—Sí, profesor, intento aportar algo al país. No me gusta demasiado la Francia ni el mundo en que vivimos. Mi granito de arena, ya sabe… —respondió valiente Dupont.
Se sintió aliviado al ver que Adames no profundizó en ello, y que sólo respondió con un escueto: «Hace muy bien, pero que no le coman el coco, procure pensar por usted mismo; que nadie lo haga por usted». Le sorprendió que ni le preguntase lo que hacía o en qué partido militaba, lo único que supo decirle es que pensara por él mismo, y fue el profesor quien, temiendo importunar al muchacho, cambió de tema de conversación.
—¿Le parece que sigamos en dirección al yacimiento?, habrá que ver qué es lo que han descubierto esos británicos —dijo mientras se ajustaba de nuevo las gafas y el tubo.
—Sí, claro, profesor. Veamos si son chitones o tal vez bivalvos mediterráneos. Puede que nos sorprendamos.
—Coja aire, muchacho —dijo mientras se zambullía en el mar, que empezaba a tornarse en un verde intenso—. Esos viejos moluscos nos están esperando.
Esa vez el profesor procuró disminuir la marcha, y fue en todo momento al lado del joven, incluso habían atado las dos boyas de señalización al mismo cinturón. Pararon en un montículo de roca muy oscura, en el que el profesor descubrió, mientras escarbaba con su machete en busca de una especie de lapa, un pequeño grupo de corales amarillos entre algas verdeazuladas. Fue entonces cuando, al sacar de nuevo las cabezas a la superficie para tomar aire vieron la mano en alto de lo que parecía una muchacha a lo lejos, que les llamaba la atención. Debajo del gorro de plástico amarillo como su impermeable a juego parecía adivinarse una melena castaña, y conforme avanzaban hacia ella, una voz iba advirtiéndoles en inglés que no debían acercarse: « Do not approach », decía, indicándoles la orilla situada a la derecha del valle rocoso en la que habían descubierto los moluscos fósiles, a modo de señalización para que salieran del mar por aquella zona segura. Mientras, los demás operarios seguían cavando y metiendo en sus bolsas los trocitos de moluscos que encontraban entre el rompeolas lleno de rocas, sin importarles la aparición de dos buceadores despistados.
Adames se había quitado las aletas en la orilla, y antes de que el joven Dupont hubiese salido del agua, fue en dirección hacia la muchacha que les había advertido hacía unos segundos, impaciente por que alguien le dijera algo del descubrimiento fósil.
Antoine había llegado por fin a la playa, algo menos cansado que en la ida hacia la roca donde habían conversado largo y tendido y a la que le costó llegar. El profesor lo había dejado desatando las boyas, y había salido corriendo hacia los científicos. A los pocos instantes vio que el profesor estrechaba con un fuerte apretón la mano de la joven del gorrito amarillo. Estaba a unos cincuenta metros, y esta vez era el profesor el que le hacía a ella gestos, a la vez que lo apremiaba a él a salir de la orilla. Mientras Dupont conseguía ponerse en pie, el profesor ya había comenzado a saludar a los demás investigadores, y conforme iba hacia donde estaban los biólogos marinos —un recinto acordonado y precintado que recordaba a la escena de un asesinato— pudo comprobar que el descubrimiento de los arqueomalacólogos ingleses era algo diferente a lo que suponía. A sólo unos metros de donde se encontraban charlando el profesor Adames y el grupo de investigadores, Antoine se detuvo al ver, a escasos tres metros de distancia, el fósil de un prosobranquia , una especie de caracol marino, cuyo tamaño descomunal había frenado en seco al joven futuro oceanógrafo. Vio que el profesor también lo miraba a la vez que intentaba prestar atención al inglés barbudo, que seguía esforzándose para que el profesor comprendiera el curso de aquella investigación arqueológica marina.
