Antoine era el más friolero de su familia. Su madre solía coserle jerséis de cuello vuelto cada invierno, y ya tenía una colección de varios colores. No solía quitarse ni el abrigo en clase y dormía con calcetines y varias mantas. Raro era el día que desde el otoño a la primavera no llevara guantes de lana. Esa jornada, el profesor Adames lo acababa de poner en un aprieto. El mes pasado le había invitado amablemente a acompañarlo a la playa a ver el descubrimiento fósil que los ingleses habían hecho del yacimiento, pero creyó que era una exageración el que fuese a meterse en el mar a bucear. El profesor había salido del aparcamiento del paseo marítimo con las aletas y las gafas en la mano, ya vestido con el traje que lo protegería del frío, saltó a la arena y recorrió a toda velocidad los veinte metros escasos que distaban hasta la orilla, a sólo un millar de metros de las dos grandes rocas entre las que se encontraba el yacimiento de lo que el profesor supuso que serían polyplacophora. Adames miró hacia las rocas, y divisó a lo lejos a dos o tres operarios con impermeables y botas amarillas sumergidos hasta la cintura y que, con un pequeño piolet, escavaban entre las piedras e iban guardando los pequeños trozos fósiles en bolsas que colgaban de los cinturones. Después miró hacia atrás y vio que Antoine no se decidía a ponerse el neopreno y a sumergirse con él; seguía indeciso junto al coche.
—¿No piensa venir a contemplar el fantástico fondo marino de su país? ¿Sabe las maravillas que puede haber ahí abajo? No sea cobarde, Dupont. Con eso que le he proporcionado no notará nada. Además, mire el sol que viene por ahí —dijo Adames señalando el horizonte en el que un hermoso astro rey comenzaba a brillar con fuerza—. Es una balsa hoy nuestro Mediterráneo. Estamos de suerte —dijo el profesor, antes de introducir las piernas en el mar y sentirse exultante.
Antoine lo pensó mejor y decidió intentarlo. Creyó que el profesor se metería finalmente, que era un farol, y que se quedaría solo largo tiempo, algo que le pesó más que el frío que notaba. Con torpeza se vistió con el recio traje de aquel amigo de Adames y, tras volver a meter el grueso libro de Malacología y las mochilas en el coche, fue hacia la orilla, en la que el profesor Adames ya estaba sumergido hasta la cintura, con los brazos en jarras y las gafas de bucear puestas en la cabeza, mirando el horizonte.
—El mar es mi patria, muchacho —dijo el profesor—. Tengo sesenta años y he vivido en muchos sitios, pero cuando me preguntan de dónde soy siempre pienso que soy de aquí, un hombre del mar. No sabe lo que ahora mismo estoy sintiendo tras tanto tiempo sin volver a mi verdadera patria y notar el agua salada en mi piel.
Dupont, mientras tanto, intentaba calzarse las aletas con dificultad, sin prestar mucha atención a lo que decía el profesor.
—¿Lo entiende, Dupont? —preguntó el profesor, que acababa de volver la vista hacia donde estaba el muchacho, a sólo dos escasos metros de donde él inhalaba aquel aire fresco y salino. Sonrió al verlo vestido con el atuendo de submarinismo dos tallas mayor.
Antoine no supo cómo contestarle al profesor, que seguía respirando profundamente por la nariz a la vez que hacía estiramientos, volviendo hacia atrás y hacia delante los brazos, queriendo absorber litros de aire marino en sus ya cansados pulmones.
—¿No ha buceado nunca, Antoine?
—Una vez, profesor, en un viaje a Sicilia con mis padres y mis tíos. Pero era verano. Además Italia no es Francia —dijo Antoine, que se había acercado a probar el agua con la mano, sorprendiéndose de que no estuviese tan fría como suponía.
—¡Qué gran país, Italia! Aún tengo buenos amigos allí. ¿En qué parte de Sicilia estuvo? Creo que viajé por allí en el 65, a Catania y Palermo —decía el profesor con esfuerzo en su deficiente francés—. Guardo un estupendo recuerdo.
—Recorrimos toda la isla en coche, profesor. Yo tendría unos diez años, y si no recuerdo mal, buceamos en Siracusa, al lado de las ruinas de una vieja fortaleza —se explicaba—. Mis padres aún estaban casados por aquel entonces.
Gregorio Adames seguía sumergiéndose poco a poco, y durante aquella conversación en la que Dupont se sinceró en exceso en relación a sus desavenencias familiares, Adames ya había introducido el cuerpo entero. El sol estaba ahora en todo lo alto del cielo sin una sola nube que le hiciera sombra, y el agua era tan clara que el profesor podía ver perfectamente aquel suelo rocoso por donde pisaban sus aletas junto a algunos pececillos.
