La Constitución de 1933 buscó darle mayor importancia al Presidente del Consejo de Ministros, no solo porque mencionaba expresamente su existencia (a diferencia de las Cartas anteriores) sino porque establecía que el Presidente de la República debía consultar su consentimiento para disponer la separación de algún Ministro. El Presidente del Consejo —al asumir sus funciones— debía concurrir al Congreso para exponer la política general del gobierno. A pesar de ello, Manuel Vicente Villarán anota que la figura del Presidente del Consejo de Ministros no adquirió gran relevancia política, señalando:
La institución de la Presidencia del Consejo de Ministros no tiene la utilidad ni la importancia que pensaron sus autores de 1856 y 1862. El volumen político del Presidente de la República no deja sitio al presidente del Consejo. La Presidencia del Consejo, débil de nacimiento, está casi atrofiada. El caso se halla dentro de la lógica del sistema de gobierno presidencial, que excluye como exótica e inadaptable la existencia de un Jefe de Gabinete que posea algo más sustancial que un título de honor y precedencia. Al lado de un Presidente, que es Jefe Supremo del Poder Ejecutivo, no cabe un Primer Ministro con poderes de un verdadero Jefe de Ministerio, so pena de crear una dualidad intolerable y nociva (1994, p. 59).
La potestad de las Cámaras de interpelar a los ministros surgió de la práctica parlamentaria, especialmente en la Convención de 1855-56, pero fue solo en la Constitución de 1860 donde se le reconoció formalmente y se estableció que el ministro o ministros involucrados tenían la obligación de concurrir a contestar la interpelación formulada desde el Congreso o de alguna de sus Cámaras. Fue también la práctica parlamentaria la que definió que la interpelación debía versar sobre hechos y temas concretos, que tenía que ser interpuesta por escrito y ser respondida oralmente, suscitándose luego un debate entre el ministro y los congresistas. Recién la Constitución de 1933 reguló con mayor precisión este instituto, disponiendo que la interpelación procedía si era admitida por un quinto de los parlamentarios hábiles, ya sea de una Cámara o del Congreso, según quién la convoque. Con ello se respetaba de mejor manera el derecho de las minorías, pues la ley de 1878 exigía que la interpelación fuera aprobada por acuerdo de la Cámara, lo que obviamente exigía la conformidad de una mayoría.
En cuanto al voto de censura, fue también la convención constituyente de 1855-56 (que por su predominio liberal buscaba imponer limitaciones al Poder Ejecutivo) la que impulsó incorporarla desde la práctica parlamentaria. Así, la Ley Orgánica de Ministros, que se aprobó el 4 de diciembre de 1856, establecía en su artículo 37°: “No merece la confianza pública el Ministro contra quien emitan las Cámaras un voto de censura”. El antecedente más remoto de esta institución parlamentaria entre nosotros, según Villarán, es un voto de censura planteado en 1847. Pero la Constitución de 1856 no contempló la censura, sino solo lo hizo la ley de ministros de dicho año, aunque sin estipular su fuerza jurídica obligatoria, pues no imponía al ministro censurado la renuncia forzosa ni al Presidente tener que aceptar la dimisión.
Tampoco en la Constitución de 1860 se plasmó el voto de censura, por considerarse contrario a nuestro sistema presidencial, a la separación de poderes y a la autonomía del Presidente de la República. Sin embargo, dicho cuerpo legislativo aprobó la Ley de Ministros de 1862 que sí contemplaba expresamente la censura, pero como atribución del acuerdo de ambas Cámaras y sin disponer la obligación de renunciar al ministro censurado. Dicha ley señalaba que el voto de censura procede “para desaprobar la conducta de un ministro por las faltas que cometa en el ejercicio de sus funciones y que no merezca acusación”.
Un aspecto verdaderamente importante, es que no obstante las limitaciones a la procedencia y eficacia del voto de censura establecidas en la Ley de Ministros de 1862, la práctica parlamentaria siguió un camino diferente. En efecto, lo corriente fue que bastara la aprobación de la censura por una sola Cámara y que el ministro censurado renunciara necesariamente, procediendo el Presidente de la República a aceptar esta dimisión. La Constitución de 1920 vino a reconocer y formalizar dicha práctica, aclarando que el voto de censura era un problema de desconfianza hacia el ministro y no de desaprobación por la comisión de faltas o delitos; la Carta de 1933 confirmó este temperamento, aunque prefirió retomar el término “censura” en vez de “desconfianza”. Asimismo, convalidó la costumbre de que el pedido de censura podía ser formulado por un solo parlamentario, aunque obviamente su aprobación requería la decisión favorable de la mayoría de la Cámara. Dispuso también que el voto de censura deba ser votado en la misma sesión en que se solicitaba.
