—Son los hijos de don José, Elvira —dijo el guardia Barranco, intentando explicarle la situación—. Los encontré en un portal de aquí cerca; les ha pillado de lleno el tiroteo cuando volvían a casa. La bomba se ha llevado media plaza. Hay muertos y muchos heridos —añadió en voz baja mientras le tapaba los oídos a su hijo. Las niñas comenzaron a llorar y se abrazaron a su madre.
El sargento encendió otro cigarrillo, prosiguiendo en su intento de consolar a la familia, tranquilizándolos con su dicción queda y pausada mientras repartía caricias y besos. Luego se sentó cerca de su mujer, al tiempo que los muchachos sorbían la sopa y sus hijos los miraban embobados.
—Franco llegará a Málaga mañana o pasado, y tomará toda la Axarquía. Los republicanos están muy nerviosos y si no me equivoco van a pasar por las armas a todos los que consideren enemigos. Tendré que esperar un par de días antes de llevarlos a la casa de la playa —concluyó Antonio, resignado—. En su casa temerán lo peor, pero no puedo hacer otra cosa. Salir ahora es ir en busca de la muerte.
Dos días enteros duró el crudísimo enfrentamiento entre las tropas rebeldes auxiliadas por la Corpo Truppe Volontarie junto a batallones rifeños y las Brigadas Mixtas de la Axarquía, con escasísimos soldados profesionales. Los combates resultaron interminables. Ruido de ametralladoras y fusiles a todas horas, cañonazos y obuses de montaña hacían retumbar el pueblo y el refugio, desde donde también se escuchaban los aviones.
Antonio Barranco tenía, desde hacía años, una deuda contraída con José Quiles, y sufría mucho por no poder avisarle de lo ocurrido ni llevar a sus hijos a casa, pues conocía de sobra el momento tan terrible que debía de estar sufriendo esa familia al creer desaparecidos a sus dos hijos mayores. Él estaba encargado del orden público junto con veintitrés hombres, y no combatiría en el frente. Ya no era joven ni tenía la suficiente agilidad ni fuerza, pero gozaba de gran prestigio en la Benemérita.
A cinco minutos de las dos de la tarde del tercer día de contienda en Nerja se produjo un silencio sepulcral en el pueblo. Los milicianos empezaron el repliegue hacia el este, en dirección a Almería junto a unos cinco mil civiles, muchos de ellos llegados desde la capital. Fue el día más frío del invierno y en los montes de Frigiliana se adivinaban ciertas manchas blancas de nieve. El guardia civil Barranco decidió que era el momento de llevar a la casa de calle Carabeo a los dos hijos del médico. Una vez que el sargento dio la voz los dos muchachos salieron por el túnel a toda prisa, torpemente, tras despedirse afectuosamente de la familia del militar, y se metieron en el viejo coche que la guardia civil disponía para la vigilancia de los caminos y las zonas más recónditas de la región en busca de ladrones y bandoleros, dando cierta seguridad a los agricultores y jornaleros, por aquel entonces tan necesaria.
En sólo dos días los dos muchachos habían establecido una entrañable relación con los hijos del guardia, y no les resultó nada fácil la despedida. Roberto había estado enseñando a las pequeñas juegos de cartas, y Adolfo se distraía con la mayor jugando a las damas. Prometieron volver pronto, y Roberto nunca olvidaría la mirada cómplice de la menor de aquellas niñas.
Antonio Barranco conocía de sobra todas las posibilidades y rutas para ir a la casa del médico, y meditó unos minutos antes de iniciar el camino. Eligió por fin el que creyó menos arriesgado, atravesando el río Chillar por un puente aparentemente intacto, con menos riesgo de encontrar algún miliciano, y acertó. Cerca de las dos y media llegaron sigilosos a la hermosa casa en la que vivía el doctor con su esposa e hijos. La fachada era blanca con cierres de acero y tenía varias ventanas que daban a la calle Carabeo. En una de ellas estaba asomada Fuensantita, que al verlos aparecer corrió hacia dentro para dar la noticia a la familia que la había acogido siendo sólo una niña. Les abrió la puerta, y en el momento que entraban, la señora Elisa bajaba corriendo las escaleras gritando.
