Albert levantó la mano tímidamente.
—Pase, muchacho, pase, no se quede ahí. Estamos haciendo ya el recuento de alumnos. Además, habrá notado que hace bastante frío para el tiempo en que estamos —dijo el hombre, que andaba haciéndose un hueco entre la gente mientras rogaba silencio a la multitud.
Albert entró al fin, después de una señora obesa ataviada con piel de leopardo en el mantón, y tras subir con dificultad las maletas sin ayuda, se sentó en el banco de enfrente de la recepción mientras el miope y lo que intuyó dos secretarias revisaban los datos del muchacho y le abrían una ficha colegial. No se había quitado el abrigo ni la gorra, y enseguida se sintió triste y solo. Una extraña sensación de claustrofobia le invadió y quiso salir a toda prisa del edificio. Sus extremidades comenzaron a temblar y sintió ganas de llorar. Pensó en sus hermanos y en su madre, pero al recordar las lecciones del general apretó fuerte la temblorosa mano y las mandíbulas. «Ya eres un hombre», le había dicho su padre en Berlín antes de un frío abrazo, «y es un orgullo que vayas a ser ingeniero». Conforme sonaban en su mente las palabras de su padre la nostalgia y el pánico desaparecían muy poco a poco; respiró hondo y, a lo lejos, la voz del miope volvió a sonar.
—Muy bien, muchacho. Aquí está su ficha y su carnet de la residencia. Albert Joseph Kummer, diecisiete años, ingeniería. Habitación 218, segunda planta. Tiene usted un compañero de habitación, llegará mañana. Su nombre es Joachim von Ribbentrop, y está realizando su tesis doctoral en Historia Contemporánea. Si no me equivoco, estudia el convulso siglo pasado… Es un muchacho excelente que congeniará con usted, estoy seguro —concluyó aquel simpático jefe de secretaría, dándole una palmada afectuosa en el hombro—. Bienvenido otra vez. Es un orgullo tener aquí a un Kummer. Recuerde que a las ocho se sirve la cena.
Albert agarró de nuevo con fuerza las dos maletas y subió a la habitación, con no poco esfuerzo. Las dejó a la entrada y se sentó en la silla de una de las dos mesas de estudio, cansado. Miró por la ventana que daba al patio central interior y vio muchas habitaciones iluminadas y a muchos jóvenes que, como él, comenzaban ilusionados una nueva vida que los convertiría en médicos, abogados, ingenieros, historiadores, economistas y un largo etcétera. Deshacían maletas y ponían en aquellos minúsculos apartamentos fotos de novias, de padres, carteles y algunos retratos. Se dio una ducha de casi media hora y mientras colgaba la ropa se percató de que su compañero tenía una foto en su mesilla de noche, que supuso había olvidado al comenzar el verano el curso anterior. Un muchacho rubio con el pelo lacio y con grandes ojeras agarraba por el hombro a otro regordete y más desaliñado. Aparentaban estar en un teatro o una conferencia en la que se veía mucha gente, ya que algunos gesticulaban exaltados; en el fondo de la instantánea se adivinaba otro hombre que, con gesto serio, parecía dirigirse a los demás.
A las ocho en punto Albert ya estaba vestido y listo para cenar. Bajó sigilosamente y muy despacio hacia el comedor. No era tímido pero aquella nueva situación le abrumaba. No recordaba haberse sentido nunca tan solo, ya que hasta la fecha sus salidas se habían limitado a ir a montar a caballo o a jugar al cricket, o bien a acudir al teatro que tenía a escasos metros de su barrio berlinés, siempre acompañado por familiares. En la cola que comenzaba a formarse en la puerta del comedor se presentó a dos muchachos que, como él, parecían solos y miraban hacia abajo intentando pasar el mal trago de tener que darse a conocer. Le sorprendió la amabilidad que desprendieron al optar él por presentarse, y posteriormente se sentaron a cenar juntos un puré de patatas con un bistec de ternera duro y lleno de cartílagos.
