Entre aquel caos de dudas que era ahora su cabeza en cuanto al proceder con aquellos muchachos, Barranco recordó que había conocido a Elisa Magallanes hacía unos cinco años. El hijo menor del sargento había nacido con terribles problemas respiratorios, y el médico militar de San Fernando —donde estaba destinado por entonces— lo había desahuciado nada más nacer. No le auguró más de un año de vida. Fue entonces cuando, en la más absoluta desesperación y ruina por culpa del elevado coste de las consultas y los tratamientos del pequeño, Barranco fue destinado a Nerja. Allí dio con el doctor Quiles, que confirmó el diagnóstico, pero probó con el muchacho unos ungüentos balsámicos que él mismo formulaba en su laboratorio del jardín. José lo mandó a Madrid, a ver a un médico amigo y especialista en patología pulmonar, y procuró que el humilde guardia sólo se costease el viaje. El complejo tratamiento con esteroides funcionó y el muchacho mejoraba. Don José, de alguna forma, había mejorado y alargado la vida de su hijo, y Antonio se sentía en deuda, pero nunca imaginó que se pudiese ver en la situación de comunicarle a sus hijos que no lo volverían a ver con vida. La mano temblorosa con la que fumaba delataba su angustia.
El guardia civil entró en el salón de la casa acompañado por doña Elisa y aceptó un café de pucherete que le ofreció Fuensantita. Esperó impaciente a que los niños comieran y se lavaran. Habían entrado tan aturdidos y hambrientos que ni se habían percatado de la ausencia de su padre. Elisa había subido y mandado a los chicos al salón donde Antonio aguardaba delante de las cabezas de venados y muflones con las que el doctor decoraba parte del salón, orgulloso de sus monterías por la sierra de Granada, la ciudad donde había nacido y en la que se convirtió en médico. Barranco tenía la boca muy seca, y seguía sin saber por dónde empezar.
—¿Qué es lo que ocurre, don Antonio? —preguntó Adolfo, sorprendiendo al guardia, que no lo había oído llegar. Tras él llegó Roberto, aún secándose el espeso y húmedo pelo con una toalla, y mirando hacia el despacho de su padre, donde no lo halló.
Barranco hizo el amago de sentarse, pero se abstuvo. Dejó el tricornio en el sofá.
—No sé muy bien por dónde empezar ni cómo deciros esto. Pero sé que sois unos muchachos fuertes, casi adultos y que ayudaréis a vuestra madre —dijo el guardia—. Ya sabéis que estamos en lo peor de la guerra y que no siempre se prevén las cosas, que se cometen muchas tropelías. Nadie esperaba esta crudeza aquí en Nerja, y mucho menos tan pronto y contra los civiles.
Roberto tenía la cabeza entre las manos, sentado en una silla. Miraba al suelo cuando se levantó de golpe, fijando sus ojos en los del sargento.
—Vaya al grano —dijo muy serio—. ¿Le ha ocurrido algo a mi padre, verdad? ¿Por eso no está aquí?
Le dio una calada larga a su cigarrillo sin filtro y miró a los dos hijos de José a la cara con dificultad, intermitentemente, hasta que la fijó en Roberto al tiempo que le ponía la mano, con un gesto afectuoso, detrás de la nuca. No había probado el café.
—Sí, Roberto. El ejército republicano se lo ha llevado en su huida hacia el este porque necesitaban un médico. Creemos que van en dirección a Almería… Fue ayer por la tarde, vinieron como locos a por él en medio del tiroteo. Se llevaron también a ese sargento rojo al que atendía, un tal Juan Calle. No sabemos nada más.
Adolfo, que era más débil, miró a su hermano, y los dos se mantuvieron tranquilos e intentaron aplacar la ira. Roberto le dio una patada a la silla y se fue a la ventana que daba al jardín, al lado del butacón donde siempre leía su padre las gruesas novelas francesas que tanto le gustaban. A los pocos instantes, abrió la boca.
