Otto y Ralph se levantaron a llevar sus bandejas a la cocina, y a la vuelta venían con un periódico entre las manos con un titular enorme que rezaba: «Las SA apalean a dos agentes de policía en Friedrichstraße».
—¿Quiénes son las SA? —preguntó Albert, que sujetaba el algodón de la nariz con la mano derecha evitando que saliese más sangre.
—Son los Camisas Pardas, Albert. Son una especie de policía que han creado los del partido que probablemente chocaron contigo —aclaró Robert—. Mantienen el orden en las reuniones que organizan y hacen la vida imposible a los demás partidos políticos de la República.
Ralph sacó una cajetilla de tabaco y la ofreció al grupo.
—La han tomado con las formaciones de izquierda, con los extranjeros y los judíos, a los que echan la culpa de todo —explicó Ralph, negando con la cabeza mientras leía.
—Pero la paliza, ¿a qué ha venido? ¿Por qué dos policías? —insistía Albert.
—No han podido soportar que se haya permitido a Francia ocupar el Ruhr con tanta facilidad, al parecer. Es lo que pone aquí —dijo Robert, señalando el periódico.
«El Canciller Gustav Stresemann ya no tiene ninguna autoridad aquí en Baviera. Los nacionalistas han aupado al poder a Von Kahr en Múnich y en Marienplatz el tiroteo entre la policía y los Camisas Pardas se tornó una carnicería», continuó Robert, leyendo la noticia de aquel diario.
Los muchachos permanecieron pensativos un buen rato. Ralph no paraba de fumar y se le notaba algo angustiado. Luego siguieron conversando en el salón-bar sobre la inestable situación. Unos se aventuraron a prever que la República vencería. Sólo Otto, el más iracundo e impulsivo, apoyaba sin fisuras al canciller Stresemann, y Klaus, que odiaba la política, se posicionó del lado de los nacionalistas. Albert no se atrevió a opinar, aceptó el cigarrillo que Ralph le ofreció y subió a su habitación con dos o tres de los periódicos del día. Tenía molestias en la nariz y creyó que era necesario cambiar el algodón que le taponaba la hemorragia.
Una vez pasó a limpio los apuntes del día, Albert sacó de su maletín los periódicos y uno a uno los fue leyendo, incluso subrayó algunos conceptos y datos. Nunca entendió ni se había interesado por la política, y jamás mencionó el tema con su padre, el condecorado general Kummer. Ya era un hombre y debía aprender, además la situación era harto compleja y lo vio necesario. Al menos dos horas más tarde, Albert escuchó la cerradura de su habitación, y una voz cálida y muy grave lo interrumpió.
—Tú debes de ser mi compañero Albert Kummer —dijo el joven y rubísimo historiador mientras se quitaba el elegante sombrero—. Me llamo Joachim.
—Es un placer conocerte —dijo Albert, que se levantó de un salto de la mesa y acudió raudo a estrecharle la mano. Era igual de alto que él pero más delgado y con el pelo más largo y lacio. Vestía un traje gris de espiga y corbata. A Albert le resultó un hombre muy apuesto. De inmediato le invitó a sentarse enfrente suyo mientras él se quitaba la corbata y se acomodaba un poco.
—Vaya por Dios, ¿y esa nariz? ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó extrañado Joachim.
—Un simple golpe, no es nada. Estoy bien, gracias —dijo Albert tocándose el algodón.
El rubio se sirvió un vaso de soda y le sirvió otro al joven Kummer.
—Has empezado ingeniería, ¿no es cierto? —preguntó Joachim, curioso.
—En efecto, Joachim, y me ha gustado mucho el primer día de clases. No me imaginaba así la universidad, ni el trato de los profesores. Ha sido emocionante aunque, según dice todo el mundo, he elegido una carrera muy difícil.
—Me alegro mucho. Yo soy de letras pero nos llevaremos muy bien. Hoy día hay que saber de todo, y sé que aprenderemos muchas cosas juntos —le animaba Joachim, poniendo la mano en el hombro del muchacho.
Siguieron hablando y fumando largo rato, preguntándose por sus vidas, sus familias y sus aficiones. La botella de soda y el tabaco se terminaron y Joachim bajó a por otra a la habitación de un compañero de departamento.
—Sabes, Albert, me gustaría que mañana me acompañases al centro de la ciudad, a tomar una cerveza. Quiero enseñarte esto un poco. Como sabes llevo aquí ya unos años, y Múnich es una ciudad algo grande y alocada, pero te encantará.