Antoine comenzó a recordar las entretenidísimas clases de la señora Royal, profesora que había marcado enormemente a Dupont y su futuro académico y profesional. La profesora de Biología Celular y Genética fue la que recomendó al alumno dos años antes al entonces decano François Fournier, advirtiendo pronto sus aptitudes, y la que consiguió de nuevo su beca de licenciatura y futuro doctorado. Sin embargo, su prematura muerte encerró a Antoine en una depresión de la que había comenzado a salir recientemente. La misma persona que le había abierto las puertas de la ciencia y la investigación abrió, con su repentino fallecimiento, la terrible certidumbre y angustia de lo efímero de la vida, de la amenaza que el cruel destino nos tiene preparada en cualquier esquina y en cualquier momento.
Al ver más de cerca el fósil de aquel enorme prosobranquia en la roca, supo enseguida de la envergadura del descubrimiento, pues caracoles marinos de ese tamaño hacía posiblemente miles, tal vez millones de años que habían dejado de poblar esas cálidas aguas. Lentamente, y sin dejar de mirar al gasterópodo gigante, se unió al profesor, que de lo absorto que estaba ni reparó en que ya se encontraba junto a él. Tuvo que ser la muchacha la que le ofreciese la mano y se presentara.
—Disculpen, señores, este es mi alumno Antoine Dupont —dijo Adames, que continuaba sin quitar la mirada del fósil. Se le notaba inquieto y con ganas de acercarse, tocarlo, tal vez fotografiarlo, pero se contuvo. Seguía escuchando al inglés.
— I’m Cathy, nice to meet you . Perdón, intentaré hablar en su idioma —se excusó la joven, divertida, cambiando de idioma, sustituyéndolo por un francés aceptable—. El señor Adames ha perdido el habla cuando ha visto a nuestro «amigo» Cassis. Creemos que es muy similar al Casiss Madagascarensis , pero de un tamaño excesivo —explicaba la joven mientras desempolvaba la parte inferior del caracol con una brochita.
Dupont y el profesor avanzaron entre las rocas, siguiendo al inglés de la barba pelirroja y al que parecía su ayudante. Antoine ignoraba de qué forma se había presentado a los ingleses y por qué le estaban dispensando ese trato tan excepcional. El británico también se veía entusiasmado de poder enseñarle el yacimiento. Fue entonces cuando Antoine, que intercambiaba con la muchacha más preguntas y respuestas de cortesía, escuchó la voz grave y fuerte del profesor, que se había adelantado unos metros y permanecía subido a un pequeño cerro.
—¡Antoine!, dese prisa, venga aquí.
La joven Cathy y Antoine accedieron torpemente al último montículo donde estaba el grupo, con las olitas que se empezaban a formar golpeando sus piernas.
—¿Qué le había dicho, Dupont? Son chitones, casi todos, Acantochitónida , pero además de miles de polyplacophora , me dice el señor Thompson que cree que debajo de aquella piedra es posible que también haya Scaphopodos , que si recuerda son una especie de tubitos que se parecen a las navajas de mar. En una semana tendrán más noticas —explicaba exultante el profesor.
—Pero, ¿y el enorme caracol? ¿No es extraño? —preguntó Dupont, intrigado—. Hay mucha diferencia entre los dos periodos en que habitaron, si no me equivoco.
Los dos hombres que tenía delante, su profesor y el diminuto inglés, asintieron a la vez con la cabeza.
—Muy extraño, señor Dupont. La vida y la ciencia nunca dejan de sorprendernos. Llegamos aquí a excavar un yacimiento con información acerca de algo distinto, y sin embargo el cassis nos encontró a nosotros —contestó Thomson.
Se despidieron de los amabilísimos científicos y operarios, dándoles insistentemente las gracias y disculpándose por haberles interrumpido su trabajo. Mientras llegaban de nuevo a la orilla de la playa del paseo marítimo, les sorprendió la voz agradable y ligeramente ronca de la muchacha del impermeable amarillo.
Читать дальше