—Mi nombre es Ester, soy la matriarca de esta facción del fuego. La Vanesa me contó todo lo que ha pasado con su clan… lo siento mucho.
No le era fácil recordar a sus muertos con una desconocida, así que agradeció que pronto volviera a hablar.
—Me contó también por qué se dividieron… por qué mi hija no está hoy conmigo.
—No fue una decisión fácil de tomar –comentó Vanesa.
—Lo imagino. Quiero que sepan que cuentan con el apoyo del fuego; de este lado al menos.
—Y en lo concreto, ¿eso qué significa? –preguntó Magdalena.
—Por ahora, que pueden quedarse aquí. Dormirán con nosotros en este domo.
—¿Y después?
—Cuando sea el momento de pelear, los hijos e hijas del fuego perdido estaremos ahí.
—No va a ser suficiente con eso. Necesitamos el apoyo de todos los clanes si queremos ganar esta guerra y para eso primero necesitamos saber dónde están. La Luciana nos dijo que tú podías ayudarnos con eso.
—Todo a su debido tiempo, Magdalena.
—Tiempo es lo que menos tenemos. Solo un mes para ser precisas.
—Con eso alcanzamos.
—¿A hacer qué exactamente?
—Lo que nos compete: reunir a los clanes.
—¿“Nos”… compete?
—Yo no puedo salir de aquí porque tengo responsabilidades con mi clan, pero me considero tan parte de esta misión como ustedes. Les repito: cuentan con nuestro apoyo.
—Te lo agradezco, pero yo también vuelvo a hacerte la misma pregunta: ¿en qué se traducirá concretamente ese apoyo?
—Llevamos años investigando, sabemos la ubicación general de los otros clanes, así que los ayudaremos a contactarlos de la forma más segura posible.
Una pequeña luz se iluminó dentro Magdalena.
—¿Sabes si hay más elementales y enviados del agua?
Ester negó con la cabeza; la luz se apagó.
—Solo ustedes en Puerto Frío.
—Supongo que no conocen el volumen de los otros dos, aire y tierra, ¿verdad?
—No.
—Es decir, no tenemos cómo saber si estamos en ventaja o desventaja.
—Cierto, pero al mismo tiempo nuestra historia nos demuestra que, aun siendo pocos, hemos sabido sobrevivir.
—Es distinto esta vez, Ester –agregó Emilio–; los sluaghs liberados son muchos.
—No tantos para la energía de los talismanes.
—Mientras no encontremos el talismán de Ciara, no es mucho lo que podemos hacer con ellos –declaró Magdalena.
—Estoy segura de que Luciana lo encontrará.
—¿Entonces?
—Entonces, aunque no lo creas, con el tiempo que tenemos podemos alcanzar a reunir a los clanes. Así que, por ahora, les aconsejo que descansen un poco y en la noche volvemos a conversar.
—¿En la noche? Disculpa, Ester, pero no necesitamos descansar todo el día. Al contrario, debiéramos partir cuanto antes donde los otros clanes y…
—An Damnaigh ya los debe estar buscando. Lo mejor que pueden hacer, por el momento, es quedarse tranquilos e intentar que les pierdan la pista –su tono era simple y transparente, como sus ojos–. Emilio les hará un recorrido por el sector, sería bueno que se ubiquen. Mientras, Vanesa y yo reuniremos la información que tenemos.
Le hubiese gustado que no fuera verdad, pero lo que decía Ester era cierto; al menos por unos días, era mejor que desaparecieran del mapa. Algo bueno llegó, no obstante: por fin Magdalena sintió que podía confiar en ellos.
La tarde transcurrió entre elementales y enviados del fuego que, poco a poco, se atrevían a saludar e incluso a sonreír. Probablemente, el hecho de verlos caminar junto a Emilio, hacía sentir al resto del clan que ni ella ni Gabriel eran una amenaza.
Primero los llevó al domo más grande, el que Magdalena vio apenas salió de las cuevas de sal; era una construcción amplia que les servía para múltiples tareas. Hacia el costado derecho, estaba la cocina y el comedor con tres mesas largas; mientras que al izquierdo y dividido por biombos rústicos, seguramente también fabricados por ellos, había un sector de entrenamiento. Ahí, observando todo con unos grandes ojos cafés, estaba Irene. Entonces, Magdalena recordó la palabra: “Guardianes”.
