Camila Valenzuela - Zahorí III. La rueda del Ser

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Zahorí III. La rueda del Ser: краткое содержание, описание и аннотация

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Protagonizada por mujeres de distintas épocas, cuyos destinos se ven conectados por la magia, la saga Zahorí comienza en la antigua Irlanda, donde quedan pendientes una promesa por cumplir y un oscuro presagio. La acción se traslada al sur de Chile, a un pueblo llamado Puerto Frío, con la llegada de las hermanas Azancot a la casona de su abuela, Mercedes Plass, lugar donde se conectarán con la verdadera historia de su legado familiar.

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Las pocas cosas que llevaban en las mochilas ya estaban dentro del domo. Le parecía extraño dormir en el mismo lugar que Vanesa, Emilio, Ester e Irene –a quienes apenas conocía–, pero también estaba agradecida de la hospitalidad. Sintió un pequeño brote de culpa: incluso teniendo en cuenta las circunstancias o el hecho de que no sabían nada de ella ni de Gabriel, eran amables; aún más, les habían enseñado su hogar, sus costumbres, les daban alojamiento y comida. Quizás no estaba todo perdido para los clanes.

Antes de entrar al domo mayor se podía sentir el olor a carbonada, en especial del zapallo y la cebolla. En el interior, el clan se preparaba para comer; mientras algunos cocinaban, otros ponían la mesa. Había una energía distinta pero extraña, como si solo unas horas hubieran bastado para decantar el temor de su llegada. Tal vez, el hecho de haberlos visto todo el día en compañía de Emilio, y teniendo además el apoyo de Ester, era suficiente para la tranquilidad completa del clan. También en esas cosas eran muy diferentes, porque mientras su familia habría discutido, cada uno aferrándose a su punto de vista, a esta porción del fuego solo le bastaban algunas señales.

Tomaron asiento cerca de sus conocidos y al poco rato empezaron a circular los platos. A diferencia de la carbonada de su abuela, que llevaba caldo y verduras, esta era más bien un guiso seco con mucho zapallo y un poco de papas. Sin embargo, estaba riquísimo. Tragó la comida como nunca y agradeció que Emilio rellenara su plato con un poco más. Mientas comía en silencio, escuchó las conversaciones ajenas y el sonido metálico de los cubiertos, pero sobre todo, sintió la ausencia de Manuela y Marina.

Luciana no se había contactado con Vanesa ni Emilio por medio de la cruz solar, probablemente por la misma razón que ellos tampoco lo habían hecho: mejor perder la pista que terminar todos muertos.

—Maida… –la voz de Gabriel llegó de lejos, incluso estando él a su lado–: seguro mañana tenemos noticias de tus hermanas.

Ella le sonrió y puso la mano sobre su mejilla.

—Eso espero.

—¿Confías más en ellos? –le habló despacio mientras señalaba con su mirada al clan de fuego.

—Sí, cada vez más. ¿Tú?

—También…

—¿Pero? Viene un pero…

—No sé… tanta hospitalidad me produce curiosidad, por decir lo menos.

—Yo creo que están desesperados, Gabriel. Llevan siglos viviendo de forma clandestina, con miedo a ser encontrados por la oscuridad o por su mismo clan… Esta guerra es la única opción que tienen para ser libres.

—O morir en el intento.

Magdalena observó a su alrededor; imaginó una vida condicionada, limitada, sintiéndose como una extraña en su propia tierra.

—Creo que están dispuestos a todo: pelear para vivir o morir intentándolo.

—¿Y tú?

—Yo solo quiero que mis hermanas estén bien.

—Magdalena, Gabriel –interrumpió Ester quien, como ellos, ya había terminado de comer–. Los invito al fogón central para que conversemos antes de irnos a dormir.

Ambos asintieron y, junto con Vanesa y Emilio, salieron del domo.

La noche estaba más estrellada que antes, como si con cada hora que pasara, una nueva estrella naciera. A Magdalena le costaba creer que algunas de ellas pudieran ser enviados, pero luego, cuando veía la luz en Gabriel, se convencía a sí misma de que esa debía ser una de las pocas historias verdaderas que provenían de las originales.

