Laurell Hamilton - El Legado De Frost

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Soy Meredith Gentry, princesa y heredera forzosa al trono de un reino feérico, antes detective privado en el mundo humano.
Para ser coronada reina, y así continuar con la línea de sangre real, primero debo dar a luz a mi heredero. Si fallo, mi tía, la Reina Andais, será libre de cumplir el mayor de sus deseos: nombrar a su malévolo hijo, Cel, como monarca… y matarme.
Mis guardaespaldas reales me rodean, y mis amados Oscuridad y Asesino Frost están siempre a mi lado, jurando protegerme y amarme. Pero de todos modos la amenaza se cierne sobre nosotros, puesto que a pesar de todos nuestros esfuerzos no me quedo embarazada. Y mientras, las maquinaciones de mi siniestra y sádica Reina y sus cómplices parecen inagotables. Así que mis guardaespaldas y yo hemos regresado a Los Ángeles, con la esperanza de superar o al menos minimizar las crecientes intrigas de la Corte. Pero incluso el exilio no es suficiente para escapar de las garras de sus más oscuros designios.
Ahora el Rey Taranis, el poderoso soberano de la Corte de la Luz, ha acusado a mis guardaespaldas reales de un delito atroz y ha llegado al extremo de interponer una acción judicial ante las autoridades humanas para que impartan castigo. Si tiene éxito, mis hombres afrontarán la extradición al mundo feérico y las penas más horribles que les puedan esperar allí. Pero sé que los cargos de Taranis son infundados, y presiento que su objetivo tras todas estas atrocidades soy yo. Él ya trató de matarme cuando yo era una niña. Ahora temo que sus intenciones sean mucho más aterradoras.

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– Porque usted sólo se dirige a ella desde la distancia, a través de los espejos y con el Rey Taranis a su lado -le dijo Veducci.

Me impresionó que Veducci supiera esto, porque era la absoluta verdad.

– Usted es el embajador de las hadas -dijo Shelby-, no sólo de la Corte de la Luz.

– Sí, soy el Embajador de los Estados Unidos en las Cortes de las Hadas.

– ¿Pero nunca ha pisado la Corte Oscura? -preguntó Shelby.

– Uh… -soltó Stevens, jugueteando con la correa de su reloj-, encuentro a la Reina Andais un poquito menos cooperativa.

– ¿Qué significa eso? -inquirió Shelby.

Le observé jugar con el reloj, y una diminuta brizna de concentración me mostró que había magia en él o dentro de él. Respondí por él.

– Significa que él piensa que la Corte Oscura está llena de monstruos y perversión.

Ahora todos estaban mirándolo. Si hubiera sido debido a la ejecución de un encanto por nuestra parte, no lo habrían notado.

– ¿Es eso verdad, Embajador? -preguntó Shelby.

– Nunca diría tal cosa.

– Pero lo cree -dije suavemente.

– Tomaremos nota de esto, y puede estar seguro de que las autoridades correspondientes serán informadas del flagrante abandono de sus deberes -le comunicó Shelby.

– Soy leal al Rey Taranis y a su corte. No es culpa mía que la Reina Andais sea una sádica sexual, y que esté completamente loca. Ella y su gente son peligrosos. Lo he dicho durante años y nadie me ha escuchado. Ahora nos encontramos ante estas acusaciones que prueban todo lo que he estado diciendo.

– ¿Entonces usted les dijo a sus superiores que temía que la guardia de la reina violara a alguien? -preguntó Veducci.

– Bueno, no, no exactamente.

– ¿Entonces qué les dijo? -preguntó Shelby.

– Les dije la verdad, que yo temía por mi seguridad en la Corte de la Oscuridad, y que no estaría cómodo allí sin una escolta armada -Stevens se levantó, era bastante alto y muy seguro de sí mismo. Señaló hacia Frost y Doyle. -Mírelos, son aterradores. De cada uno de ellos irradia el potencial para cometer cualquier carnicería.

– Sigue tocando su reloj -le dije.

– ¿Qué? -dijo, parpadeando hacia mí.

– Su reloj. El rey Taranis se lo dio, ¿no es cierto? -pregunté.

– ¿Usted aceptó un Rolex por parte del rey? -fue Cortez quien hizo esta pregunta. Pareció ultrajado, pero no por nosotros.

Stevens tragó, y sacudió la cabeza, negando.

– Por supuesto que no. Sería totalmente inadecuado.

– Le vi dárselo, Embajador -le dije.

Él movió sus dedos sobre el metal.

– Eso simplemente no es verdad. Está mintiendo.

– Los sidhe no mienten, Embajador, usted sabe eso. Es un hábito humano.

Los dedos de Stevens estaban frotándolo tanto que prácticamente podrían haber hecho un agujero en la correa del reloj.

– Los Oscuros son capaces de cualquier maldad. Sus mismas caras les muestran como son.

Fue Nelson quien dijo…

– Sus caras son hermosas.

– La engañan con su magia -dijo Stevens. -El rey me dio el poder de ver a través de sus engaños. -Su voz se elevaba con cada palabra.