—Estoy seguro de que le gustó la experiencia, y que hoy le gustará más. Es prácticamente licenciado en Oceanografía y puede disponer de un guía que le resolverá algunas dudas de lo que veamos. Si le parece, comenzaremos llegando hacia esa roca —dijo señalando hacia el este, donde había un pedrusco con dos gaviotas encima— y luego sorprenderemos a los ingleses del yacimiento apareciendo por allí. Nos haremos los suecos y que nos expliquen qué es lo que están buscando y la naturaleza de la investigación, pero insisto en que eso debe de ser polyplacophora —decía mientras se anudaba la boya de corcho de señalización a la cintura y limpiaba el cristal de las gafas con una especie de bayeta roja.
Antoine se puso las gafas y se ajustó el tubo, torpemente se puso al fin las aletas, y al comenzar a introducirse en el agua se cayó al suelo en la orilla. El profesor se reía a carcajadas mientras Antoine no lograba ponerse en pie de nuevo. Acudió a ayudarlo y, sosteniéndolo por la cintura, le enseñó cómo debía mover las aletas y los brazos para avanzar con normalidad. Antoine sabía nadar, pero aquello era completamente nuevo para él. Adames le insistía en que irían a un ritmo lento y que pararían cuanto necesitara. Eso le tranquilizó, y, decididos, comenzaron la marcha hacia el pequeño peñón, que no distaría ni media milla. Por el camino vieron todo tipo de peces: lisas, sargos, peces luna, brótolas y algún rodaballo. El fondo marino tenía abundante vegetación y era muy rocoso, lo que hacía la playa poco apta para el baño pero magnífica para el buceo. Había poca afición en Martigues y aquel lugar, salvo en el mes de agosto, se iba quedando desierto año tras año por la dificultad del baño. Además, Antoine Dupont comprobó que era cierto que estaba llena de erizos. El profesor le señalaba durante el camino a los lados, donde se amontonaban grupos de cientos de estos equinodermos violáceos, burdeos y negros.
A los cinco minutos el profesor le hizo un alto y bajó los dos metros que ya había de profundidad, agarrando con la mano una especie de oruga gigante que había entre dos plantas parecidas a los helechos, mostrándosela después a Antoine en un gesto jocoso, haciendo un ademán de tirársela. Era de color blanco en la base y naranja y rojo en la superficie. Dupont recordó de inmediato el segundo curso de Zoología y lo identificó claramente como un pepino de mar, del que no recordó su nombre científico.
El profesor avanzaba deprisa y se deslizaba por el mar como una especie de Neptuno; en un movimiento circular de las piernas que apenas batía las aletas avanzaba varios metros, luego volvía hacia donde estaba el muchacho y lo esperaba, le daba la vuelta, lo adelantaba, bajaba y subía del fondo a la superficie, vaciando el tubo con facilidad. Antoine pensó que tenía razón aquel hombre que le resultaba tan singular y misterioso. El profesor parecía uno más de los seres que poblaban el mar Mediterráneo. Seguía en la marcha, deteniéndose a cada pez, a cada planta y a cada concha que veía; le daba el alto, le mostraba la pieza cogida y volvía a repetir el gesto circular del dedo índice, indicándole que después le contaría la historia o el dato correspondiente. Antoine estaba cansado a la media hora del recorrido, pero acto seguido vio a lo lejos la roca y no creyó necesario interrumpir la marcha. Fue entonces cuando el profesor le hizo parar para darle a conocer a uno de los reyes de ese mar del que parecía haber salido. La profundidad era ya de más de cinco metros, pero el majestuoso día le permitía ver el fondo todavía. Adames, desde la superficie, señaló al fondo en dirección a dos rocas porosas amarillentas, pero Antoine no veía nada. El profesor se había quitado el tubo y había sacado la cabeza a la superficie para tomar aire, cubriéndole el rostro la tupida cabellera ondulada que aún tenía. Bajó a toda prisa hacia la roca agujereada y, con el arpón diminuto que tenía atado a la cintura, presionó lo que Antoine creía una piedra sucia. Aquella porción de mar se tornó negro en sólo unos segundos, el muchacho se puso nervioso y sacó la cabeza a la superficie, tragando sin querer el agua del tubo, y tosió a la vez que se le enrojecía el rostro. Una vez que volvió en sí se puso de nuevo el tubo, y cuando abrió los ojos en el mar contempló un maravilloso espectáculo: ver al profesor Adames nadando junto a un inmenso pulpo de más de un metro de largo y al menos veinte kilos. El agua volvía a estar transparente, y le permitió observar aquello con la claridad que merecía. El octopus no se asustaba del profesor, incluso le dejaba tocarlo. Poderosos tentáculos se le enrollaban en el brazo y el profesor lo giraba para que Antoine lo viese. A los pocos minutos, aquel gigante se perdió entre la abundante vegetación marina.
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