Le habló bajo, casi en un susurro:
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Tú?
—Bien. Tenemos que ir a buscar a la Meche, no sabemos si Gabriel pudo hacer una ventana.
León asintió, pero les bastó darse vuelta para entender que, si Gabriel no alcanzaba a crear una ventana a tiempo, entonces estaban los dos muertos: él y Mercedes. Los oscuros dejaron caer el roble justo encima de la cúpula que había hecho Magdalena y ahora no era más que un conjunto de ramas y hojas aplastadas.
—Seguro alcanzó. Tiene que haberlo hecho –Marina trató de convencerse de que así era, que no podía ser de otro modo–. Tenemos que buscarlos.
Era la peor escena para ellos: separados sin aviso, perdidos unos de otros y sin poder hablar para encontrarse, sin llamar la atención de los oscuros.
León también se quedó mudo, pero comiéndose sus propios pensamientos: la primera ventana nunca salía como uno lo esperaba. Gabriel y Mercedes podían aparecerse a tres metros, tres kilómetros o tres ciudades del punto en que se encontraban. A menos que Gabriel fuera un enviado prodigio, lo más seguro es que ambos estuvieran perdidos.
—Espera –le dijo a Marina y tomó su mano, antes de que fuera directo hacia los escombros–: la barrera cayó… son más oscuros de los que tú y yo hemos enfrentado juntos hasta ahora.
—¿Y qué quieres hacer? No podemos irnos y dejar a los demás.
—No digo que nos vayamos –León soltó su mano y miró alrededor–. No solos, al menos.
—¿Qué quieres decir?
—Tú eres la única que nos puede sacar de aquí.
—No domino así el viaje astral, menos con tanta gente. Necesito tenerlos al lado como para hacerlos viajar a todos.
—No, eso no es cierto. Tú lo sabes –León señaló su talismán.
Quizás, si solo pudiera sentirlos…
—Inténtalo.
Entonces recordó las palabras que alguna vez le dijo su abuela: “No tienes idea de lo que eres capaz, Marina”. Si quería averiguarlo, este era el momento.
Cerró sus ojos.
Expandió sus sentidos. Fue una con el agua como en tantas otras ocasiones. De a poco, muy lentamente, pudo sentir a Magdalena. Luego, a Manuela y Luciana, a Vanesa y Emilio. Suspiró aliviada.
Cuando abrió los ojos, los tenía más azules que antes.
—Los tengo, menos a Gabriel y a la Meche.
—No importa, haz el viaje.
— Cómo que no importa, ¡no podemos dejarlos botados!
—No están botados. Vámonos antes de que los oscuros nos encuentren y cuando lleguemos te explico todo, Marina.
—No, explícame ahora.
No podía ser de otra forma. No confiaba en él. No completamente.
Aun en la noche más oscura, Marina pudo ver la mirada tensa de León. Nada bueno vendría de ahí.
—Las primeras ventanas no salen como uno espera: uno puede caer en cualquier parte –le dijo como siempre, sin sutilezas innecesarias.
—Gabriel no va a poder encontrarnos. No, si la Meche está semiconsciente y él no tiene idea de cómo usarlas.
—Pero yo sí. Los enviados tenemos una conexión entre nosotros. Te prometo que lo voy a encontrar.
Una vez, Matilde le dijo que a los mentirosos se les dilataban las pupilas.
Esperaba no equivocarse. No de nuevo:
—Dale. Hagámoslo.
—Hazlo.
—La Manuela dijo que cualquier punto al interior del bosque era más seguro que este, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Porque no tengo idea adónde los voy a llevar.
—Lo único importante es que nos saques de aquí.
Se tomaron de la mano y cerraron sus ojos.
Marina volvió a sentir a sus hermanas y a los hijos del fuego perdido. Sintió, también, como si un láser penetrara su piel para formar un círculo a la altura del entrecejo. León entreabrió los ojos y pudo ver una delgada línea azul dibujarse ahí donde Marina sentía el calor.
Una luz brillante y cerúlea los tomó a todos en una onda expansiva. Entonces, el viaje comenzó.
