—Gracias... ¿Usted sabe cuánto se demora en partir el avión? —le preguntó intentando contener las ansias de salir corriendo.
—Poquito, como quince minutos.
La azafata le guiñó un ojo y Marina no pudo hacer más que esbozar una sonrisa torcida. Poquito. No entendía cómo quince minutos podrían ser “poquito”.
No llevaba bolso de mano, pues sabía que apenas se podría mover durante el viaje y no quería tener otro estorbo más que ella misma. Además, nunca había sido muy buena para leer, por lo que si no lograba concentrarse cuando estaba detrás de su escritorio, mucho menos lo haría en esos momentos. Se sentó torpemente en el puesto que daba hacia el pasillo, no sin antes cerrar la persiana del asiento contiguo. Lo que menos necesitaba era observar el despegue del avión o, peor aún, ver cómo se iría a pique por culpa de algún mecanismo averiado o por la negligencia del piloto. Se acordó del hundimiento del Titanic y de la escasa cantidad de botes salvavidas que había para toda esa gente. Por lo menos tenían botes, acá con suerte habría mascarillas de oxígeno y dudó que tuvieran paracaídas. Además, aunque hubieran, no tenía ni la menor idea de cómo usar uno. Estaba perdida.
Observó al resto de los pasajeros y vio hombres y mujeres de todas las edades. Ninguno de ellos tenía el rostro deformado de miedo como el suyo. Se encendió una pequeña luz roja y todos comenzaron a ponerse el cinturón de seguridad. Quedaba poco para el despegue. De pronto, el sonido arrollador de las turbinas la sorprendió bruscamente. Lo podía sentir retumbando en sus oídos. Fuerte, cada segundo más fuerte en una justa proporción a su creciente angustia. Su corazón se aceleró aún más y sintió un nudo en el pecho que no la dejaba respirar, como si una piedra le impidiera el paso del oxígeno. El avión comenzó a moverse y sintió que el pánico la consumía. Se impresionó de la agudeza de sus sentidos, no solo por la cercanía con que escuchaba las turbinas, sino porque además podía percibir el roce de las ruedas contra el pavimento conforme la gran mole se movía. Cerró los ojos e intentó llevarse la máxima cantidad posible de aire a los pulmones para ver si con ello lograba tranquilizarse un poco, pero de nada servía. Marina aferró sus manos empapadas al asiento como si eso la pudiese mantener en tierra. Pasados unos segundos, pudo advertir cómo el avión comenzaba a curvarse. A acelerar. A elevarse. Esta vez, el terror la invadió por completo. Sintió que sus órganos se quedaban abajo mientras el resto de su cuerpo subía, su respiración se detuvo como si estuviera bajo el agua. Probablemente, su corazón haría lo mismo. No quería morir arriba de un avión.
—Tranquila —su pensamiento se vio interrumpido por la voz de Magdalena—. Todo va a estar bien.
Le hubiera gustado darle las gracias a su hermana mayor, pero el nerviosismo se la comía por dentro y temía romper en un llanto interminable, como el que había tenido a los cinco años. Así, tuvo que conformarse con devolver una sonrisa en la cual ninguna de las dos creyó. En otra ocasión, Magdalena le habría contado historias sobre los pacientes que atendía en el hospital, todo con el fin de calmarla y distraerla. Sin embargo, sabía que los acontecimientos vividos durante los últimos días habían dejado huellas difíciles de superar y, esta vez, Magdalena no podía hacer más que decir unas cuantas palabras alentadoras y tomarle la mano en señal de apoyo. Por eso y por todo lo demás.
