadora de los premios Nébula y Hugo, que la muestra nuevamente como uno de los autores mas importantes de la actualidad en el campo de la ciencia ficción.

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A principios de junio los árboles tenían abundantes hojas y las rosas florecían. En toda la ciudad las enormes flores, llamadas rosa de Portland, florecían rosadas en los tallos espinosos. Las cosas se habían restablecido bastante bien. La economía se estaba recuperando. Las personas cuidaban sus jardines.

Orr estaba en el Hospicio Federal, en Linnton, al norte de Portland. Los edificios, construidos en la década de 1990, estaban situados sobre una gran zona escarpada frente a los prados, fértiles por las crecidas del Willamette, y la elegancia gótica del puente St. Johns. Habían estado superpoblados en abril y mayo, por la plaga de perturbaciones mentales que siguió a los sucesos de la tarde que se recordaba ahora como “La Crisis”; pero eso se había superado, y el instituto había vuelto a su rutina de pacientes excesivos y personal escaso.

Un asistente alto, que hablaba en voz baja, lo llevó arriba a Orr, a los cuartos de una sola cama, en el ala norte. La puerta que llevaba a esa ala y las puertas de todos los cuartos eran pesadas, con un atisbadero a un metro cincuenta del suelo, y estaban cerradas con llave.

—No es que sea peligroso —dijo el asistente mientras abría la puerta del corredor—. Nunca ha sido violento. Pero tiene ese mal efecto sobre los otros. Lo ubicamos en dos guardias pero no hubo caso. Los otros estaban asustados de él, nunca vi nada igual. En general, se influyen unos a otros y tienen terrores pánicos y pasan noches malas, pero no así. Le tenían miedo a él. Por las noches golpeaban las puertas para poder escapar de él. Y él no hacía más que estar acostado. Bueno, aquí se ve de todo. A él no le importa dónde está, supongo. Aquí es —abrió la puerta y precedió a Orr en el cuarto—. Visitas, doctor Haber —dijo.

Haber estaba delgado. El pijama azul y blanco se veía grande sobre su cuerpo. Su cabello y su barba estaban más cortos, pero limpios y bien arreglados. Se sentó en la cama y miró el vacío.

—Doctor Haber —dijo Orr, pero su voz flaqueó; sintió suma piedad, y temor. Sabía qué era lo que miraba Haber. El mismo lo había visto. Estaba mirando al mundo posterior a abril de 1998. Miraba al mundo tal como lo había malentendido la mente: el sueño malo.

Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no puede soportar demasiada realidad; pero el pájaro está equivocado. Un hombre puede soportar todo el peso del Universo por ochenta años. Es la irrealidad lo que no puede soportar.

Haber estaba perdido; había perdido todo contacto con la realidad.

Orr hizo otro intento por hablar, pero no encontró palabras. Fue retrocediendo hacia la puerta y salió, acompañado por el asistente, que cerró la puerta con llave.

—No puedo —dijo Orr—. No hay forma.

—No hay forma —dijo el asistente.

Mientras marchaba por el corredor, el asistente agregó en su voz suave: El doctor Walters me dijo que él era un científico prometedor.

Orr regresó al centro de Portland en barco. El transporte estaba bastante desbarajustado aún; unidades, restos y comienzos de casi seis diferentes sistemas de transporte públicos se agrupaban en la ciudad. Reed College tenía una estación de subterráneo, pero no tenía trenes; el funicular a Washington Park terminaba en la entrada de un túnel que se extendía hasta la mitad del Willamette y ahí se detenía, Entre tanto, un individuo emprendedor había reacondicionado un par de barcos pequeños y brindaba paseos por el Willamette y el Columbia, además de utilizarlos como ferries con recorridos regulares entre Linnton Vancouver Portland y Oregon. Resultaba un viaje placentero.