Antes de que pudiera moverse, una luz azul la envolvió hasta aparecer tendida sobre la nieve. Ahora, el frío le quemaba la mejilla. Estaba oscuro, de eso estaba casi segura, a pesar de que apenas tuviera fuerzas para abrir los ojos. Por primera vez, la tierra se había ido contra ella.
Reconoció la voz de Marina y León. Hablaban sobre Mercedes. Escuchó entonces a Luciana, tenemos que encontrarla, dijo. Sí, tenemos que encontrarla, pensó o creyó pensar. La mente blanca, la nieve fría y confusa.
—Maida.
Era Manuela que tocaba su espalda.
—Maida, ¿me escuchas? Abre los ojos, mírame.
No pudo abrirlos completamente, no pudo mirarla. Pero algo hizo con ellos como para que Manuela se acercara y le dijera: “Ya viene la ayuda”.
Ya viene la ayuda, Mercedes.
Su abuela era la única con el poder de curar y ella todavía tenía conciencia suficiente como para saber que el dolor en su cabeza era grave; necesitaba el tipo de ayuda que solo Mercedes podía dar. Quiso preguntarle a Manuela a qué se refería, si su abuela seguía con ellos, pero tampoco tuvo fuerzas para hacerlo.
La mano de Marina fue el sol que la trajo de vuelta. Sintió su aliento caliente sobre la oreja y solo entonces volvió a ser consciente del frío que hacía.
—Sé que me puedes escuchar: apriétame fuerte si hay algo en tus mezclas que pueda ayudar.
La ayuda que necesitaba era la de Mercedes. Su herbario podía tener pociones contra oscuros (desde bombas explosivas hasta repelentes), pero no había nada ahí, nada que pudiera curar el golpe que había recibido en la cabeza. Quiso decirle, pero no pudo.
—¿Qué están haciendo? –preguntó alguien, posiblemente Luciana.
—Hay que moverla de la nieve y ayudarla a entrar en calor –dijo Emilio.
—Buena idea –esa era la voz de León–. Luciana, ¿puedes hacer fuego?
—No –intervino Manuela–. No podemos hacer magia ahora con los oscuros tan cerca.
—¿Por qué?
—Nos van a sentir y van a venir. Y no queremos eso.
Por unos segundos dejó de oír voces, aunque no supo reconocer si fue un silencio real o su mente que vagaba entre la vigilia y el sueño.
—Yo hago el fuego –comentó una voz, que le pareció similar a la de Gabriel, aunque no era él.
¿Dónde estaba Gabriel? ¿Por qué no sentía su mano, no escuchaba su voz?
Gabriel estaba con Mercedes dentro de la cúpula de tierra. Y la tierra se había vuelto contra ella. El tronco crujió y cayó. Después, todo fue oscuridad y frío.
¿Dónde estaba Mercedes?
¿Dónde estaba Gabriel?
—León, el fuego puede esperar. Tienes que buscarlos –dijo Marina.
—Primero hay que sacar a tu hermana de la nieve, si no…
—Da lo mismo el frío, da lo mismo la noche. Si no encontramos a la Meche, nada de eso importa –otro silencio antes de que volviera a hablar–. Lo prometiste.
—¿Qué cosa?
La pregunta vino de Manuela.
O Luciana.
Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que sus voces se parecían.
—León puede encontrarlos a los dos a través de Gabriel.
—Ya. ¿Y se puede saber qué estás esperando? –dijo Manuela.
—Sentirlo –contestó él.
—¿Cómo? –la voz de Marina volvió a ella–. ¿No era que tú lo sentías primero y después ibas a buscarlo?
—Para poder hacerlo, necesito que él también me esté llamando de alguna forma.
—Eso no fue lo que me dijiste.
—No había tiempo.
—Te dije que no podíamos movernos sin él y la Meche. ¡Me mentiste!
—No te mentí; puedo sentirlo.
—Sí, seguro, siempre que él esté haciendo algo que nunca ha hecho.
—No importa, es un enviado igual que yo.
—¿Eso se supone que debiera decirme algo?
Silencio.
Y Gabriel.
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