Gisela Zaremberg - Enfoques teóricos de políticas públicas - desarrollos contemporáneos para América Latina

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Este libro presenta un conjunto de perspectivas contemporáneas para estudiar y comprender los procesos de política pública desde un sitio distinto al del conocido «ciclo de las políticas». Por su actualidad, es una obra sumamente útil para estudiantes, docentes e investigadores interesados en comprender integralmente el proceso decisional de las políticas públicas. Aquí se discuten miradas poco conocidas en América Latina que permiten describir, analizar y explicar los procesos técnicos y políticos que, imbricada e inevitablemente, acompañan el planteamiento y los intentos de solución de problemas públicos. El libro reúne las contribuciones de destacados especialistas latinoamericanos, en las que ellos contextualizan y redimensionan, desde y para la región, enfoques y teorías que se produjeron originalmente en Estados Unidos y Europa. En términos intelectuales, la obra ofrece a los estudiosos de las políticas un vasto y novedoso instrumental para avanzar teórica y metodológicamente en los análisis de los complejos procesos de política pública tal y como ocurren en contextos como los nuestros.

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Las ideas son argumentos lógicos (frames) que los individuos desarrollan para otorgar sentido, estructurar y reestructurar una imagen del mundo, dados sus elementos y eventos constitutivos. Como lo sugiere Campbell (2002), las ideas pueden concebirse como discursos públicos o ideologías pretendidamente universales —como el liberalismo democrático o el comunismo—, pero también adoptan la forma de prescripciones o propuestas programáticas aplicables solo a ciertos contextos, como la abolición de las armas nucleares o la mitigación de gases de efecto invernadero (Hall, 1993).

Pese a la aparente centralidad de las ideas en el campo de estudio de las políticas públicas —tanto de las cosmovisiones que guían el diseño de reformas institucionales como de los objetivos programáticos más específicos—, su aporte ha sido reconocido apenas recientemente. Ni la propuesta racional de una ciencia de las políticas para la democracia, ni los análisis microeconómicos de la economía del bienestar, ni la “política sin romance” de la teoría de la elección pública, por diversas razones, han concebido a las ideas como un elemento central del análisis de políticas.

En el caso de Lasswell (1992), la vigencia de los valores democráticos como sustento del proceso de toma de decisiones era un supuesto indiscutible, por lo cual, el análisis de las ideas quedaba relegado al mundo de la representación política. Un proceso de formulación de políticas basado en conocimientos técnicos especializados no dejaba lugar para el debate ideológico. El conflicto en torno a las ideas de justicia era resuelto en el marco de las discusiones legislativas previas, espacio vedado (caja negra) a la labor del analista de políticas (Easton, 1953). En una ciencia de las políticas, el ánimo del analista es identificar los medios más idóneos en términos técnicos y científicos para alcanzar los fines (ideas) que el juego político democrático ya había establecido previamente (Aguilar, 1992a, 1992b).

De la conjunción de un abordaje racionalista de la política pública (Lasswell, 1992) y un enfoque microeconómico de las preferencias de los agentes (Coase, 1992), emerge la escuela del public economics (economía pública), cuyo ánimo principal es definir en qué situaciones el gobierno debe o no intervenir y hasta qué punto en la solución de problemas colectivos, definidos teóricamente como fallos de mercado. Desde un abordaje microeconómico, esta propuesta solo se interesa por aquellas situaciones en las que la intervención de los gobiernos puede producir soluciones más eficientes a las del mercado (monopolios naturales, externalidades, bienes públicos y problemas distributivos), y/o cuando, por el contrario, su intervención genera problemas que disminuyen el bienestar social. Muy utilizada durante las etapas de diseño y evaluación de programas y proyectos sociales, esta perspectiva suele tener como criterio esencial de decisión el beneficio neto de las intervenciones públicas (Weimer y Vining, 2017). En un cálculo de este tipo, no hay espacio para discutir la legitimidad de las ideas de justicia que enmarcan la naturaleza del problema a resolver. Se trata de elegir la mejor alternativa a partir de los resultados obtenidos en el ejercicio de cost-benefit analysis (análisis costo-beneficio). En esta lógica, el óptimo de Pareto es la “creencia causal”[6] que guía, o debería guiar, el proceso de toma de decisiones entre las alternativas de política disponibles.[7]

De esta manera, el campo de las políticas públicas fue inicialmente colonizado por métodos positivistas/empiricistas, cuyo resultado fue un énfasis en la separación de objetos y valores y en la búsqueda de hallazgos susceptibles de ser generalizados más allá de las particularidades contextuales, sustentado generalmente en el uso riguroso de métodos cuantitativos (Fischer, 2007, p. 224). Una ciencia de las políticas tal, debería ser capaz de desarrollar soluciones aplicables a un número amplio de casos y problemas en diferentes ámbitos de política y contextos sociopolíticos. Así emergió lo que Stone (1997) denominó el “Rationality Project” (Proyecto de racionalidad).

