En sólo unos instantes llegaron a la roca de las gaviotas que habían divisado desde la arena de la orilla. El profesor la alcanzó primero, y se agarró a un saliente para esperar al muchacho, que se había retrasado por la falta de costumbre del ejercicio de la natación y la dificultad de respirar por el tubo. El profesor lo cogió del brazo y lo ayudó a subir a la roca, que tenía un montículo en el que podrían descansar antes de dirigirse hacia el yacimiento. Antoine volvió a tragar agua al quitarse las gafas, y Gregorio Adames le dio varios golpes en la espalda al tiempo que le animaba y le decía que lo había sorprendido.
—No está mal para la segunda vez que se calza una aletas, Dupont… Reconozco que la emoción y las ganas me han hecho ir demasiado deprisa. Tendrá que disculparme.
Antoine se serenaba y tomaba aire, mientras una sensación parecida a un examen final aprobado le recorría el gélido cuerpo. «Lo he logrado», se decía mientras la respiración se le normalizaba. Miró a la derecha y vio al profesor de pie mirando hacia el yacimiento, en el que en sólo media hora más tarde parecía haber más personal trabajando. Antoine permanecía allí, sentado en la roca y con el agua que le cubría hasta el pecho, contemplando la bonita estampa de las montañas de Sainte-Croix y los blanquísimos chalets y casitas bajas de la playa de Martigues. Algunos pescadores empezaban a meterse a faenar en pequeñas barcas llenas de redes, y vio también a una pareja de jóvenes que daba un paseo por la orilla con un perro pastor alemán. No sentía ahora frío ninguno, ni siquiera en sus hipersensibles manos.
—Espero que reconozca que tenía razón, Antoine, que era absurdo perder un día de su vida sin poder contemplar el mar desde dentro —dijo Adames, mientras se sentaba a su lado en la roca—. Cuando era más joven solía meterme hasta en los meses más duros del invierno, cuando el viento y las olas me lo permitían, ya sabe, por la visibilidad, no por el frío. A diferencia de usted, nunca sentí el frío demasiado.
—Le doy la razón, profesor, se la doy. Estoy realmente sorprendido, ¿cómo sabía que entre esas piedras había un pulpo?
—Soy perro viejo en esto, Dupont. Han sido muchos días y muchas horas por aquí abajo, aunque menos de las que me hubiese gustado. Antes estaban los asuntos serios, el trabajo... —contestó Adames, lamentándose con una media sonrisa y con la mirada pérdida entre las piedras del pequeño peñón. Mientras conversaban, iba guardando piedrecitas de colores diversos que halló en aquel peñasco e iba introduciéndolas en la bolsita que, junto al diminuto arpón, el machete y la cuerda de la boya de señalización, tenía atada en el cinturón. El pelo se le iba secando y se había vuelto más rizado y más abundante si cabía, y la barba de un par de días junto con el bigotillo sobre el labio le daban ahora un aspecto más duro y más joven. Además, como Antoine había comprobado mientras se ponía el traje en la orilla, el profesor tenía un torso inusualmente musculado y recio para su edad.
—¿Por qué no huyó el pulpo, profesor? —volvió a preguntar Antoine, todavía extrañado, mientras empezaba a notar cómo bajaba la temperatura.
—No sabría decirle. Son animales más listos de lo que piensa la gente. Imagino que supo que no queríamos hacerle daño —dijo Adames, sonriendo—. Su profesor Fournier es un experto en los octopus, y los cree con un cerebro muy desarrollado.
