—No sé si está muerto, pero es muy probable, y lo único que va a hacer con sus ganas de ir al frente es que lo maten a usted también. La guerra es imprevisible. Nadie está a salvo, hijo.
—Pues que me maten. Me da igual. Yo sin mi padre no quiero vivir. Quiero ir a buscarlo, a donde sea. Está enfermo. Usted me ayudará porque estoy seguro de que a un médico como él no lo han matado —dijo de nuevo el joven, intentando convencer al antiguo carabinero de Maro.
El sargento Barranco encendió el enésimo cigarro de la mañana y, mientras fumaba, meditó durante casi cinco minutos.
—Está bien, acompáñeme al cuartel. Creo que se me ha ocurrido una posible solución —dijo mientras espiraba profundamente. Luego, más tranquilo, encendió otro Bisonte—. Veremos si da resultado.
—Gracias, don Antonio, gracias de corazón. He traído una foto —dijo mostrándole una instantánea pequeña, que le habían hecho a principios del último curso de bachillerato preuniversitario—. Para la nueva ficha del censo.
—Muy bien, pero deberíamos tomarle otra, con otro atuendo y el pelo con fijador. Así no habrá sospechas. Está demasiado aniñado en la fotografía. Iremos a ver a un viejo amigo, el fotógrafo Andrés Montano, muy cerca de aquí, en la calle Alfonso XII.
El estudio situado dentro de la casa del fotógrafo era minúsculo. Éste se ganaba la vida desde hacía años fotografiando a gente humilde en los días de sus bodas y comuniones; malvivía de las propinas de los agricultores y campesinos y de una ridícula paga de inválido, pues estaba cojo por una poliomielitis que contrajo cuando era apenas un crío. Las fotografías eran lo que le había salvado de la miseria y la marginación. Era un hombre corpulento y con gruesas gafas. La calidez y la bondad de aquel señor le sugirieron a Roberto la posibilidad de la asociación natural de los hombres buenos. Su padre le había hablado de él hacía tiempo con grandes elogios y ahora resultaba ser amigo íntimo de otro ser humano bondadoso como el sargento de la guardia civil Antonio Barranco.
—Ponte esto, Roberto —dijo el sargento, al tiempo que ofrecía al muchacho un uniforme militar que había ido a buscar al coche. Estarás mucho mejor así. En la foto no se apreciará el color del uniforme.
—¡Fantástico! —exclamó el fotógrafo—. Mucho mejor.
Acto seguido, con un lápiz enorme que tenía en su tallercito le pintó una sombra en el bigote y le embadurnó el pelo con aceite de girasol y lo peinó hacia atrás.
—Eso es. Todo un hombrecito —dijo el fotógrafo, que se disponía a sacar su antigua Kodak para inmortalizar al nuevo cabo primero asociado a la Benemérita de Nerja.
Montano no le quiso cobrar aquella foto ni a Roberto, que traía algunas monedas, ni a su amigo el sargento. Eran amigos, al fin y al cabo, y le había conmovido la valentía del muchacho. Barranco quiso llevar a Roberto a casa, donde debería aguardar nuevas noticias, pero el chico insistía en ir con él al cuartel a inscribirse de inmediato, y puso rumbo hacia la calle San Miguel, donde se las ingeniaría para advertir a su comandancia de que un joven portugués, procedente del frente de Huelva, quería alistarse en las tropas del este que marchaban hacia Almería para luchar junto a su hermano.
El sargento entró en su cuartel con la soltura, la experiencia y el aplomo que le caracterizaban. Roberto permaneció detrás, fingiendo no comprender bien lo que decían.
—Me mandan uno nuevo de Málaga, otro extranjero viriato, muy joven. Quiere ir con los italianos y la Cóndor a la división CPV, la del coronel Baturone, para combatir junto a su hermano. Perdió su ficha en el viaje desde Antequera —dijo el guardia civil al oficinista del cuartel, mientras le daba la fotografía.
—Está bien, no hay problema, Barranco, le haremos una nueva —dijo aquel funcionario calvo con minúsculas gafas redondas, que no miró al guardia ni se quitó el cigarrillo de los labios mientras buscaba entre sus papeles. Detrás de su mesita estaban colgando un cuadro de Franco ataviado con traje militar y uniforme de general, en sustitución de uno antiguo de Azaña, que tiraron con desprecio a la basura.
—¿Cómo se llama el chaval? —preguntó el cabo primero oficinista, con la misma desgana con la que tecleaba aquella vieja máquina de escribir.
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