Laurell Hamilton - El Legado De Frost

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Soy Meredith Gentry, princesa y heredera forzosa al trono de un reino feérico, antes detective privado en el mundo humano.
Para ser coronada reina, y así continuar con la línea de sangre real, primero debo dar a luz a mi heredero. Si fallo, mi tía, la Reina Andais, será libre de cumplir el mayor de sus deseos: nombrar a su malévolo hijo, Cel, como monarca… y matarme.
Mis guardaespaldas reales me rodean, y mis amados Oscuridad y Asesino Frost están siempre a mi lado, jurando protegerme y amarme. Pero de todos modos la amenaza se cierne sobre nosotros, puesto que a pesar de todos nuestros esfuerzos no me quedo embarazada. Y mientras, las maquinaciones de mi siniestra y sádica Reina y sus cómplices parecen inagotables. Así que mis guardaespaldas y yo hemos regresado a Los Ángeles, con la esperanza de superar o al menos minimizar las crecientes intrigas de la Corte. Pero incluso el exilio no es suficiente para escapar de las garras de sus más oscuros designios.
Ahora el Rey Taranis, el poderoso soberano de la Corte de la Luz, ha acusado a mis guardaespaldas reales de un delito atroz y ha llegado al extremo de interponer una acción judicial ante las autoridades humanas para que impartan castigo. Si tiene éxito, mis hombres afrontarán la extradición al mundo feérico y las penas más horribles que les puedan esperar allí. Pero sé que los cargos de Taranis son infundados, y presiento que su objetivo tras todas estas atrocidades soy yo. Él ya trató de matarme cuando yo era una niña. Ahora temo que sus intenciones sean mucho más aterradoras.

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Laurell K Hamilton El Legado De Frost Meredith Gentry 06 CAPÍTULO 1 ESTABA - фото 1

Laurell K. Hamilton

El Legado De Frost

Meredith Gentry 06

CAPÍTULO 1

ESTABA SENTADA EN UNA ELEGANTE SALA DE CONFERENCIAS ubicada en lo alto de una de las torres más relucientes del centro de Los Ángeles. La pared más lejana de la sala era casi completamente de cristal, por lo que la vista era casi agorafóbica. Se había pronosticado que si el “Más Grande”, es decir, un gran terremoto golpeara en esta zona de L.A., la ciudad quedaría sepultada bajo un espesor de 2,5 a 4,5 metros de esquirlas de cristal. Cualquier cosa o persona en las calles de abajo sería hecha picadillo, aplastada, o atrapada bajo de un alud de cristal. No era un pensamiento muy bonito, pero éste era un día para tener pensamientos feos.

Mi tío Taranis, Rey de la Luz y la Ilusión, había presentado cargos contra tres de mis guardaespaldas reales. Había acudido a las autoridades humanas acusando a Rhys, Galen y Abe de haber violado a una de las mujeres de su corte.

En toda la larga historia de su reinado en la Corte de la Luz, Taranis nunca había acudido a los humanos para que impartieran justicia. Regla feérica; ley feérica. O más bien, regla sidhe; ley sidhe. Los Sidhe habían gobernado a las hadas durante más tiempo del que nadie podía recordar. Ya que algunas de esas memorias se remontan a miles de años atrás, tal vez los sidhe siempre habían ocupado el cargo, pero eso me sonaba como una mentira. Los sidhe no mienten, porque mentir, equivale realmente a ser expulsado de la tierra de las hadas, a ser exiliado. Dado que yo sabía que los tres guardaespaldas en cuestión eran inocentes, esto originaba unos problemas bastante interesantes con el testimonio de Lady Caitrin.

Pero hoy sólo declarábamos, y según como fuera, el rey Taranis estaba preparado para intervenir mediante una llamada en grupo. Era por esa razón que Simon Biggs y Thomas Farmer, ambos de Biggs, Biggs, Farmer, y Farmer, estaban sentados a mi lado.

– Gracias por aceptar esta reunión hoy, Princesa Meredith -dijo uno de los abogados congregados alrededor de la mesa. Había siete abogados rodeando la amplia y reluciente mesa, dando la espalda a la encantadora vista.

El embajador Stevens, embajador oficial de las Cortes de las Hadas, se sentaba en nuestro lado de la mesa, pero al otro lado de donde se sentaban Biggs y Farmer. Stevens dijo:

– Unas palabras sobre protocolo feérico: No se dan las gracias a las hadas, Señor Shelby. La Princesa Meredith, siendo la más joven de la Familia Real probablemente no se ofenderá, pero usted tratará con nobles que serán muy viejos. No todos ellos le dejarán pasar un insulto tan grave. -Stevens sonreía al decir esto y había sinceridad en su rostro afable, de ojos castaños y un perfecto corte de pelo también castaño. Se suponía que era nuestro representante frente a los humanos, pero realmente pasaba todo su tiempo en la Corte Luminosa dándole coba a mi tío. La Corte de la Oscuridad donde mi tía Andais, la Reina del Aire y la Oscuridad, gobernaba y donde yo podría gobernar en su día, era demasiado espeluznante para Stevens. No, no me gustaba el tipo.

