Laurell K Hamilton
Placeres Prohibidos
ANITA BLAKE 01
Para Gary W. Hamilton, mi marido, que se leyó este libro a pesar de no gustarle nada relacionado con el terror.
A Cari Nassau y Gary Chehowski por darme a conocer el extenso mundo de las armas. A Ricia Mainhardt, mi agente, por creer en mí. A Deborah Millitello por el entusiasmo desbordante, que supera ampliamente sus obligaciones. A M.C. Summer, nuevo amigo y valioso crítico. A Mary Dale Amison, por su buen ojo para los detalles que se nos escapan a los demás. Y a todos los miembros del grupo Altérnate Historians que llegaron demasiado tarde para comentar este libro: Janni Lee Simner, Mamila Sands y Robert K. Sheaf. Gracias por la tarta, Bob. Y a todos los que asistieron a mi lectura en la decimocuarta Archon.
Willie McCoy ya era un capullo antes de morir, y la muerte no lo había cambiado. Lo tenía sentado delante, con una chaqueta deportiva de cuadros que cantaba como una almeja, y pantalones de poliéster verde fosforito. Su pelo negro, corto y peinado hacia atrás con gomina, enmarcaba una cara delgada y triangular. Siempre me había recordado a los personajes secundarios de las películas de gángsters, esos tipos que venden información, hacen recados y son desechables.
Claro que, como Willie estaba muerto, lo de ser desechable ya no contaba. Pero seguía vendiendo información y haciendo recados. No, morir no lo había cambiado demasiado. De todas formas, por si las moscas, evité mirarlo directamente a los ojos; es lo que se suele hacer cuando se trata con vampiros. Si antes era un saco de mierda estándar, ahora era un saco de mierda que había regresado de entre los muertos, y esa categoría me resultaba nueva.
Estábamos sentados en mi despacho, con el aire acondicionado como sonido de fondo. Las paredes azul celeste que Bert, mi jefe, consideraba relajantes, le daban un aire frío a la habitación.
– ¿Te molesta que fume? -Preguntó.
– Sí -dije-. Mucho.
– Joder, ya veo que no me vas a poner las cosas fáciles.
Lo miré a la cara un instante. Seguía teniendo los ojos marrones. Me pilló, y bajé la vista a la mesa.
Willie se rió con un sonido breve y jadeante. Tampoco le había cambiado la risa.
– Eh, te doy miedo. Mola.
– No es miedo; es precaución.
– No te molestes en negarlo; puedo olerlo casi como si me rozara la cara, la mente… Me tienes miedo porque soy un vampiro.
Me encogí de hombros; ¿qué podía decirle? ¿Cómo mentirle a alguien que huele el miedo?
– ¿A qué has venido, Willie?
– Uf, me muero por un cigarro. -Le empezó a temblar un lado de la boca.
– No sabía que los vampiros tuvieran tics.
Se llevó la mano casi hasta los labios y me sonrió enseñando los colmillos.
– Hay cosas que no cambian.
Tuve ganas de preguntarle: «¿Y qué cambia? ¿Qué se siente al estar muerto?». Conocía a más vampiros, pero Willie era el primero al que había tratado antes y después de la conversión. Se me hacía raro.
– ¿Qué quieres?
– Contratar tus servicios. Y pagarlos, claro.
Lo miré evitando los ojos. La luz le centelleó en el alfiler de corbata; era de oro auténtico. Antes, Willie no tenía cosas así. No le iba nada mal para estar muerto.
– Me dedico a levantar muertos. Eres un vampiro, Willie, ¿para qué quieres un zombi?
– No. -Sacudió la cabeza con dos movimientos rápidos hacia los lados-; nada de vudú. Quiero que investigues unos asesinatos.
– No soy detective privada.
– Ya, pero tenéis una en la agencia.
– Puedes contratar directamente a la señora Sims. No me necesitas de intermediaria.
– Pero ella no sabe de vampiros tanto como tú. -De nuevo aquella inquietante sacudida de cabeza.