Se sentaron alrededor del fuego, a excepción de Ester que se preocupó de avivar un poco más las llamas; eran color carmín y moradas, amarillas y anaranjadas. Todos los colores formaban parte de esa fogata. La matriarca del clan arrojó el último trozo de madera y luego tomó asiento junto a los demás.

—Bien, con la Vane ya reunimos toda la información que necesitan para el viaje, principalmente, la ubicación de los clanes.

—Oye, ¿y cómo pudieron reunir esos datos si siempre han vivido aquí? –preguntó Gabriel.

—Emisarios –contestó Ester–; como les contó Emilio, ellos son los pocos que pueden tener una vida fuera del sector.

—Es decir que estuvieron allá, los conocieron.

—No, los observaron de lejos sin saber quiénes eran. Así logramos unir cabos sueltos, rastros, historias.

—¿Dónde están?

—El clan de tierra está en Conguillio.

Magdalena nunca había estado ahí, solo lo conocía por la notoria mancha verde que ocupaba en el mapa de Chile. Sabía que quedaba en la Araucanía, al noreste de Temuco, pero nada más. Sus tripas sonaron y esta vez no fue de hambre.

—El clan de aire, por otro lado, está en Puerto Natales.

Sintió como si la oscuridad jugara con un cuchillo recién afilado cerca de ella. No bastaba con tener que separarse de sus hermanas, viajar con extraños o estar en pleno desierto, ahora sabía que tendría que recorrer Chile de norte a sur y, como si fuera poco, lo más silenciosamente posible.

Una cosa era tener la idea de una guerra que te pisa los talones; otra muy distinta era caer dentro de ella de golpe.

—La distancia es mucha –comentó Gabriel.

Al igual que ella, estaba preocupado. Eran cuatro personas y Emilio no sería capaz de llevarlos a todos en un mismo viaje: de algún modo tendría que aprender a usar las ventanas y rápido.

“Pero, ¿cómo?”, pensó Magdalena. Cómo hacerlo rápido para no llamar la atención de los oscuros, si Gabriel ni siquiera dominaba remotamente bien ese poder. Lo miró y supo que él pensaba lo mismo.

—No se preocupen –dijo Ester–; entiendo que solo usaste la ventana una vez, Gabriel, pero hay formas de hacerlos viajar de forma segura.

—¿Cómo? Aquí ni siquiera podemos usar magia como para practicar –añadió él.

Entonces, Magdalena comprendió: no sería Gabriel quien haría la ventana.

—Vanesa –dijo apenas, como para sí.

—¿Qué tiene que ver Vanesa? –le preguntó.

—Puede sentir y absorber la energía, la magia o como quieras llamarlo –ambos fijaron la vista en ella–. Vas a canalizar la ventana de Emilio y nos harás viajar a los cuatro de una vez, ¿verdad?

La miró con los ojos cada vez más abiertos, sorprendida de que fuera capaz de hacer algo así. Vanesa afirmó con la cabeza, muda.

—Pueden partir dentro de una semana –dijo Ester.

—Entiendo el peligro, pero me parece que eso es mucho tiempo.

—Es la única forma de tener algo de seguridad durante el viaje, Magdalena.

—Lo que dice la Ester es cierto –comentó Vanesa–; es muy peligroso movernos altiro. Por lo que sabemos, fácilmente nos pueden haber seguido hasta Atacama después de dejar Puerto Frío.

Observó todo a su alrededor. El grupo de personas a su lado, una mezcla extraña de compañeros y desconocidos. Fue hacia el cielo, con las estrellas. Buscó en su interior un consejo de Mercedes, de Milena o Lucas. Imaginó a sus hermanas; las palabras de Manuela, el abrazo cálido de Marina.

Cómo estarán. Dónde estarán.

No había nada claro.

Quizás solo una cosa: le esperaba una semana junto al clan del fuego perdido.

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