Michael Shelby, fiscal federal para la ciudad de L. A. dijo…

– Lo siento, Princesa Meredith. No me di cuenta.

Yo sonreí, y le dije…

– Está bien. El embajador tiene razón, pero unos agradecimientos no me molestarán.

– ¿Pero molestarán a sus hombres? -preguntó Shelby.

– A algunos de ellos, sí -le contesté. Miré detrás de mí a Doyle y a Frost. Estaban de pie detrás de mí como si la oscuridad y la nieve se hubieran encarnado en personas, y eso no estaba demasiado lejos de la realidad. Doyle con su pelo negro, piel negra, y traje de diseño negro; hasta su corbata era negra. Sólo la camisa de un intenso color azul había sido una concesión hecha a nuestro abogado, quien pensaba que el negro daba una mala impresión, de hecho que le hacía aparecer amenazador. Doyle, cuyo apodo era Oscuridad, le había dicho…-“Soy el capitán de la guardia de la princesa. Se supone que soy amenazador.” -Los abogados no supieron qué decir ante esto, pero Doyle, al final, se había puesto una camisa azul. El color casi brillaba contra el perfecto e intenso negro de su piel, que de tan oscura, bajo una luz directa reflejaba tonos de un azul casi purpúreo. Sus ojos negros estaban escondidos detrás de unas oscuras gafas de sol con montura negra.

La piel de Frost era tan blanca como la de Doyle era negra. Tan blanca como la mía. Pero su pelo era único, plateado, como si fuera de metal fundido. Brillaba bajo la elegante iluminación de la sala de conferencias. Refulgía como si lo hubieran fundido y luego convertido en joyas. Se había recogido la primera capa de pelo en lo alto de la cabeza con un pasador de plata más antiguo que la misma ciudad de Los Ángeles. Su traje gris paloma era de Ferragamo, y el blanco de su camisa era menos blanco que su propia piel. La corbata era más oscura que el traje, pero no mucho más. El suave gris de sus ojos quedaba a la vista mientras escuadriñaba por las ventanas lejanas. Doyle también lo hacía, tras sus gafas. Yo tenía guardaespaldas por una razón, y algunos de los que querían verme muerta podían volar. No pensábamos que Taranis fuera uno de los que me querían muerta, sino… ¿para qué ir a la policia? ¿por qué había presentado estos cargos falsos? Él nunca habría hecho todo esto sin una razón. Sólo que no sabíamos cuál era esa razón, así que por si acaso, vigilaban las ventanas por razones que los abogados humanos ni siquiera se podían ni imaginar.

Shelby echó una mirada detrás de mí, a los guardias. Él no era el único que seguía luchando para no echar un vistazo nervioso a mis hombres, pero era Pamela Nelson, la ayudante de Shelby, el fiscal federal, quien tenía más problemas para mantener sus ojos, y su mente, en los negocios. Los hombres sentados al otro lado de la mesa les habían echado una ojeada a los guardias, del tipo que se lanza a otros hombres de los que estás casi seguro de que podrían físicamente contigo y sin llegar siquiera a sudar. El fiscal federal Michael Shelby era alto, atlético, y guapo, con una reluciente y blanca dentadura, y la mirada de alguien que abrigaba planes para llegar a ser algo más que un fiscal en el distrito de Los Ángeles. Con más de 1,82 cm de altura, su traje no podía ocultar el hecho de que ejercitaba su cuerpo muy en serio. Probablemente no debía haber encontrado a muchos hombres que le hicieran sentirse físicamente inferior. Su asistente Ernesto Bertram era un hombre delgado que parecía demasiado joven para su trabajo, y demasiado serio con su pelo oscuro y corto y sus gafas. Y no eran las gafas las que le daban una apariencia seria; era la mirada en su rostro, como si hubiera probado algo agrio. El fiscal federal por St. Louis, Albert Veducci, también estaba aquí. Él no lucía el bronceado de Shelby. De hecho, tenía un poco de sobrepeso y parecía cansado. Su ayudante era Grover. Realmente se había presentado sólo como Grover, por lo que yo no sabía si éste era su nombre o el apellido. Sonreía más que el resto de los otros, y era atractivo de esa forma amigable, como si estuviera dando -un-paseo-de-su-casa-al- campus. Me recordó a los jovenes de la universidad que eran tan agradables cuando querían y en realidad sólo eran unos absolutos bastardos que sólo querían sexo, que les ayudaras a pasar un exámen, o en mi caso, estar cerca de una verdadera princesa de las hadas viva. Yo no sabía qué clase de “tipo agradable” era Grover en este momento. Si las cosas nos iban bien, nunca lo sabría, porque probablemente nunca volvería a verle. Si las cosas fueran mal, me parece que tendríamos Grover para rato.

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