2. EL DEBATE CONSTITUYENTE SOBRE LA POSIBILIDAD DE ADOPCIÓN DE UN RÉGIMEN PARLAMENTARIO
Los frecuentes excesos del poder presidencial propiciaron algunas propuestas encaminadas a adoptar un régimen parlamentario; pero fueron rechazadas por considerarse ajeno a nuestra tradición política y carecer de partidos sólidos con organización disciplinada e ideas políticas definidas, lo que hacía impensable contar con mayorías estables como las que requiere dicha forma de gobierno. Villarán da cuenta de una propuesta del Presidente Manuel Pardo (en 1872) a favor de aprobar que se pueda llamar a congresistas al cargo de ministros, manteniendo su mandato parlamentario, como un camino hacia el régimen parlamentario (1994, p. 77); y recoge también las reflexiones del diputado José María Químper respecto a que si bien el Gobierno debe considerar la posición política de la mayoría parlamentaria, la instauración de un régimen parlamentario resultaba prematura por las deficiencias de los partidos políticos antes anotadas (Villarán, 1994, p. 80).
Un debate similar se retomó durante la convención constituyente de 1919, que aprobó la Carta de 1920, pero la mayoría desestimó la propuesta de un régimen parlamentario por considerar que con las atribuciones de control y fiscalización conferidas al Congreso (interpelación y censura de ministros, compatibilidad entre los cargos de parlamentario y de ministro, potestad para nombrar comisiones investigadoras, etc.), este órgano contaba ya con poder suficiente frente al Ejecutivo, lo que hacía innecesario seguir avanzando hacia un sistema parlamentario. Villarán señala que, aunque fue común que los presidentes conformen gabinetes mixtos, incorporando a algunos congresistas, rara vez se invitaba como ministro a personajes con gran peso político o dominio en el parlamento, “temeroso de que intenten dominarlo a él, utilizando su valimiento parlamentario”; pero que también era poco frecuente que los jefes de mayorías o grupos parlamentarios estén interesados en ser ministros (1994, p. 85).
Quizás el hito más importante en este debate hacia la transición hacia un régimen parlamentario se presentó con motivo de la Constitución de 1933, elaborada poco después del derrocamiento del gobierno de Augusto Leguía, que se había mantenido once años en el poder (1919-1930) mediante sucesivas y cuestionadas reelecciones. Dicha Carta respondió a una natural reacción de desconfianza y cuestionamiento ante el excesivo poder presidencial, optando por restringir las atribuciones del Ejecutivo y fortalecer las del Congreso, al punto que algunos la califican como una Constitución “orientada hacia el parlamentarismo”. En la Exposición de Motivos del Anteproyecto de Constitución de 1931, elaborado por la comisión que presidió Manuel Vicente Villarán, se señalaba:
La primera interrogación que nos hemos hecho los autores del anteproyecto es si debían alterarse los poderes que nuestra historia constitucional asigna al Presidente de la República. No es raro escuchar opiniones favorables a un cambio de régimen y a la implantación entre nosotros del gobierno parlamentario. El carácter bien conocido de esta forma de gobierno, es anular o reducir a casi nada el poder personal del Jefe del Poder Ejecutivo, trasladando su autoridad al gabinete. La objeción capital contra esas opiniones tiene un carácter práctico. El gobierno parlamentario o de gabinete es un régimen que las constituciones pueden preparar pero no crear. Se establece y realiza por obra de fuerzas políticas ilegislables que logran, en circunstancias determinadas, dar a las mayorías congresionales potencia bastante para dominar al Presidente y obligarlo a ceder la realidad del gobierno a gabinetes impuestos por las Cámaras (...). El Perú no ha podido establecer el parlamentarismo, a pesar de que los textos constitucionales y la ley de ministros contienen absolutamente todos los elementos que lo hacen legalmente posible (...). Y a pesar de todo continúan gobernando los presidentes y no los gabinetes (...). En el Perú el Congreso ha carecido de fuerza para implantar en los hechos el parlamentarismo que se halla de derecho en las entre líneas de la Constitución. Lo que ha faltado en el Perú para dar vida al parlamentarismo no son textos escritos, sino una redistribución de valores políticos entre el Congreso y el Presidente de la República, cuyo resultado fuese romper definitivamente el equilibrio de fuerzas hacia el lado del Congreso. Hasta ahora, la balanza se ha inclinado del lado del Presidente, y la observación de nuestra historia y nuestra psicología y costumbres políticas conduce a la creencia de que, en el próximo porvenir, las mayorías de los congresos carecerán de aquella popularidad, cohesión y disciplina, de aquella inflexible y agresiva voluntad de poder, que serían necesarias para colocar al Presidente bajo su tutela, imponerle gabinetes parlamentarios y gobernar por medio de ellos. La institución del Presidente con facultades propias y extensas de gobernante efectivo, está sustentada en el Perú y en la América toda por una fortísima tradición y por hábitos populares incoercibles. Responde a un estado social y económico que impone sus leyes inflexibles a la evolución política. No podemos imaginar la abolición del régimen presidencial sino como resultado de un cambio de cosas profundo precedido tal vez de una revolución [...] (pp. 40-41).
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