—¿Aquí entrenan los guardianes? –se atrevió a preguntar.
—Y guardianas –agregó Emilio, después de saludar al grupo que entrenaba.
—¿Tú también eres uno?
—Era –contestó mientras se sentaba y luego escogía una fruta de la fuente que había sobre la mesa–; ahora soy un emisario.
—Qué dividido y organizado tienen todo –comentó Gabriel.
—Es la única forma de sobrevivir, hermano.
—¿Y qué otras categorías tienen? –preguntó Magdalena.
—Cinco en total: emisarios, sanadores, cocineros, consejeros y guardianes.
—Los guardianes, imagino que vigilan y defienden; los cocineros y sanadores, está más que claro; los consejeros… ¿aconsejan a Ester?
—No. Los consejeros son las elementales y enviados más viejos. A veces se encargan de aconsejar a la Ester, pero en general se dedican a traspasar el conocimiento a las generaciones más jóvenes.
—Por eso todavía conocen el idioma original.
—Y las plantas medicinales, las leyendas, las historias que no calzan…
—¿Qué rol juegan los emisarios, entonces? –quiso saber Gabriel.
—Son los únicos que pueden salir del sector: salen, se forman, trabajan y así nos mandan comida o plata, directamente. No es que yo sea uno como tal, en realidad, soy una mezcla entre guardián y emisario.
—Cómo es eso, ¿pueden estar en dos categorías? –comentó Magdalena.
—No, pero en tiempos de guerra todo cambia.
—La Luciana es emisaria, ¿no?
—Sí.
—Hay algo que no entiendo, ¿ustedes eligen a lo que se van a dedicar o los obligan?
—No, nadie nos obliga. Estamos conscientes de que somos mejores o peores para ciertas tareas y así nos dividimos. La Luciana, por ejemplo, dicen que desde chica mostró condiciones para ser emisaria.
—Y la Vanesa… ¿para ser guardiana? –preguntó Gabriel.
—Sí, ¿por qué?
—No sé, si hubiera sabido que se dividían de esa forma, habría pensado que la Vanesa era sanadora. Pero bueno, la verdad es que ya no estoy seguro de si llegué a conocerlos en algo.
Lo dijo así, libremente, sin eufemismos. “Seguro Marina también habría querido escuchar esta conversación”, pensó Magdalena al recordar la mirada decepcionada de su hermana cuando se enteró de que sus amigos eran en realidad desconocidos.
—No todo fue una fachada –aseguró Emilio, probablemente aludiendo a Marina–. Y sí, la Vanesa quería ser sanadora, pero su poder era preciso para que fuera guardiana.
—Todavía no entiendo bien cómo funciona su poder –comentó Magdalena, que luego sacó una manzana de la fuente de madera. Después de un buen tiempo, volvía a tener algo de hambre.
—Es capaz de sentir la energía, elemental u oscura, y canalizarla de vuelta; ese es un poder de guardiana, no de sanadora.
—Pero ella no quería ser guardiana.
—Ya lo dije: en tiempos de guerra, todo cambia.
—¿Y tú?
—Yo qué.
—¿Siempre quisiste ser guardián?
Emilio corrió la silla hacia atrás y se levantó. No había una sola señal en sus gestos que le dijera a Magdalena lo que pasaba por su mente. Desde abajo, ella y Gabriel lo miraron sin comprender por qué la repentina actitud.
—Se nos está haciendo tarde y quiero mostrarles cómo funciona todo el sector antes de la comida.
—Vamos –afirmó Magdalena, y Gabriel la siguió.
Si algo había aprendido en esos años de duelos, secretos y pérdidas, era respetar el dolor y los silencios ajenos.
La noche llegó después de lo esperado. Había olvidado que, en pleno desierto, el sol tendía a ponerse tarde. Una luz cobriza tiñó la tierra con sus reflejos cálidos. Poco a poco, las estrellas aparecieron en el cielo hasta transformarse en un manto de luz que Magdalena jamás había visto, ni siquiera en Puerto Frío. Si no hubiera sido por la ausencia de sus hermanas y la guerra inminente, seguramente habría podido disfrutar ese momento.
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