—O a lo mejor ya lo conocía a usted de otras veces, profesor Adames —exclamó Antoine, queriendo hacer una gracieta, ya que iba perdiendo poco a poco su patológica timidez, y comenzaba a advertir en el profesor algo más que a un docente apasionado de su profesión. «¿Se estaba convirtiendo Gregorio Adames en un amigo? ¿Por qué no recordaba momentos de placer semejantes junto a compañeros de clase, conocidos y correligionarios de la formación política a la que pertenecía?». Antoine tenía cierta dificultad en profundizar y formalizar las pocas relaciones personales a las que accedía en su reducido espacio vital. No salía mucho de casa, salvo para las reuniones semanales del PCF, y allí únicamente mantenía contacto con Marta y Pierre, que habían cursado con él el bachillerato en uno de los institutos públicos del barrio obrero en el que vivía desde los siete años, Belle de Mai; aun así, únicamente solían tomar unas cervezas en los bares cercanos antes de irse a su casa a escribir las tareas que le asignaban los máximos responsables de su agrupación o, cómo no, a intentar estudiar Biología. Era bueno escribiendo, y los mandamases de la formación le hacían redactar y pasar a máquina el pequeño boletín que repartía el partido por la ciudad. Antoine había llegado a los dieciséis años al PCF gracias a una chica y alentado por su madre, desprovisto aún de ideología y de conciencia social. En sólo dos años ya no tenía a aquella muchacha, pero el marxismo y el mundo obrero serían ahora su única esperanza de ver mejor la Francia que le había tocado vivir. La agrupación era numerosa, con mucha gente joven y tenía el atractivo de estar dirigida por el ya mítico George Marchais, que en muy pocos años se convertiría en el primer secretario nacional, y que había decidido una liberalización moderada del partido, de las políticas internas y de la propia vida privada, aunque seguía aplicando mano dura con los disidentes intelectuales, lo que causaba un gran desasosiego en Dupont, pues humildemente siempre aspiró a ser uno de aquellos doctos científicos y escritores que se oponían a la libertad. Por si fuese poco, en aquellos años se había producido un acercamiento al Partido Socialista de François Mitterrand, y se llegó a firmar incluso un programa común, algo que entusiasmó al joven Dupont, que creyó, iluso, que el PCF se alejaba de la rancia y asesina Unión Soviética y de las mentiras revolucionarias maoístas, que sólo ensuciaban y desprestigiaban el sentimiento y el corazón de las personas de izquierdas. Poco a poco fue ganándose a la gente con su carácter bonachón y timorato, y así comenzó a escribir en la gacetilla propagandística. Las derrotas de la coalición, el aumento de la popularidad de Mitterrand y el atractivo programa socialista le estaban haciendo posicionarse cada vez más cerca del socialismo, tanto, que a falta de sólo un par de años para las presidenciales Antoine, Pierre y Martha habían decidido apostar por la coalición de izquierdas para frenar una posible reelección de Giscard d’Estaing, que en aquellos días era aún dudosa.
—¿Le interesa la política, profesor Adames? —preguntó Antoine tras un breve silencio, en lo que creyó la cuestión más arriesgada que podía hacer a una persona desconocida a la que empezaba a apreciar de una manera distinta.
Adames parecía no haber escuchado la pregunta, hasta que a los pocos segundos contestó, mirando a la vez a su reloj Omega.
—Por supuesto, muchacho. ¿Por quién me ha tomado? ¿Cree que no estoy en el mundo? —contestó el profesor—. El problema es que uno pone demasiadas expectativas en ella, y luego, al igual que en las relaciones de amistad y de pareja infructuosas, no somos correspondidos. Y claro, entonces llegan el dolor y la decepción con tus congéneres, con aquellos que se aprovechan de las ilusiones de demasiada gente para detentar poder u obtener beneficios personales; pero como en todos sitios, siempre hay justos en Sodoma. La política, como todo, bien ejercida y por gente eficaz y válida, es la más noble de la tareas.
Antoine no esperaba aquella respuesta tan completa. Lo miraba absorto.
—¿Participa usted en política, joven? —preguntó acto seguido el profesor Adames, al tiempo que ofrecía agua de su rudimentaria cantimplora a Antoine.
El muchacho se pensó la pregunta y tardó en contestar. Ignoraba por completo la posible ideología de su profesor, y temió que éste le interrogara acerca de su izquierdismo o incluso le molestase. No parecía una persona reaccionaria ni mucho menos un fascista, pero también tenía claro que no era un correligionario del PC. Dudó unos segundos, haciéndose el despistado y fingiendo ajustarse la aleta mientras lo pensaba, hasta que finalmente contestó.
Читать дальше