***
El iPod de Marina tenía más de mil canciones y quince listas de reproducción diferentes, sin embargo, en ese momento solo una le serviría para relajarse: los clásicos familiares. Había tenido una infancia feliz, que recordaba con facilidad gracias a la banda sonora que sus padres repetían en una hermosa colección de vinilos. Supertramp, The Beatles, Neil Young, Joan Baez, eran algunos de los artistas que estaban presentes en cada viaje y reunión familiar. Así, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que había subido al avión, pero Let it be la ayudaba a distraerse. Tampoco quería preguntar cuánto faltaba para llegar al que sería su nuevo hogar: Puerto Frío, un pueblo de pocos habitantes y mucha naturaleza, ubicado en el sur de Chile. Ahí, entre bosques y ríos, estaba la antigua casona de su abuela materna, Mercedes Plass. La última vez que la vio fue precisamente para su primer viaje en avión. Recordaba que siempre llevaba consigo un poncho de lana beige y unos aros dorados que se apretaban en sus orejas, dejándolas rojas cuando llegaba el final del día. Recordaba, también, que cuando hacía frío (lo cual era día por medio en el verano y todos los días en invierno) se paseaba por las piezas para repartir tazones de leche con miel. Marina tenía que ir a escondidas a dejarle el tazón a su papá, porque nunca le ha gustado la leche y quería demasiado a su abuela como para decirle en la cara que le producía náuseas. Ahora, ya no sabía siquiera si la reconocería.
—Parece que estás mejor —le dijo con una sonrisa su hermana mayor.
—Sí —respondió sorprendida al percatarse de que, en efecto, había logrado pensar en algo que no fuera el pánico que sentía.
—¿Pensabas en la abuela?
Magdalena siempre había tenido la capacidad de ver a través de las personas. Parecía reunir con facilidad las dos virtudes más características de sus padres: la intuición de Milena y la templanza de Lucas. Cuando era pequeña, Marina veía en su hermana mayor a la bruja buena del Mago de Oz; una compañera que, incluso a pesar de la diferencia de edad, siempre estaba ahí para guiarla, entenderla y, sobre todo, escucharla. La mayoría de las veces no necesitaba hablar mucho con Marina, porque sabía de antemano lo que deseaba o le sucedía. Simplemente se remitía a abrazarla o a dejarla sola según fuera oportuno. El tiempo pasó y ahora, hecha una adolescente, veía en Magdalena a una segunda mamá; una que no le exigía tanto como Milena. Por lo menos hasta unas semanas atrás.
—Me estaba acordando de su leche con miel.
—La que nunca probaste —replicó Magdalena con una sonrisa de complicidad luego de semanas de completa tristeza—. Va a estar todo bien. La abuela siempre fue buena con nosotras, no deberíamos tener problemas con ella, mucho menos ahora.
—Además, Puerto Frío es bonito —dijo Marina, tratando de convencerse de que estaban haciendo lo correcto.
—Eras muy chica la última vez que fuimos. ¿Todavía te acuerdas?
—No recuerdo detalles, pero sí sensaciones, lugares y cosas generales como esos árboles inmensos.
—Sí, es muy lindo el lugar. Vamos a recorrerlo cuando lleguemos, así te acordarás de todo.
Mala idea. Por el momento, no tenía ganas de recordar el pasado. No quería pensar. Solo quería estar quieta en el espacio y quedarse ahí. Inmóvil.
—O mejor no —se retractó su hermana y luego, enmudeció: una vez más, sabía qué era lo adecuado.
Ninguna de las dos volvió a hablar por un buen rato. Marina pensó lo distinto que habría sido el viaje si nada hubiera pasado, aunque probablemente de no haber sucedido, no estaría arriba de ese avión. Estaría en Santiago, en el curso de matemáticas con el profesor Ortúzar, quien en realidad nunca la dejaba estar más de media hora dentro de la sala. “Después de todo, de repente no es tan malo el cambio de vida”, se dijo a sí misma. Podría dejar atrás su fama de estudiante que llegaba siempre tarde y no hacía las tareas, de niña olvidadiza que se quedaba dormida y que la echaban por comer en clases. Podría adquirir el nuevo hábito de levantarse temprano y estudiar, nada mal para alguien que ya estaba en su penúltimo año de colegio.
—Ahora que tendré una pieza para mí sola —le dijo a Magdalena—, me voy a comprar un escritorio. Uno grande, espacioso. Y va a estar siempre ordenado, te lo prometo. Me levantaré temprano y haré todos los trabajos del colegio.
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