—Claro que sí. Sería fantástico —contestó Albert—. No conozco aún a casi nadie.
Era la tercera tarde que los dos compañeros de habitación salían de la residencia Freimann hacia el centro de la ciudad. Habían congeniado enseguida y el joven Kummer disfrutaba enormemente de la compañía de Joachim. Este había nacido en Canadá y también era hijo de un militar. Tenía ocho años más que Albert, al que le extrañaba que colmara de atención a un jovenzuelo como él. Le enseñó la historia de la ciudad de una forma tan perfecta y detallada que a veces Albert se desesperaba. Lo llevó a los museos, al teatro y al cine. El día anterior le había presentado a su novia Anne y habían cenado juntos en un majestuoso restaurante de Leopoldstraße. Hacían una pareja preciosa. Ella también era rubia y muy alta y, si cabía, aún más divertida y amable que Joachim.
Tras salir de una elegante boutique en la que Albert se hizo su primera camisa a medida en Friedrichstraße, Joachim quiso que conociera a sus amigos íntimos, que se hospedaban durante todo el curso en una vecina residencia estudiantil, a sólo unas manzanas de la Freimann. Habían quedado para jugar a las cartas y Joachim lo llevaría con él. Albert no sabía jugar y tuvo que conformarse mirando las partidas por encima de sus cabezas. Se sentía mucho mayor entre todos esos hombres que ya eran en su mayoría licenciados o doctores. Le llamó mucho la atención el más bajito, que apenas hablaba pero llevaba ganando casi todas las manos y que era médico residente. Joachim también estaba contento, y cada dos o tres partidas le pasaba a Albert la mano por el pelo, con un gesto cariñoso, y hacía por introducirlo en la conversación, que fue desde el principio incomprensible para él: literatura, cine, política, historia y mujeres.
—Bueno, Albert, esta noche vamos a cenar en Burgerbräukeller —dijo el más obeso de los amigos de Joachim con un cigarro entre los labios mientras barajaba las cartas—. Los amigos de Joachim son nuestros amigos, así que espero que vengas con nosotros —concluyó el gordo. Se llamaba Gerhardt.
Albert, que estaba sentado justo al lado de Joachim, miró a éste en un gesto de duda, esperando la aprobación del compañero, que sonreía, divertido.
—Por supuesto que vendrá —dijo Joachim—. Iremos todos en mi coche.
Sobre las siete y media llegaron a la residencia Freimann y, tras fumar un último pitillo, tomaron una ducha y empezaron a acicalarse. Mientras se afeitaba, Joachim le preguntó al joven compañero qué tal se le daban las chicas, y le extrañó que un muchacho tan atractivo aún no se hubiese fijado en ninguna mujer. Albert se sonrojó e intentó cambiar el tema de conversación ante la comprensión del rubio.
El coche de Joachim era un autentico lujo. Un Delahaye negro y reluciente que dejó su padre antes de marcharse de casa, y del que disponía a su antojo. Recogieron a Gerhardt y a Alfred en la vecina residencia y media hora después llegaron a la cervecería de las afueras de la ciudad. Albert jamás había visto nunca tanta gente junta en un establecimiento; tenía una terraza inmensa, con más de un centenar de mesas y estaba cubierta por una enorme carpa transparente que le recordó a la de un circo. Había oficiales de todo rango y procedencia. Albert miró sus uniformes y creyó ver policías y oficiales afectos a Kahr, actualmente al mando en Baviera. También vio señores elegantísimos que bebían coktails y cervezas enormes mientras charlaban en ocasiones acaloradamente. En el salón interior, dos hombres parecían dirigirse a decenas de personas acerca de la caótica situación actual de la región. Joachim y sus amigos se sentaron en una mesa circular próxima a la barra principal, y a los pocos minutos dos elegantes y jóvenes damas que llegaron juntas abrazaron a Joachim y a Gerhardt respectivamente, y estos las invitaron a tomar asiento junto a ellos en la mesa circular. Albert, mientras tanto, bebía a pequeños sorbos su cerveza tostada, y no podía de dejar de observar el variadísimo ambiente de la cervecería. Discusiones políticas, borrachos, pertinaces meretrices que se sentaban encima de algunos caballeros y militares. Mientras contemplaba un pulso de fuerza en la mesa que quedaba a su espalda entre dos tipos ebrios, una de las jóvenes amigas de Joachim lo interrumpió.
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