– Al grano, Willie. Suspiré y le eché una ojeada al reloj de la pared-. Tengo que largarme dentro de quince minutos. No me gusta hacer esperar a los clientes cuando están solos en el cementerio; suelen ponerse nerviosos.
Se rió. A pesar de los colmillos, algo en aquella risa burlona me resultó tranquilizador. Aunque bien pensado, los vampiros deberían tener una risa profunda y melodiosa.
No me extraña. No me extraña nada. -Su semblante se volvió adusto de golpe, como si el dibujante le hubiera borrado la risa.
Sentí el miedo como un puñetazo en la boca del estómago. Los vampiros podían cambiar de expresión como si pulsaran un interruptor. Si Willie era capaz de hacer algo así, ¿qué más trucos escondería en la manga?
– ¿Sabes lo de los asesinatos de vampiros en el Distrito?
Lo había planteado como una pregunta, así que respondí.
– Estoy al tanto. Habían hecho una carnicería con cuatro vampiros en la nueva zona de marcha; aparecieron con el corazón arrancado y la cabeza cortada.
– ¿Aún trabajas con la poli?
– Sigo ayudando a la nueva brigada especial.
– Ah, sí, la Santa Compaña -dijo, volviendo a reír-. Con un presupuesto de pena y personal insuficiente, claro.
– Acabas de describir la mayor parte de las brigadas policiales de esta ciudad.
– Ya, pero a los polis les pasa lo mismo que a ti, Anita. ¿Qué coño os importa que haya un vampiro más o menos? Ninguna ley nueva va a cambiar eso.
Sólo habían pasado dos años desde el caso de Addison contra Clark. Aquel juicio nos había cambiado la forma de ver en qué consistía la vida y en qué no consistía la muerte. En los Estados Unidos se había legalizado el vampirismo. El nuestro era uno de los pocos países que reconocían los derechos de los no muertos. En las fronteras las pasaban canutas tratando de impedir la inmigración de vampiros extranjeros en… bueno, en bandadas.
Los tribunales estaban debatiendo toda clase de minucias. ¿Los herederos tenían que devolver las herencias? ¿Se podía considerar viudo al cónyuge de un no muerto? ¿Era asesinato matar a un vampiro? Si hasta había un movimiento a favor del sufragio vampírico… Ah, los tiempos cambian.
Contemplé al vampiro que tenía delante y me encogí de hombros. ¿De verdad me daba igual que hubiera un vampiro menos? Quizá.
– Si crees que pienso así, ¿por qué recurres a mí?
– Porque eres la mejor, y necesitamos al mejor.
Hasta entonces no había hablado en plural.
– ¿Para quién trabajas?
– No te preocupes por eso -dijo con una sonrisa reservada y misteriosa, como si estuviera ocultando algo importante. Queremos que alguien que conozca la vida nocturna investigue los asesinatos, y estamos dispuestos a pagar muy bien.
– Ya le di mi opinión a la policía cuando vi los cadáveres.
– ¿Y tu opinión era…? -Se inclinó hacia delante en la silla y apoyó sus manos menudas en la mesa. Tenía las uñas pálidas, casi blancas, sin sangre.
– Presenté un informe completo a la policía. -Levanté la vista y lo miré casi directamente a los ojos.
– ¿Ni siquiera me vas a decir eso?
– No tengo autorización para comentar asuntos policiales contigo.
– Les dije que no aceptarías.
– ¿Aceptar qué? No me has dicho absolutamente nada.
– Queremos que investigues los asesinatos de vampiros y que averigües quién, o qué, lo está haciendo. Estamos dispuestos a triplicar tu tarifa habitual.
Sacudí la cabeza. Aquello explicaba por qué había concertado la entrevista el cerdo avaricioso de Bert. Sabía de sobra qué pensaba de los vampiros, pero el contrato me obligaba, como mínimo, a recibir a cualquier cliente que le hubiera pagado una señal, y mi jefe era capaz de todo por dinero. El problema era que esperaba lo mismo de sus empleados. Bert y yo íbamos a tener una charla muy, muy pronto.
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