– El reloj -repetí.

– Así que… -Shelby hizo un gesto hacia mí- ¿Su belleza es una ilusión?

– Sí -contestó Stevens.

– No -dije yo.

– Mentirosa -gritó él, empujando el respaldo de su silla haciendo que ésta saliera rodando hacia atrás. Él comenzó a avanzar hacia mí, adelantando a Biggs y Farmer.

Doyle y Frost se movieron como las dos mitades de un todo. Simplemente se plantaron delante de él, bloqueándole el paso. No había ninguna magia en ellos, excepto la fuerza de su presencia física. Stevens trastabilló hacia atrás como si lo hubieran golpeado. Su cara estaba retorcida de terror.

– ¡No, no! -gritó.

Algunos de los abogados se habían puesto en pie.

– ¿Qué le están haciendo? -preguntó Cortez.

– No puedo ver nada -consiguió contestar Veducci por encima de los gritos de Stevens.

– No le estamos haciendo nada -dijo Doyle, su profunda voz cortaba las voces más altas como el agua que penetra en la ladera de un acantilado.

– Y un infierno que no -gritó Shelby, agregando más ruido a los gritos de Stevens y de todos los demás.

Traté de gritar por encima del ruido.

– ¡Vuelvan sus chaquetas del revés!

Nadie pareció oírme.

– ¡Cállense! -bramó Veducci, con una voz que se estrelló contra el ruido como un toro contra una cerca. La habitacion quedó en un atontado silencio. Incluso Stevens paró de gritar y contempló a Veducci, quien siguió con una voz más tranquila. -Vuelvan sus chaquetas del revés. Es una forma de romper el encanto. -Él agitó su cabeza hacia mí, casi una reverencia. -Olvidé eso.

Los demás vacilaron durante un segundo. Pero Veducci se quitó su propia chaqueta y la volvió del revés, poniéndosela otra vez. Eso pareció poner en marcha a los demás, porque la mayoría comenzaron a quitarse las chaquetas.

– Llevo puesta una cruz. Pensé que me protegía del encanto -dijo Nelson, mientras doblaba su chaqueta mostrando las costuras.

Yo le contesté…

– Las cruces y los versos de la Biblia sólo surtirían efecto si fuéramos demonios. Para bien o para mal, no tenemos ninguna relación con la religión cristiana.

Ella apartó la mirada como si se avergonzara de encontrar mis ojos.

– No quería dar a entender eso.

– Por supuesto que no -contesté. Mi voz sonó vacía cuando lo dije. Había escuchado ese insulto demasiadas veces para que me tocara el corazón. -Una de las primeras cosas que hizo la Iglesia en sus primeros tiempos fue tachar de maligno todo aquello que no podía controlar. Y el mundo feérico era algo que ellos no podían controlar. Mientras que la Corte Luminosa parecía ser cada vez más humana y amigable, otras partes del mundo mágico de las hadas que no pudieron o no quisieron vivir al estilo humano llegaron a formar parte de la Corte Oscura. Ya que las cosas que los humanos perciben como espantosas pertenecen la mayor parte de las veces a la Corte de la Oscuridad, fuimos tachados como el mal a través de los siglos.

– ¡Ustedes son el mal! -gritó Stevens. Sus ojos se desorbitaron, su pulso corría desbocado, y su cara estaba pálida y le caían gotas de sudor.

– ¿Está enfermo? -preguntó Nelson.

– En cieto modo -dije suavemente y no estaba segura de si alguien en la habitacion me oyó. Quienquiera que hubiera hechizado el reloj había hecho un trabajo estupendo, o uno muy malo. El hechizo estaba forzando a Stevens a ver pesadillas cuando nos miraba. Su mente no podía hacer frente a lo que estaba viendo y sintiendo.

Me giré hacia Veducci.

– El embajador parece enfermo. ¿Quizás le debería ver un médico?

– No -gritó Stevens. -No. ¡Sin mí, ellos tomarán sus mentes! -Él agarró Biggs, que era quien estaba más cerca. -Sin el regalo del rey creerán todas sus mentiras.

– Creo que la princesa tiene razón, Embajador Stevens -dijo Biggs. -Creo que está enfermo.

Las manos de Stevens se clavaron sobre la chaqueta de diseño que Biggs ahora llevaba puesta del revés.

– ¿Seguramente ahora usted los ve tal como son en realidad?

– Ellos me parecen del todo sidhe. Exceptuando el color de piel del Capitán Doyle, y la menuda estatura de la princesa, se parecen totalmente a la nobleza de la corte sidhe.

Stevens sacudió al hombre más grande.

– La Oscuridad tiene colmillos. El Asesino Frost lleva calaveras colgando de su cuello. Y ella, parece exangüe, moribunda. Su sangre mortal la contamina.

– Embajador… -comenzó Biggs.

– No, usted tiene que verlo, ¡igual que yo!

– No vimos nada diferente en ellos cuando volvimos nuestras chaquetas del revés -dijo Nelson, pareciendo un poco decepcionada.

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