Bajo este paradigma, el gobierno fue concebido como un “planificador social benevolente”. Sin embargo, el auge del conductismo, y específicamente de los postulados de la escuela del public choice (elección pública), centró la atención de los especialistas en los incentivos e intereses materiales de los agentes —dada su posición en la estructura de poder—, para explicar los resultados del proceso decisorio (Béland y Cox, 2011, p. 19). De acuerdo con esta propuesta, no hay razones lógicas para pensar que individuos que buscan maximizar su utilidad en el ámbito del mercado, puedan modificar su conducta (se vuelvan altruistas y defensores del “interés público”) en el ámbito del gobierno.

Los teóricos de la elección pública asumen comportamientos oportunistas por parte de funcionarios y representantes políticos encargados de hablar y decidir en nombre de sus mandantes. Tal como lo planteó James Buchanan en su ensayo La política sin romance (2003), no hay motivos para suponer que los burócratas o los representantes políticos vayan a ser cuidadosos en el manejo de recursos (públicos) que no les son propios. En el marco de un análisis positivo donde la maximización es la única norma seguida por individuos autointeresados, el valor de las ideas como elemento explicativo de las decisiones gubernamentales, una vez más, fue subestimado.[8]

Evitar el oportunismo y la captura de espacios de decisión pública a manos de intereses particulares —tal como lo postulaba el enfoque de elección pública—, supone entonces el diseño de reglas capaces de limitar la maximización individual y de estructurar equilibrios donde los intereses de los decisores fueran alineados con los del votante mediano (Schepsle y Bonchek, 2008). Así nació, y se mantiene en la actualidad, la popularidad del neoinstitucionalismo como una perspectiva paradigmática que se concentra en analizar el impacto que tienen las normas —en especial las codificadas y publicadas, pero también las informales (North, 1993; Peters, 2001)— para alinear las conductas de los individuos con los fines colectivos. Si para el enfoque de la elección pública lo que importan son los intereses, y estos dependen de la posición de poder de los actores (Béland y Cox, 2011, p. 60), para el neoinstitucionalismo la realidad social y política debe entenderse poniendo atención a cómo las normas limitan y/o promueven ciertas conductas. En esta perspectiva, que no desconoce ni subestima la importancia de los agentes, el proceso administrativo de toma de decisiones es resultado de la interacción entre intereses y recursos individuales, en el marco de un arreglo institucional diseñado para lograr resultados colectivamente deseables[9] (March y Olsen, 1989; Knight, 1992; North, 1995; Peters, 2001).

Así, la pregunta fundamental sigue abierta: ¿cuáles son y quién determina esos fines colectivos (ideas) a alcanzar? ¿Por qué estos no son inmutables y pueden cambiar a través del tiempo y entre países, regiones o localidades? Más allá de la parsimonia y aparente complementariedad de las propuestas “racionales” e institucionalistas,[10] de ninguna de ellas es posible deducir un argumento para explicar, por ejemplo, por qué en ciertos países las instituciones de bienestar adoptan una orientación más redistributiva y en otros menos (Esping-Andersen, 1993), o por qué en ciertos momentos de la historia de un país la agenda es impenetrable al ingreso de ciertos problemas (desigualdad de género), mientras que, en otros, los intereses de ciertos grupos (mujeres) adquieren un reconocimiento amplio e inmediato (Martínez, 2010). Dicho de otra forma, las ideas paradigmáticas que guían la formulación de políticas cambian a través de los países y a lo largo de los años (espacio y tiempo), aunque se mantengan constantes el ánimo maximizador de los agentes y las limitaciones institucionales (Berman, 2001; Hall, 1993). Por lo tanto, las ideas, y los valores que ellas contienen son —junto con las redes o coaliciones de actores que las promueven (Jenkins y Sabatier, 1994; Schearer et al., 2016)— un factor decisivo para explicar el tipo y orientación de las políticas públicas en un lugar y tiempo determinados.

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