—¡Hijos míos! ¡Adolfo! ¡Roberto!, gracias a Dios, ¿Dónde habéis estado? —preguntó con la respiración entrecortada. Se abrazó a los dos con fuerza, intentando contener el llanto. Le temblaban las piernas y por momentos se derrumbaba por la emoción.
Antonio Barranco se había quitado el tricornio y lo sujetaba entre las manos, con la cabeza ligeramente agachada, mirando de reojo la emotiva escena. Los dos hijos menores del médico los miraban extrañados y temerosos desde detrás de la barandilla de la inmensa escalera que conducía a las habitaciones, en la planta de arriba.
—Señora Elisa, los muchachos no han hecho nada malo. Les sorprendió el tiroteo que se ocasionó tras la bomba de la iglesia del Salvador y los llevé a mi casa. Corrían mucho peligro —dijo el guardia con voz muy baja—. Su marido lo entenderá, si pudiera…
Roberto y Adolfo hicieron caso a su madre y fueron arriba junto con sus hermanos pequeños. Roberto cogió a su hermanita en brazos y fueron hacia el cuarto de estar donde solían jugar. Fuensantita los besó entre llantos y bajó corriendo a prepararles algo de comer.
Elisa se secaba las lágrimas con el delantal mientras iba hacia el jardín seguida del sargento Barranco. Allí comenzó a hablarle de la reciente y desastrosa situación de aquella casa.
—Ha ocurrido algo muy grave, Antonio, y no sé cómo voy a decírselo a mis hijos —dijo Elisa, y casi empezó a llorar de nuevo, pero se contuvo—. No sé si usted podría…
—¿Qué ha ocurrido, señora? —preguntó alarmado el fibroso sargento. Desde que comenzó la guerra había adelgazado varios kilos, quedándose prácticamente en los huesos.
La esposa del médico miraba ahora al mar entre los destrozos del jardín que habían ocasionado aquellas brigadas de comunistas y anarquistas. Bajo un inmenso ficus, la señora Elisa se sinceró con aquel bonachón.
—A mi marido ayer lo secuestraron los rojos. Se lo han llevado con ellos en su huida.
Se dio la vuelta y abrazó al guardia civil, pero esta vez no pudo reprimir el llanto.
—No puede ser, doña Elisa —dijo extrañado, aún con la mujer de su amigo sujeta a su cuerpecillo fibroso—, perdone mi franqueza, pero estamos en guerra, ¿está usted segura de que está vivo? No suelen hacer prisioneros. Están pasando a muchos por las armas —dijo sincero, haciendo llorar más aún a aquella desconsolada mujer.
Tras el abrazo lleno de rabia se puso el tricornio e intentó pensar, mordiéndose el labio inferior.
—No lo entiendo —volvió a decir—. No entiendo nada.
Elisa había escuchado, desde el cuarto en el que los milicianos la encerraron la tarde anterior, que los enfermeros y el único médico que tenían habían caído entre los destrozos de la Ermita, en la batalla de Frigiliana y en el horrible combate que se ocasionó el día pasado en plena playa. Tenían decenas de heridos, algunos de ellos gravísimos. Necesitaban a un médico y no podían prescindir de José.
Antonio Barranco estaba aturdido. Fue corriendo a su coche, pero la radio no funcionaba. Estaba bloqueado y la única noticia que tenían en el cuartel era la dirección de huida de la población civil: Almería. Se sentó de nuevo en el banco que había en el jardín, de donde apartó cáscaras de plátano y lo que parecía el cargador vacío de un máuser, y ni siquiera notó el frío. Estaba confuso e indeciso. «¿Cómo se le dice a dos jóvenes que lo más probable es que no vayan a volver a ver a su padre más?», se preguntaba. «¿Creerían los chicos el secuestro o lo verían como una simple excusa para negarles la realidad de una muerte más que probable?». La República, desde muy pronto, había comenzado a perder la guerra y sabía de sobra que de la desesperación y el odio podía brotar cualquier cosa.
Читать дальше