Orr se había tomado su larga hora de almuerzo para visitar el hospicio. Su empleador, el Extraño E’nememen Asfah, era indiferente a las horas trabajadas; se interesaba sólo por el trabajo realizado. No importaba cuándo se lo hacía. Orr realizaba buena parte del suyo en la mente, acostado semidormido por una hora antes de levantarse, cada mañana. Eran las tres de la tarde cuando volvió a La Cocina y se sentó frente a su mesa de dibujo, en el taller. Asfah estaba en la sala de ventas, esperando a los clientes. Tenía un personal de tres diseñadores, y contratos con varios fabricantes que producían equipos para cocina de toda clase, piletas, utensilios para cocinar, implementos, herramientas. La industria y la distribución habían quedado en una desastrosa confusión después de la Crisis; el gobierno nacional e internacional había estado tan perturbado por semanas que se había impuesto un estado de indiferencia, y las pequeñas firmas privadas que pudieron continuar sus actividades, o iniciarlas, durante ese período, estaban en muy buena posición. En Oregon una cantidad de esas firmas, todas las cuales producían distintas mercaderías, estaban a cargo de aldebaranianos; éstos eran buenos directores y extraordinarios vendedores, aunque debían emplear seres humanos para las tareas manuales. El gobierno los apreciaba porque aceptaban de buen grado las restricciones y los controles; la economía mundial se iba recuperando gradualmente. La gente volvía a hablar del producto bruto nacional, y el presidente Merdle había vaticinado la vuelta a la normalidad para Navidad.

Asfah vendía al por menor y al por mayor, y La Cocina era popular por su sólida mercadería y sus buenos precios. Desde la Crisis, las amas de casa venían en números crecientes para reequipar las inesperadas cocinas en las que se encontraron cocinando esa noche de abril. Orr estaba observando unas muestras de madera cuando oyó que alguien decía:

—Quiero un batidor de huevos —y como la voz le recordó la de su mujer, se incorporó y miró hacia la sala de ventas. Asfah le estaba mostrando algo a una mujer morena de estatura mediana, de unos treinta años, con cabellos cortos y alambrinos sobre una cabeza bien formada.

—Heather —dijo, acercándose.

Ella se volvió. Lo observó por lo que pareció un momento largo.

—Orr —dijo—. George Orr, ¿verdad? ¿Cuándo nos conocimos?

—En… —él dudó—. ¿No es usted abogada?

E’nememen Asfah se veía inmenso en su coraza verde, sosteniendo un batidor de huevos.

—No. Secretaria legal. Trabajo para Rutti y Goodhue, en el Edificio Pendleton.

—Allí debe ser. Estuve una vez. ¿Le… le gusta esto? —tomó otro batidor del estante y se lo mostró—. Lo diseñé yo. Tiene un buen equilibrio, y trabaja muy bien. En general se hacen las partes muy tiesas, o muy pesadas, salvo en Francia.

—Este me gusta —dijo ella—. Tengo una vieja mezcladora eléctrica, pero quería colgar ése de la pared. ¿Usted trabaja acá? Antes no, ahora lo recuerdo. Usted trabajaba en una oficina de Stark Street, y se trataba con un médico en Terapia Voluntaria.

El no tenía idea de qué, o cuánto, ella recordaba, ni de cómo hacerlo encajar con sus propias memorias múltiples. Su mujer había sido, por supuesto, de piel gris. Aún había gente de piel gris, se decía, en especial en el Medio Oeste y en Alemania, pero el resto había vuelto a tener piel blanca, morena, negra, roja, amarilla, y mezclas. Su esposa había sido una persona gris, y mucho más gentil que esta mujer. Esta Heather llevaba una gran cartera negra con un broche de bronce, y probablemente una botella de brandy dentro de ella; parecía muy dura. Su mujer no había sido agresiva y, aunque valiente, tenía maneras tímidas. Esta no era su mujer, sino una mujer más impetuosa, activa y difícil.

—Exacto —dijo él—. Antes de la Crisis. Nosotros teníamos. Realmente, señorita Lelache, teníamos una cita para almorzar. En Dave’s, en Ankeny. No la cumplimos.

—No soy la señorita Lelache, ése es mi nombre de soltera. Soy la señora Andrews.

Ella lo miró con curiosidad. Él enfrentaba y soportaba la realidad.

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