Para la sobremesa y asueto, la residencia Freimann disponía de un enorme salón-bar, con varios sillones y mesas donde estaba toda la prensa del día así como diferentes juegos de mesa y barajas de cartas. También había un pequeño kiosco regentado por un enano de gran barriga que se llamaba Arthur, donde se podían comprar refrescos y café. Albert se sentía mejor a cada minuto que pasaba, ya que los amables residentes seguían llegando a la mesa que compartía con los muchachos, y esa noche conoció a varias decenas de recién llegados como él. A las diez en punto el recepcionista comenzó a apagar las luces y los internos se dirigieron a sus habitaciones algo nerviosos, pues les aguardaba el primer día de clases de su vida universitaria en sólo unas pocas horas.
Apenas pudo dormir y casi al alba se despertó. El conserje recomendó a Albert que fuese andando al campus, y que debía cuanto antes aprender a moverse por la ciudad. A las siete y media salió de la residencia solo, y tardó casi una hora en llegar a la facultad. El edificio era sencillo, de color negro y con mucho cristal, y le resultó moderno en comparación con su ciudad. No había más de treinta alumnos en la clase a la que entró, y decidió sentarse en la última fila junto a un repeinado muchacho que lo miró amigablemente. El profesor de Análisis Matemático era un hombre gordo, con la piel blanquísima y rojeces por toda la cara. Comenzó a hablarles de la dificultad de la carrera que ese día empezaban, del sacrificio que requería y de lo necesitado que se encontraba el país de talentos que crearan puentes, carreteras y edificios, que lideraran el progreso y, en definitiva, la reconstrucción de Alemania.
—Han nacido ustedes en un país arruinado. Una nación más pobre que las mismas ratas por culpa de una guerra y un tratado que nos va a hacer morder el polvo durante décadas —dijo en voz alta el grueso profesor—. Hemos cometido muchos errores, pero no podemos pagar tanto por ellos, es imposible. No es justo. Imagino que leerán y oirán como están las cosas en nuestra querida República —añadió con sorna el matemático—. Los asesinatos, las manifestaciones, las revueltas. Alemania está en peligro y su glorioso futuro depende de gente como ustedes —concluyó.
Albert estaba exultante tras la arenga y la lección del primero de los profesores. Continuó las seis horas de clase sentado en la misma silla. Sólo se había levantado en la cuarta hora para ir al baño. Tomó apuntes a toda prisa de todo lo que se decía y en todas las asignaturas. Todas le interesaban, incluso la Física Elemental y Teórica. La campana sonó a las dos y media y sin que su cuerpo notase cansancio alguno salió hacia la residencia en busca de un merecido almuerzo, previo a las clases de la tarde, pero un extraño percance lo estaba esperando. Un grupo de jóvenes huía de la policía montada, y en la frenética carrera chocaron de frente con Albert, que no los vio venir por la esquina en la que acababa de torcer. Al caer se dio un golpe en la nariz y enseguida comenzó a sangrar. Solo y confuso llegó a su habitación de la residencia Freimann tras casi una hora de camino, en la que sólo paraba a comprobar si aquella gasa se había saturado de sangre. Se lavó con cuidado, y el encargado del botiquín de la residencia le diagnosticó únicamente una pequeña contusión. En el almuerzo comentó el suceso con algunos compañeros, y todos coincidieron en barruntar que habían podido ser grupos de ultraderecha o nacionalistas que a menudo se manifestaban e improvisaban mítines en plazas y teatros. Ralph, un joven que comenzaba a estudiar Leyes y Economía parecía estar más informado.
—Se ha creado un nuevo partido, una nueva organización obrera. Son nacionalistas y están muy bien organizados —dijo el muchacho.
—¿Estás seguro? —intervino Albert—. Los que me arrollaron parecían todos jóvenes normales como nosotros, iban bien vestidos y llevaban algo en el brazo, pero no pude verlo con claridad. No creo que fueran violentos. Únicamente tuve mala suerte, y estuve en un mal sitio en un mal momento.
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