—Don Antonio, ¿cuál es la edad mínima para entrar en el ejército? —preguntó Roberto sin dejar de mirar hacia el jardín que daba a la playa, donde su hermana pequeña se balanceaba en un columpio.
El guardia civil se fue raudo a su lado, en la ventana.
—No sea iluso, muchacho —dijo echándole el brazo por el hombro—, no piense en eso ahora. Debemos esperar a tener más noticias.
—¿Podría contestarme esa pregunta? —añadió Roberto, furioso.
—Si no me equivoco, en condiciones normales son dieciocho años; pero en la guerra... habrá excepciones, tendría que preguntarlo en el cuartel.
Al fin, el primogénito de José Quiles se dio la vuelta y dejó de mirar, lloroso, el mar a través de la ventana, sentándose en el butacón, mientras Adolfo gimoteaba junto a la chimenea, consolado por el previsor sargento que había construido la guarida y les había salvado la vida. Roberto inspiró varias veces de forma profunda, intentando encontrar un sosiego y un valor que le permitiesen dar aquel heroico paso. Luego llamó a su madre alzando la voz, que acudió veloz a su lado, irrumpiendo en aquel majestuoso salón que había cerrado hacía un rato dejando al sargento solo ante aquella terrible noticia. Mientras Elisa le acariciaba el espeso cabello, Roberto la abrazó por la cintura. Quiso hablar pero no podía, embargado por la emoción y la tristeza, y esperó algunos minutos antes de decirle a su madre que acababa de decidir combatir en aquella maldita guerra que la había dejado sin marido.
—Sabía que tú conocías la vida —me dijo—. Ahora eres un verdadero camarada.
—Sí —dije, aunque entonces me era indiferente ser su camarada, pero él parecía desearlo.
A. Camus, El Extranjero
Un pitido ensordecedor despertó a Albert Kummer en la estación de ferrocarril de Hauptbahnhof, en Múnich. Se había quedado dormido en el último tramo del trayecto, y el desagradable sonido más el brusco frenazo del tren lo sorprendieron con baba que caía de la comisura de los labios. No sabía cuántas horas llevaba durmiendo y estaba desconcertado. Se bajó del abarrotado vagón y, una vez recogidas las dos inmensas maletas del departamento contiguo, esperó casi una hora a uno de los mozos que la residencia estudiantil Freimann disponía para el traslado de los jóvenes universitarios desde la estación central. El señor que llegó en su busca era muy bajito y fuerte, y llevaba bombín. Con aparente poco esfuerzo cargó las maletas tras un rápido apretón de manos y pusieron rumbo a la residencia en un amplio automóvil. Albert se sintió cohibido, ya que en la casi media hora de trayecto el mozo apenas pronunció una palabra, y sólo contestaba las dudas del joven con monosílabos. No eran aún las seis de la tarde pero había anochecido casi por completo, la temperatura había bajado casi cinco grados en pocas horas y el auto se detuvo enfrente de la abarrotada puerta del centro residencial para estudiantes más prestigioso de la ciudad, la vieja residencia Freimann. A Albert, el edificio y alrededores le parecieron inmensos, incluso pensó que todo aquello debía de ser la Universidad al completo. Entre la verja de entrada y la puerta principal había casi un centenar de muchachos, despidiéndose de sus familias y charlando con los instructores y el director de la misma. La mayoría de los chicos estaban serios, aunque alguno se veía radiante por su reciente condición de universitario. Un joven pecoso y esquelético lloraba desconsolado junto a su madre. Albert no supo si llamar al timbre o esperar a que alguien abriese el portón, puesto que el mozo lo había dejado allí con las maletas sin explicación alguna. Esperó unos minutos, hasta que por fin oyó una voz que sonaba entre la gente pronunciando su nombre.
—¿Kummer? ¿Es usted el hijo del general? —preguntó un hombre enjuto y con gafas enormes que llegaba hacia la puerta con una especie de cuadernillo entre las manos.
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